
En serio, la persona que dijo que los dolores de parto son como reglas un poco más dolorosas era un/a psicópata. O era un tío, o nunca se puso de parto, porque no me lo explico. Voy aclarar aquí que sí; hay mujeres que tienen la suerte de no tener dolor, algunas incluso tienen la suerte de no sufrir. Yo recuerdo que la fisio del suelo pélvico, Blanca, en su preparación preparto nos dijo que parir “dolía que te cagas” pero nosotras podíamos prepararnos para no sufrir, para manejar el dolor, para que él no nos dominara a nosotras.
Mi parto fue inusual, según dicen. A mí me gusta pensar que fue, y ya está. Yo me estaba preparando una maravillosa tortilla para desayunar cuando noté algo raro. Mi madre me escribió en el grupo familiar un “¿cómo está Arlet hoy?” Y yo contesté con un ambiguo “rara, está rara”. Y ella, bruja y categórica como siempre ha sido, contestó “cuando una embarazada está rara significa que está de parto” y yo aquí me rayé. No podía estar de parto, estaba incómoda, cansada, dormida y hambrienta. Me comí la tortilla porque pensé “si te pones de parto, no te van a dejar comer” y créeme un parto es cansado, puede durar horas, es como si corrieras tres maratones seguidas sin la posibilidad ni siquiera de beber agua.
Me pasé de las 10 de la mañana a las 12 aproximadamente decidiendo si esos pequeños dolorcillos/molestias eran contracciones. Recuerdo que me puse a hacer quinoa por alguna razón que solo mi cerebro sabrá. Pero entonces vino la prueba inequívoca que aquello sí que eran contracciones: un dolor de regla intensísimo. Vale, respira, si todas son así, esto lo tienes controlado.
Cuando vi que era incapaz de hacer algo que parece tan sencillo como poner un cronómetro para saber cada cuantos minutos venían los dolores, escribí a Miguel (que se fue tan ricamente a trabajar como un día más) y le dije algo así como “creo que estoy de parto, me iría bien que me controlaras tú el tiempo porque yo no puedo”.
Tenía dolor, sí, pero sin sufrir. Como aún estaba demasiado consciente, por mucho que doliera yo me quedaba encima de la pelota recordando que la comadrona de las clases preparto me dijo “si no quieres epidural, quédate en casa hasta que no aguantes más”. Y Miguel cada cinco minutos me decía “pero ¿seguro que no nos tenemos que ir ya? Hace mucho que estás así”.
Llamó mi hermana para preguntar cómo estaba su sobrina y Miguel con su ingenuidad de primerizo le dijo “ todo bien, solo tiene contracciones cada minutos y medio”. “¡Joder, Miguel, que mi hermana está de parto!”. Entonces él me miró y me dijo “Cariño, que tu hermana dice que estás de parto” y le devolví una mirada de contracción chunga y un sonido gutural que él llegó a interpretar como “méteme en la ducha y déjame en paz”.
Por la intensidad supe que estaba de parto (en realidad lo estaba desde hacía rato pero yo llevaba una L de novata), o por lo menos lo empezaba a estar. Me quedé en la ducha un buen rato, respirando como si no hubiera un mañana y hablando con mi hija, haciendo pactos inútiles en plan “cariño, si no me desgarras, te prometo que te compraré un iPhone” o “ si no me duele mucho, te llevaré a Disneyland”. Todo seguía su curso. Hasta que salí de la ducha.
Te voy hacer un inciso aquí: yo no recuerdo nada desde el momento que salí de la ducha hasta que me pusieron a Arlet encima acabada de salir del horno. Según Blanca esto se llama “planeta parto”, según parece la mejor manera de parir: la desconexión total de la parte racional del cerebro, la transformación de humano a animal y su consecuente pérdida de filtro entre aquello que piensas y lo que dices. Bueno va, te voy a ser sincera, yo nunca he tenido este filtro, pero en ese momento menos. Todo lo que te contaré ahora me lo ha explicado él, según lo recuerda, y viene sesgado por su vivencia, porque la mía está en algún lugar de mi subconsciente.
Yo quería quedarme en casa hasta que la niña estuviera casi cayéndose entre las piernas, pero al salir de la ducha rompí aguas. Y fueron verdes. Lección uno de primero de columpios de la clase de parto primeriza: si las aguas no son transparentes vete al hospital pitando porque algo está mal. ¡Joder! Salieron verdes, verdes, verdes como la cagada de un pato. Y mi cerebro hizo click: desapareció el dolor para dejar paso al sufrimiento. Las contracciones duelen (si tienes mala suerte y eres como yo), pero las contracciones con bolsa rota desgarran. Imagínate que te abren en canal, te estiran los intestinos y los usan para enrollarte la garganta y estrangularte. ¿lo tienes?, pues esto serían cosquillas comparado con aquello. Recuerdo una sola contracción antes de perder mi conexión con el cuerpo, pero esa fue suficiente para que Miguel entendiera que teníamos que ir cagando leches al hospital.
Entre los muchos superpoderes que desarrollé durante el trabajo de parto apareció el del cambio de sitio instantáneo. Cerré los ojos en el baño de mi casa y aparecí en la recepción de urgencias en medio de una contracción que me hizo ponerme de cuclillas en el suelo y gritar de dolor. Tengo un recuerdo borroso de ver la silueta de mi padre que salió del despacho y bajó al rellano de urgencias para soltarme un casual “niña, ¿pero qué haces aquí en el suelo?”. Con mi carácter lo podría haber mandado a la mierda, pero según parece ya me había partido en dos en medio del parking y en el camino de 500 metros del coche al hospital con los ojos en sangre y un dolor sufrido desde dentro, así que estaba demasiado agotada para ni siquiera intentar contestar. En mi cerebro solo había la idea que eso parecía inminente, que mi hija estaba sufriendo (recordemos que la gremlin cago en mi útero) y que era tan intenso que podría haber parido allí mismo en el pasillo. O eso creía yo.
Entré en la zona de maternidad a las 15.25 gritando que necesitaba antibiótico (me he olvidado de decir que di positivo en el estreptococo lo que significa que necesitaba dos dosis de antibiótico para que mi hija estuviera a salvo de bichos, sí, una de las muchas cosas del embarazo, las bacterias vaginales es lo que tienen). Una de las comadronas salió corriendo al unísono de mi contracción arrebatadora que dobló e hizo que diera un golpe a una bandeja llena de utensilios médicos que quedaron desparramados por el suelo a modo de caos profundo. En ese momento hubiera cogido un bisturí y me hubiera cortado las venas, y probablemente hubiera dolido menos que mi útero.
Tengo algún que otro flash de pequeños momentos. Recuerdo que mientras me desvestía la enfermera/comadrona/auxiliar o persona no identificada me dijo algo así como “contrólate” y yo la miré con una cara de esas que te dan una hostia mental de las que te quedas medio lerdo para el resto de tu vida. A eso yo le llamó empatía de mierda, lo siento. He de decir que luego la chica fue super amorosa y encantadora y respetuosa, que me dio un acompañamiento que le deseo a todas las parturientas del mundo mundial. Pero, tía, es que no entraste con buen pie.
Mi marido estaba aún con los papeles, la admisión o con lo que fuera y entonces la comadrona me dijo “ahora te pondremos la epidural” por lo que se ve yo ya iba preparada para eso y murmuré un “no quiero epidural y no me toques” muy digno y poco convincente. Mi marido entró y escuchó a las dos enfermeras susurrando con cara de flipe “¿ha dicho que no quiere epidural?” Entonces entró el ginecólogo (que dicho sea de paso me parece un hombre entrañable y fue magnífico conmigo) y me soltó algo así como “Mujer, Rosa, creo que ahora ya no tienes dolor, tienes sufrimiento, y si sufres esto va a ser muy largo, bueno vamos a ver cómo estás y luego decidimos, ¿vale?”
Y estaba… de tres mierda de centímetros. Lo digo así, porque no sé como expresar la desesperación que en ese momento demostré, fue como un jarrón de agua fría que me desencadenó en una angustia incontrolable. Porque con tres centímetros te podrían mandar a casa. He de reconocer que a mi me dieron un trato VIP y nadie, en mi estado de alteración de conciencia, sugirió que me volviera por donde había venido. Quizá porqué no había ningún parto en ese momento, quizá porque les apetecería hacer su trabajo, quizá porque me vieron incapaz de hacer nada que no fuera gritar, o porqué simplemente les di pena.
Creo que mi marido me pidió replantearme todas las ideas preconcebidas que había madurado durante los últimos 9 meses. Me dijo algo así como “¿te acuerdas cuando la comadrona nos dijo que aceptáramos cualquier forma en la que Arlet decidiera venir al mundo?” Pues, joder, podría haber escogido una menos dolorosa.
Allí había amor a raudales, lo digo en serio, las comadronas fueron cariñosas a morir. O por lo menos eso me contó Miguel, que se enamoró de ellas. Es una pena que eso lo haya olvidado y en cambio recuerde a la sin nombre de la anestesista. Porque lo suyo no tiene nombre y yo soy una señorita y no insulto a nadie, o si insulto lo hago con mucho glamour. Entró la chica, según cuentan, en medio de otro dolor de esos que te desgarran el alma y se instauran en el cerebro y tal cual la muy profesional dijo “Ah no, yo así no te pongo la epidural, si no te vas a estar quietecita me marcho y parirás con dolor”. Lo dijo con tono y rintintín, que si hubiera dicho con amor «necesito que te quedes muy quieta porque esto es muy delicado y si no lo consigo no te podré poner la epidural y me sabría muy mal porque no te voy a poder aliviar el dolor”, pues mira, la cosa cambia. Pero yo a estas alturas de mi vida ya sé que hay gente imbécil y que en su casa no se lo han dicho, y la ignorancia es muy mala. Estoy segura que esa anestesista es de la misma familia que la mala persona que dijo que las contracciones son como dolores de regla muy fuertes.
Puedo imaginarme a Miguel poniéndose tenso al otro lado de la cortina, vaticinado lo que sería la lluvia de sapos y salamandras que llegó a salir de mi boca ante tal muestra de violencia verbal en una situación tan y tan vulnerable. Seguramente solté insultos poco educados y la miré con esa mirada que solo los que me conocen identifican como el fin del mundo. No sé como la comadrona logró calmarme, seguramente con mucha mano dulce, pero me pusieron la epidural que yo no quería, quizá porque me sentía derrotada, quizá porque en mi cerebro se instauró el «yo no puedo hacer esto” y me rendí. Le cogí el gusto a no sentir dolor, muy probablemente porque pensé que si eso iba para largo, pues lo mejor era que me relajara. Pedí droga dura, para caballos. Y no te vayas hasta que no sienta ni el dedo del pie.
Yo es que soy del todo o nada, si ya no podía tener un parto sin epidural, ya me daba igual todo, así que no sentir nada en ese momento era lo único que me reconfortaba. Miento. Sentir, sentía muchas cosas, lo que no sentía era dolor. Asumí que si solo estaba de 3 cm mi hija no iba a nacer el 12 de marzo, sino el 13. Que en el mundo estuviera a punto de descontrolarse una pandemia mundial es una cosa sobre la que ya hablaré otro día. Yo estaba ahí con mi marido esperando que el tiempo pasará y tan relajada que si me hubieran traído un mojito y una hamaca me hubiera sentido como en el Caribe.
A las 17.17 (hora local del cerebro de Miguel) entró otra vez el médico, yo creo que más porque su jefe (mi padre) pululaba por allí que no porque tuviera la esperanza de que pasara nada. Y al examinarme se ve que soltó algo así como “Ui, niña si ya estás de 8 cm ¿cómo lo has hecho?” y yo, que estaba en el Caribe con mi copa balón y mis rollos, me reí y le dije algo así “ es que yo he entrenado mucho para esta maratón” Nadie me dijo la hora, yo no pensé en preguntar.
A las 18.20 volvió a entrar, supongo que porque sospechó que me habría dormido ante tanta ebriedad. Y al examinarme dijo “ bueno, pues esto ya está, ¿eh? Vamos a tener que empujar” ¿perdona? ¿Vamos a tener que empujar? No, no, no, ¡eh! Que yo no estoy preparada, como que ¿vamos? No, no, voy, que esto es algo que voy a tener que hacer yo. Se ve que le miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas y en algún lugar de mi cerebro se manifestó mi lado racional “Pero a ver, doctor, ¿qué horas es? No, no puede ser, hombre, que hace poco rato que he llegado. Yo aún no estoy preparada para esto, paso. Vamos a esperar un rato.”
Claro, como si esto se pudiera decidir. ¡Olé tú, Rosa!
Parí tumbada, sí, sí, como recomendó que no lo hiciera mi fisio del suelo pélvico, pero tenía, como yo había pedido, droga en sangre por encima de mis posibilidades. Parí tumbada y saqué a mi hija con toda la fuerza que ni siquiera yo sabía que tenía. (Otro día hablamos si te apetece de cómo empodera el momento parto. Algo tan brutal, tan fuerte, nos tiene que hacer sentir todopoderosas, se habla poco de eso, creo yo).
Había varias cosas que me daban miedo del parto antes de ese momento y que marcaron el transcurso de ese día. La primera era tener que usar epidural porque epidural significaba muchas cosas: oxitocina, posible episiotomía, fórceps… Yo es que soy de carácter dramático: si puede ir algo mal, irá mal. Vamos todo lo que yo no quería. Le tenía pánico a que me cortaran, en serio. Y por encima de todo no quería que nadie me practicara una maniobra de Kristeller. Lo tenía clarísimo. Pensaba arrancarle la cabeza a cualquiera que intentara acercarse a mi barriga con la intención de apretar para que mi pequeña alien saliera rápido. Bueno mira, tú, cada uno tiene sus manías.
Por lo que se ve yo iba amenazando al médico diciéndole que no me cortara y él, que debía flipar, me contestaba que “Niña, no te voy a cortar porque sí, solo si fuera necesario”. También amenace a la comadrona cuando se puso a mi lado, “como me aprietes te corto la mano”. Pero ella me tocaba la barriga para saber cuando venían las contracciones, pero yo por si acaso ya la había amenazado.
Mi hija salió al mundo a las 19.05. Con tres pujos y un, “ ¿en serio? ¿ya?”. Según Miguel , mi hija salió haciendo el tornillo porque yo pedí que el médico no la ayudara a salir, que le dejara su espacio, que los bebés, como tú sabes, ya se saben el camino.
Arlet salió al mundo rápido, con ganas de vivir y mucha luz. Y en el momento en que la tuve en mi pecho, el resto de cosas perdieron intensidad. Ahí recuperé la conciencia y perdí la noción del tiempo. Bueno esto lo perdí al romper aguas. Lo que fueron tres horas y media a mi me parecieron un suspiro.
Le canté “On my own” mientras la sostenía encima de mi pecho escuchando su corazón y oliendo su aroma, mezclado de sangre, y vida. Y en ese momento el mundo cambió.
Lo que yo no podía imaginar es que el 12 de marzo de 2020 el mundo no solo cambió para mi, sino para todos.
Hoy entiendo por qué no todos somos hijos únicos: el dolor del parto se olvida. Es como si te resetearan el cerebro al sostener a tu retoño por primera vez. Me pregunto si tuviera un segundo parto si tardaría dos horas en decidir si ese dolor de regla es una contracción o una simple molestia. ¡qué lista es la naturaleza, la jodida!
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