Sobrevivir a la crianza y un relato para dejar el chupete

¿cómo sobrevivir a que tu hijo se haga mayor?

Encontrarás en esta publicación mi pequeña reflexión sobre la sensación cuando tus hijos crecen sin que tu puedas evitarlo.

Empecemos por el principio.

Soy Rosa y no estoy preparada para que mis hijas se hagan mayores.

Ale, ya está ya lo he dicho, me lo he sacado de encima y ya podemos continuar

Esto esta siendo un poco durillo estos días. No creía yo que tendría este sentimiento de culpa ante todos los cambios que me están atropellando últimamente. No míos, no. Mis cambios los gestiono fatal también, pero no pensaba yo que iba a llevar tan mal los cambios en lo referente a mis hijas.

Te lo cuento porque quizá te sirve, o quizá no, pero mira que me leas para mí ya es un honor así que vamos al grano.

En el último mes mi hija mayor, Arlet, ha evolucionado tanto que no me ha dado tiempo a asimilar que:

  • ha dejado el chupete
  • ha empezado a hablar y a comunicarse como una cotorra. Y no, no sé si lo ha heredado de su padre o de mí
  • está en proceso de dejar el pañal
  • me desafía con la mirada
  • ha aumentado el número de veces que dice NO por minuto. (y son muchas, créeme)

Bien. Quizá ahora estés pensando algo así como “ y la loca esta ¿pensaba que Arlet que ya tiene dos años y medio sería una bebé toda la vida?”. Pues no, pero la constatación de estos hechos me ha llevado a pensar dos cosas: me estoy haciendo mayor y el tiempo pasa demasiado rápido

Y no estoy preparada para ninguna de las dos.

Y quizá ahora dirás “vale rosa, pero el título de la publicación promete que me vas a contar cómo sobrevivir a ello”. Tienes toda la razón.

Te voy a decir que no creo que debas hacerme caso. Yo, como todas las personas con uno, dos o tres hijos, no tengo ni idea de lo que te va a funcionar a ti. Te puedo contar lo que me funcionó a mí, pero no por darte un consejo, sino para que tengas más opciones donde escoger. Darte consejos queda muy lejos de mis competencias.

Bien, al grano.

¿Cómo gestionar que tu hija diga NO a todo?

Difícil solución ¿eh? estoy segura que si has pasado por esta época, a ti también te ha pasado eso de “ como me vuelva a decir no, le pego un guantazo”. Seguramente también el guantazo nunca llegó, pero hay que reconocer que nos cuesta mucho salir de patrones que tenemos tan instaurados.

Primero de todo, el guantazo es el último recurso cuando ya no te queda razón. Digamos que seguramente a Putin le dieron unos cuantos sus padres. Recuerda que no eres peor madre o padre por tener este sentimiento en el que llegas a un punto en el que tu hijo o hija te lleva al límite y colapsas.

Te cuento lo que yo hago por si te sirve. Que ya te digo que no siempre soy racional y pierdo los papeles nivel huracán ¿eh? no te vayas a pensar que soy aquí un espíritu zen que va levitando por la casa.

Lo que yo hago es darle dos opciones. En vez de decirle que recoja algo, le pregunto si prefiere recoger sola o que yo la ayude. Si te fijas, cuando hay dos opciones hay menos probabilidades de que te diga que no, porque el no solo pega con una pregunta cerrada, no con una pregunta multiopción.

Parece una tontería y quizá ahora estás pensando que si me creo Maria Montessori. Esto no lo he inventado yo, lo he leído en algún libro y lo comparto contigo por si te sirve

¿Qué hacer cuando tu hija te desafía con la mirada?

No sé a ti, pero a mi me enerva que Arlet haga las cosas intencionadamente en plan “no tires eso” y ella me mire desde su casi metro de estatura y tire lo que sea en mi cara.

He leído por ahí que hay que educar menos en el no y más en el respeto. Más allá de ofrecerles alguna alternativa en plan “¿quieres dejarlo encima la mesa o me lo das a mí?” no se me ocurre nada.

Tampoco creo en el 100% en el refuerzo positivo ese en el que no puedes reñir a tus hijos y todas estas cosas que hoy en día están de moda. A veces no sabemos hacerlo. Y eso no nos hace padres o madres menos cualificados

Dejar el pañal, ¿quién de las dos no está preparada?

Mira esto lo llevo fatal. Yo pensaba que aún me quedaban meses por delante y de repente un día la profe de la guarde me cuenta que en el cole Arlet ya no lleva pañal porque va al lavabo con su amiga Ariadna.

Yo a veces me pregunto si en el cole tienen algún truco que es como “ el gran secreto de las maestras de infantil” y que cuando se gradúan prometen llevarse a la tumba y no compartirlo con nadie. Si no, no me lo explico.

Arlet odia profundamente que le quite el pañal en casa. No sé, quizá es una cuestión de celos, por el hecho que estamos todo el día cambiando el pañal de Cloe. O si no está segura de poder ir a l lavabo a tiempo y no soporta mearse encima.

El caso es que me siento un poco presionada. Quizá en la guarde la ven tan preparada que, sin mala intención, me animan a quitarle el pañal ya.

Me animan, no me obligan. Pero es inevitable que yo piense que soy la peor madre del mundo porque siento que por primera vez le estoy poniendo límites a mi hija.

Sé que esto es algo evolutivo Que si le pregunto a mi hija cuando llega a casa si quiere quitarse el pañal y me dice que no, quizá es o porque no está preparada o porque ella también quiere ese momento que tanto su padre como yo compartimos con su hermana menor.

Así que batallo todos los días con esa voz que tengo en la cabeza, una de ellas, que se divide entre saber que si en el cole es capaz de estar en pañal también lo es en casa y la culpa de no querer obligarla. Y en el fondo no querer que se haga mayor

¿Cuándo dejará de sorprenderme con sus palabras?

Es una pregunta retórica. Sé muy bien que aprenderá a hablar como una adulta. Aunque últimamente me he dado cuenta que ha empezado a usar pronombres y a a hacer frases gramaticalmente correctas.

Eso para mí es un shock. Y un alivio.

Entender que cuando se despierta por la noche es porque tiene miedo, sed o quiere a su padre significa que ya no tengo que batallar con una rabieta que ya no sé de dónde viene. Ahora las rabietas las batallo igual, o peor. Pero saber de dónde viene es pasar a poder conducir otro tipo de vehículo en el carnet de madre nefasta.

Tiene sus cosas buenas, dejando a un lado que la comunicación es de los indicadores más dolorosos que está dejando de ser una bebé. Te diré que esa sensación de escucharle decir “t’estimo” o «te quiero» en castellano me ha impactado tanto que no sabía que el corazón te podía explotar dentro.

Y sí, con esto termino mi momento purpurina. No te preocupes, no quiero indigestarte.

¿Cómo dejar el chupete sin moriren el intento?

Es curioso que algo que le damos a nuestros hijos por nuestro bien, para que deje de llorar, para que se calme, puede ser al mismo tiempo algo que decidimos nosotros también que debe dejar.

Mi hija no escogió llevar chupete. Se lo endiñé yo cuando la segunda noche del hospital pasó de ser un bebé recién nacido adorable a ser la viva personificación de un gremlin mojado.

Arlet no escogió ser adicta al chupete. Se lo di para que dejara de llorar cuando no se podía dormir.

Ella no escogió dejarlo. Yo decidí que era el momento adecuado

En mi ciudad hay una costumbre por la fiesta mayor: los niños atan el chupete a la cola de la Vibria. Un bicho bastante feo a mi gusto.

La preparé desde agosto, preguntándole si quería regalarlo y recordándole que sus amigas sí irían a la plaza de la catedral para dejar su preciado tesoro. Ella estaba convencida.

Hicimos fotos, lo colgamos en la cola de la bestia y, bueno, luego me di cuenta que realmente no sabía que si lo daba, significaba que ya no lo tendría más.

Pasamos un par de noches chungas. Chungas nivel divorcio en la que mi marido se debilitó ante el ataque incesante del enemigo. Pero yo no. Así que inventé una historia para contarle a mi hija que el chupete no volvería más. Te la comparto al final de este artículo por si quieres adaptarla a tu historia.

Nunca subestimes el poder de una buena historia. Esta se ha convertido en su favorita y desde que existe no ha vuelto a reclamar el chupete

Que sí, que ya sé que es egoísta no dejar que mi hija crezca. Que no, que no es que sea una madre obsesionada por el hecho de que le gustan los bebes. De hecho, jamás me gustaron los niños pequeños.

Pero que mi hija mayor se convierta de la noche a la mañana, en un mes, de una bebé a una niña, es la constatación dolorosa de que empieza una nueva etapa en nuestras vidas.

Y ¿qué quieres que te diga?, yo a veces lo del paso del tiempo no lo llevo bien.

Te comparto aquí la historia que le cuento todas las noches para dejar el chupete.

Había una vez en un país muy y muy lejano…

Una bestia buena que era mitad mujer y mitad dragón y se llamaba Víbria

Ese animal volaba un día por el reino cuando oyó el llanto de una niña y al aterrizar en el bosque para ver si podía ayudarla, se hirió en una ala.

La niña, Brit, lloraba desconsolada porque se había perdido. Había ido a la fiesta mayor del reino y se perdió.

—Brit, ya sabes que los niños deben ir de la mano de sus padres para no perderse ¿verdad? Venga súbete a
mi lomo que te llevo de vuelta.

Pero no alcanzó a alzar el vuelo, porque la herida le impedía volar

— Brit, ¿cuántos años tienes?
—Dos — le contestó la niña dejando de llorar
—Pues hemos tenido suerte, los chupetes de los niños de dos años son mágicos. Si me lo atas a la cola, podré volar.

Y así consiguió la bestia llevar a Brit al pueblo, volando por encima de campos y caminos.

Al llegar al pueblo, la Vibria sabía que si le devolvía el chupete a la niña, no podría llegar a casa ni salir en la
fiesta mayor del año siguiente.

Y como Brit sabía que su chupete era mágico, se lo regaló al animal para que pudiera volar.

Y así fue como la Vibria consiguió llegar a casa y guardó el chupete de Brit en una caja rosa, para atárselo el año siguiente en la cola y volar hasta la fiesta mayor.
colorín colorado, este cuento ha acabado

*este relato lo he inventado con Arlet basándonos en la costumbre de dar el chupete a la Vibria durante las fiestas de Santa Tecla. Y sí, mi hija escogió el nombre de la niña y el color de la caja del chupete. No hay mejor momento en el mundo que cuando nos inventamos cuentos para ir a dormir

Si te ha gustado y lo compartes no olvides mencionarme: el relato es propiedad de la imaginación de mi hija Arlet y no querrás robarle a un niña.

Si la vida te da un respiro…

En esta publicación te cuento la razón por la que llevas unos días sin saber de mí. Y de paso te adelanto algunas novedades.

Por cierto, la frase con la que empieza esta reflexión me la regaló mi hada madrina Puri. Quizá no es el relato que ella esperaba pero por lo menos es la reflexión más personal que he hecho hasta el momento.

Si la vida te da un respiro, respira sin pensar. Porque nunca sabes cuándo tendrás otra vez la oportunidad de parar.

A mí parar me cuesta mucho. Tengo ese chip implantado que me dice que estoy programada para “hacer cosas”. Sea lo que sea, siempre hay que hacer, hacer y volver a hacer.

Hasta que paré y respiré y entonces me di cuenta que poco me imaginaba yo que el 2022…

sería madre otra vez. Bueno, vale eso sí lo sabía porque terminé el año 2021 con una barriga de ocho meses y medio. Eso no me pilló por sorpresa.

Lo que me imaginaba era que sería el año del mayor cambio de mi vida.

Me hice una agenda, porque yo soy de esas que aún me apunto las cosas en papel (bueno en papel y en la agenda del móvil porque tengo una vida muy atareada). Y no pensé que la usaría para lo que la estoy usando.

Empecé el año de baja (no solo por estar a punto de parir mi segunda pandemial, que también), sino porque pasé un mal embarazo

Empecé el año sabiendo que había algo que no funcionaba

Y ya hemos terminado julio. (Por favor, tiempo, dame un respiro).

Y la vida ha decidido, sin esperarlo, que todo se vuelva inestable, inseguro y bastante locura.

Y la gran novedad de mi vida es que ya no trabajo donde trabajé durante 12 años y ahora tengo que encontrarme. Porque en el momento que me quedé en paro me di cuenta que al no estar trabajando, no me reconozco.

  • No reconozco mi calma. Si esto hubiera pasado hace dos años me hubiera hundido en la miseria.
  • No me veo reflejada en mi ritmo. Parece como que todo se ha pausado
  • No me identifico con mi nuevo yo. Porque llegué a creer que fuera de donde trabajaba no sabría hacer nada más.

Pero resulta que aprendí que mi trabajo no me define. Yo no soy esa Rosa. Soy mucho más que eso (o eso espero)

Y sin darme cuenta, miro mi agenda y ya no tengo que apuntarme cosas como “recordar a Miguel que recoja Arlet hoy que tengo no se qué” o “ comprar leche para Cloe»

Ahora me apunto cosas como… “Vas tarde con tu nuevo proyecto, haz el favor de focalizar.”

Bueno, a Cloe le sigo comprando leche pero no tengo la cabeza tan bloqueada como para tener que apuntarlo en la agenda.

Poco me pensaba yo que el 2022 cambiaría mi vida de esta manera. Sinceramente.

Los cambios asustan. Pero a veces los cambios que te obliga hacer la vida son necesarios. Me he dado cuenta que las cosas que no esperamos nos hacen reaccionar o hundirnos. Por suerte esta vez yo he decidido reinventarme.

Y por esto hace días que estoy en silencio, porque después de gestar y parir pandemials, si eso no fuera poco, he dado un giro radical a mi carrera. Y eso me ha dejado un poco descolocada.

Aunque si me conoces un poquito sabes que yo por la vida voy con plan b, c y hasta z si es necesario. Nunca dejo nada al azar. Siempre hay que ver todas las opciones. Obviamente llevo un Excel de todas las posibles soluciones a este problema pasajero.

Solo quería decirte que he vuelto. Vuelvo con ganas a escribir de todo, a leer de mucho y a reflexionar sobre maternidad de vez en cuando.

Así que me he tomado un respiro, que espero que no me hayas echado de menos, pero te aseguro que poco a poco volveré con novedades fantásticas. Así que si ya estás suscrito/a al blog serás la primera persona enterarte.

Y si no estás suscrita/o, pues no seré yo quien te diga que ya vas tarde 🙂
(para suscribirte, al final de la página de «quién soy» encontrarás una cajetilla para poner tu mail. Sí, lo sé, no es muy fácil, estoy trabajando en cambiar la web y vas a aluciflipar con la nueva)

¡Nos leemos!

A veces, ser madre me supera

Foto de Blasco Visual Studio

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Ya has pasado por la rabieta de ir a buscar al gremlin al cole y que te la lie porque no quiere subir al coche. Obviamente, tú has intentado evitar el momento dejando que jugara durante una hora en el parque de al lado de la escuela. Pero te voy a decir algo: las rabietas no se pueden evitar.

Se acompañan, pero no se evitan.

Tu hija ya te ha avisado a su manera que eso solo es un preámbulo de la posible explosión de lloros y gritos que vendrá cuando ya esté tan cansada que no sepa si quiere dormir, cenar o tirarse por las escaleras haciendo surf encima de una toalla.

Y tú a las seis y media ya has agotado toda la empatía y paciencia que tenías para pasar el día. TODA. Con lo que cuando ya ves que tira el yogur, porque… quería sacar la tapa ella, pero no podía, te ha pedido ayuda y, cuando lo has abierto, le has hecho la putada más grande del mundo porque quería hacerlo ella, entonces ya dices “mira, que llore y ya se cansará”.

Meeeeeeh. Error. Alarm. ALARM.

Y ya la tienes: niña en el suelo, dándose de cabezazos contra el mármol porque el bubú (yogur para los mortales) se ha caído. Y tú intentas explicarle que hay una gran diferencia semántica entre “caer” y “tirar”, pero eso le da igual, porque para ella se ha caído y que le digas que lo ha tirado aún le enrabia más.

Entonces decide quitarse la ropa y el pañal. Llora más porque se acaba de mear encima. Resulta que la niña te ha salido fina y lo de mojarse no le va. No quiere ducharse, no quiere el biberón de ir a dormir, no quiere chupete, no quiere dormir. Ahora sí quiere dormir, pero cuando la pones en la cuna lo que realmente quiere es ir a la bañera.

Y entonces tú colapsas. BOOOM, neuronas fuera.

Si ya has pasado por la aDOSlescencia, sabrás de lo que te hablo. Y coincidirás conmigo que como persona adulta con carrera, másteres, dotes de liderazgo, gestión de equipos y todas esas mierdas, en el fondo eres un mar de incompetencia.

Sí, a mí también me ha pasado. Me doy cuenta que tengo un tiempo límite para las rabietas que suele rondar la hora y media. A partir de ese momento, sin querer, me pongo a su nivel, olvido que es una bebé gestionando emociones y me vuelvo loca.

Bien, aquí es donde aparece mi colega: la culpa.

Culpa porque hoy le he gritado a mi hija, porque al final he tenido que sobornarla en plan “si no te pones el pijama, no te doy el chupete” (lo sé, súper Montessori, no me juzgues), porque de dentro me sale eso con lo que nos hemos criado (una buena hostia a tiempo…) y porque, ¡qué coño!, yo no tengo ni idea de criaturas, ni de bebés, ni de niñas que están en pleno descubrimiento de su carácter.

Y yo me pregunto, ¿para qué tanta formación si en lo más importante de la vida no sé como reaccionar? Pues para nada. Así de claro te lo digo. Un MBA que te prepara para llevar equipos y proyectos no te enseñará a gestionar dos bebés. De hecho, tener dos gremlins se asemeja muy poco a gestionar un grupo de veinte adultos con sus egos y sus mierdas. Bueno, en algo sí se parece: todos tienen mierdas y egos. Y el ego de mi hija me deja aluciflipada cada día.

Te diré más: cuando llega este punto en el que yo me pongo como un gremlin mojado y me transformo en el monstruo de las tinieblas, me ayuda mucho la distancia. Sí, sí, has leído bien. la distancia.

Llamo a Miguel y me aparto.

Y lloro. Porque llorar es lo único que me sana a veces. Derramo lágrimas por lo que he hecho mal ese día, me revuelvo en la culpa como un cerdo en el barro y respiro. Y me jode profundamente ver como, al llegar él, mi hija se convierte en un animal achuchable y mientras la oigo reír, yo me hundo más en ese sentimiento.

Pero luego pasa. Y sé que al día siguiente lo haré mejor.

Así que en conclusión: me encanta ser madre, pero a veces ser madre se me queda un poco grande.

Recuerda: lo estás haciendo bien.

Todo pasa (y otras cosas que una madre no necesita escuchar)

Foto de Blasco Visual Studio

“Todo pasa” es una de las frases más repetidas. Ya en sí misma es una frase vacía que solo llena la conciencia de quien la dice. Porque ya sabemos que todo pasa, que nada dura para siempre, que las guerras se acaban. Pero ahora, ahora que estás triste, ahora que te sientes agobiada, sola, sobrepasada, que todo lo haces mal, no te consuela saber que todo pasa. Porque cuando pase, tendrás otras cosas en la cabeza y es ahora que lo estás pasando mal. Y no, ahora mismo no todo pasa.

Hoy vengo a hablarte del posparto. Pero del posparto que tiene más sombras que luces. Porque de las luces hablamos todos. En las redes inunda la positividad tóxica, las super mamás que lo pueden todo y no les falta nada, los bebés vestidos de blanco sin una mancha de leche agria, las parejas felices que se miran a los ojos con dos niños pequeños sonriendo. De cara a la galería todo es tan bonito, tan perfecto, tan armónico, que las sombras se disipan entre tanta sonrisa.

Pero no le vamos a dar solo la culpa a las hormonas de las sombras. Sí, es verdad, las hormonas son una mierda, pero no son todo lo que pasa en el posparto. Esas pequeñas cabronas no ayudan, nada, pero son tan invisibles que mucha gente cree que no existen. Hay gente que piensa que lo de las hormonas es una excusa que nos inventamos para poder justificar nuestro comportamiento irracional.

“Tienes que encontrar tiempo para ti”. A ver, vamos a ser realistas porque de verdad que esto de llegar a todo nos está hundiendo la vida. Sí, soy muy consciente que antes de ser madre, soy persona, y mujer, pero… con dos bebés en casa y una de ellas con escasas semanas, ¿en serio te crees que hay una remota posibilidad que tenga tiempo para mí? Si lo tuviera, probablemente me tomaría un gin-tonic en un bar con alguien con quien realmente quiera invertir mi tiempo. Gracias por decirme esto, pero hoy aún es pronto para el tiempo para mí.

“Tenéis que encontrar tiempo para vosotros”. Llegamos a la cama tan cansados que a veces me doy cuenta que en todo el día ni nos hemos mirado a los ojos. En un posparto inmediato el “nosotros” pasa a un segundo (o quinto) plano. En un posparto con dos bebés, el “nosotros” se diluye entre los biberones, las rabietas, las cacas explosivas y la vida entera. No, ahora no podemos encontrar tiempo para nosotros, porque primero tenemos que recolocarnos, reestructurarnos y encontrar nuestro sitio.

Y no me malinterpretes: el tiempo en pareja, solo dos, es muy importante. Lo sé, la teoría me la sé. Te lo juro. Pero también me sé la realidad: estoy en un momento en el que no me planteo aún dejar a Cloe con nadie (ni siquiera dejo que nadie la coja) y Arlet está en plena aDOSlescencia así que no quiero que nadie cargue con sus rabietas. Así que asumo que la pareja se ha puesto en pausa. Vendrán momentos para nosotros dos, incluso viajes o fines de semana. No sé si será en seis meses o dos años, pero sé que volverán las citas en la playa, las noches sin terrores nocturnos y los días que por fin tengamos un segundo para mirarnos a los ojos y reconocernos. Pero ahora no es ese momento. Ahora toca asumir cada uno su rol, transitar con nuestra bebé mayor el cambio, cuidar de nuestra bebé pequeña y darle el vinculo que necesita sin interferencias.

Eso no significa que nos dejemos de querer, que incluso durmamos abrazados o que no nos robemos besos. Solo significa que ahora el rol que tenemos durante unos meses es el de padre o madre. El de marido y mujer volverá, cuando todos nos encontremos.

“Tienes dos hijas preciosas deberías estar contenta” Estamos de acuerdo: tengo dos hijas preciosas, pero el plural a veces me abruma. Me siento sobrepasada, regularmente triste y a menudo la más incompetente de mundo mundial. Lloro todos los días por chorradas y como ya te he contado tengo que asumir que esto es temporal, pero la temporalidad duele y ahoga. Y todo ese dolor, las lágrimas y el estrés no me lo va a curar el hecho de tener dos hijas que son un milagro.

“A ver, que tú querías tener hijos, no se porque te quejas”. Pues me quejo porque me sale de los ovarios, no te digo… me quejo si me da la gana. Sí, he escogido yo ser madre, y doy gracias por haber podido escoger, pero es que a veces parece como que si querías tener hijos ahora no te puedes quejar. Me quejo porque me paso el día con un cachorro encima mío, me quejo porque no tengo un minuto de desconexión. Me quejo porque ahora mismo no sé quién soy. Me quejo porque tengo todo el derecho del mundo a quejarme. A ver si por el hecho de ser madre se me ha revocado el privilegio de poder compartir mis mierdas.

Así que si algún día escuchas a una madre quejarse, no le digas nada de eso. No ayudas. Si quieres ayudar, llévale túpers, escúchala sin darle soluciones o regálale un masaje. Porque muchas veces simplemente necesitamos vomitar lo que nos pasa por la cabeza, como una vía de escape, pero lo que definitivamente no necesitamos son juicios de valor.

Cosas que no deberían darnos miedo

Foto de Blasco Visual Studio

Hoy vengo a hablarte del miedo durante el parto. Ojalá pudiera empezar diciendo algo así como “estos son los miedos más habituales de un parto en situación normal”. Lo que pasa es que, siendo sincera, lo de “situación normal” ahora mismo suena a broma del mal gusto, así que voy hablarte de los miedos en una situación apocalíptica y que nadie debería padecer.

Escribo esto desde lo que creo que es una crisis de fatiga pandémica que se ha agravado después de unas segundas Navidades atípicas, tan atípicas que no ha habido ni comidas familiares, ni sobremesas y, por no haber, no ha habido ni turrones (gracias diabetes gestacional, un detallazo). Escribo diciéndote algo que ya sabes: mi primera hija nació el 12 de marzo de 2020, pasé un posparto pandémico apocalíptico. Sufrí una perdida (temprana, sí, pero una pérdida al fin y al cabo)el 5 de enero de 2021, sola en urgencias sin mi compañero. Y voy a parir mi segunda hija con fecha de parto prevista el 16 de enero de 2022, sí, en plena sexta ola. O sea; tengo un máster en gestar y parir pandemials. Así que lo siento pero me voy a permitir un poquito de “estoy hasta los ovarios” porque todo apunta que no voy a tener nunca una gestación “normal”. No de nueva normalidad, no. A mí esto de la nueva normalidad me parece una patraña que de normal tiene lo que yo te diga. Me refiero a tener un embarazo, un parto y un posparto de la era antes del puto bicho. Creo que jamás tendré esa oportunidad porque de momento no está en mis planes ser trimadre.

Antes de nada quiero decirte que sí, que ya lo sé, que todos estamos viviendo la pandemia cada uno con nuestras mierdas. Que sí, que también lo sé, que la vida sigue. Me harté de oír estas cosas durante el posparto de Arlet, cuando estábamos confinados y parecía que no tenía derecho a quejarme porque “a ver un posparto tampoco es para tanto, que estás confinada como todo el mundo.” “Es que solo te quejas, todos lo estamos pasando mal”. Pues mira, me quejo si me da la gana. Y no, no espero que me den una medalla por ser madre, porque seguramente ya habrás oído eso de “ tienes hijas porque quieres”, pero las madres, como todos tenemos derecho a decir lo que nos apetezca, por mucho que ser madre sea algo que hayamos escogido nosotras. Y un embarazo es una situación ya de por sí incómoda, y ya genera unos miedos (cada futura madre tiene los suyos propios), como para tener que vivir con miedos ampliados por un virus que parece que no nos ha enseñado nada en dos años.

Una futura madre no debería pasar sus tres últimas semanas de embarazo encerrada y aislada del mundo. A ver, que tampoco soy una persona extremadamente sociable, la verdad es que soy de poca gente y bien escogida. Y después de todo esto: de la brutalidad del maternidad, del distanciamiento de la pandemia, del encerramiento físico, pues la verdad es que interactúo aún con menos gente que antes. Pero con unos pocos no significa que no los necesite. Pues con esto de la sexta ola, de las situación extrema y los contagios, hace muchos días que no veo muchas caras diferentes. Tengo mucha suerte que Miguel y Arlet me caen mínimamente bien, pero, en serio, necesito perderles de vista un ratito (y estoy segura que ellos a mí también)

Jamás debería darnos miedo parir solas. Jamás. Pues bien, si das positivo en Covid en el momento del parto, ¿adivinas qué va a pasar? Pues que parirás sin acompañante. Sí, sí, el padre de tu hija o hijo no podrá estar presente. No sé qué pasa si él también es positivo. No tendría mucho sentido que no pudiera estar contigo estando los dos contagiados pero, vamos, no me sorprendería tampoco. En mis peores pesadillas me imagino en una sala fría con un foco en la cara, tumbada y con una matrona vestida de extraterrestre y la oxitocina sinceramente no la veo por ningún lado.

Sí, sé que me pongo en lo peor, pero el parto de por si da miedo. De hecho podría decirte que me da más miedo este segundo parto que el primero. Seguramente porque en el primer parto quedaban aún dos días para que el mundo se volviera una serie mala de zombies. También porque en el primer parto tienes miedo a lo desconocido, en el segundo tienes miedo porque ya sabes lo que es. Quizá como mi primer parto fue tan relativamente fácil, no me acabo de creer que pueda tener tanta suerte y tener uno igual de bueno, pero bueno esto es paranoia normal y aceptable, no viene por la pandemia.

Una embarazada en sus últimas semanas de embarazo no debería preocuparse porque la trasladen de hospital en plena dilatación. Porque resulta que los partos con positivos de Covid se centran en un hospital en mi ciudad. Es una decisión totalmente comprensible, ya que en el sitio que me toca parir no hay la posibilidad de aislar a la parturienta, con lo que todos los partos de mujeres positivas se derivan a otro hospital, a no ser que llegues en expulsivo, que entonces pues obviamente hacen lo que pueden con lo que tienen. Si ya lo sabes cuando te pones de parto, bueno, mira ya vas directamente al otro hospital. Pero… ¿y si no sabes? Estás allí tan ricamente y te dicen “Mira, como solo estas de 4 centímetros y acabas de dar positiva, te vamos a trasladar.” Me imagino el percal, el susto y la angustia y sinceramente me toca la moral.

En las últimas semanas de gestación, no deberías tener que preocuparte por si te toca parir con un equipo médico que no conoces. Porque obviamente si te trasladan de hospital no vas a conocer la gente que te va atender. Y en un parto la confianza con quien te atiende lo es todo (o casi todo que tú también pones lo tuyo). Yo en mi hospital voy tranquila porque conozco el equipo. Vale, no todos me gustan y tengo mis preferidos/as, pero los conozco. Si doy positivo en el momento del parto (o antes del parto y estoy en los diez días de aislamiento… ¡Ah! No.. espera, ahora se ve que solo son siete días) pues, ale, ¡a la aventura!

Y durante las últimas semanas de embarazo deberías recibir todos esos abrazos que necesitas. En cambio ahora toca ir por la vida evitando el contacto con tu propia familia que para ti se han convertido en armas de destrucción masiva andantes. Y encima tienes que lidiar con la incomprensión, con la gente que no entiende que quien va a parir sola y aislada si dieras positiva eres tú y no ellos. Porque es muy fácil opinar desde la barrera. Ahora… vivirlo cada una lo vive como puede.

Y encima me da por pensar no solo en el parto, sino en el posparto. Con Arlet fue fácil gestionarlo: confinamiento, 0 visitas, 0 opiniones no pedidas. Pero con Cloe estaremos en plena ola y a ver cómo le hacemos entender a la gente que el virus sigue ahí, que la bebé es muy pequeñita y que no me apetece nada que se contagie, con lo cual no hace falta que te acerques. Pero sinceramente, ya tengo demasiada comida en mi plato para ocuparme del postre.

Me gustaría mandar un abrazo a todas estas embarazadas que están en la recta final, sufriendo por lo que pasará en los próximos días. A todas y cada una de vosotras: no estáis solas. Tu miedo es tuyo y lo gestionas como mejor sabes. No permitas que nadie te menosprecie y haz lo que creas que es mejor para ti y tu bebé. Si quieres aislarte, hazlo. Si quieres hacer vida normal y abrazar a tus padres, hermanos, sobrinos; hazlo. Lo que hagas, estará bien. Porque a este paso no sé si será peor pillar el puto bicho o acabar todas locas y desquiciadas.

El peso del embarazo

Cuando te quedas embarazada y a todo el mundo le preocupa tu peso… eso sí que es un tema sobre el que deberíamos reflexionar todos. Porque es muy agotador. ¿En qué momento se considera socialmente correcto opinar libremente sobre un cuerpo ajeno? ¿Tú vas por la vida opinando impunemente sobre los demás en su cara? Estoy segura que no. Entonces, ¿por qué coño cuando hablamos con una embarazada una de las preguntas que hacemos se refiere al peso?

Me ha costado muchos días escribir sobre la maternidad. Era muy difícil para mí hablar de algo sin poder contarte que vuelvo a estar embarazada. Cualquier cosa que escribía no sonaba a mí porque la censuraba esperando que pasará el temido primer trimestre y pudiera por fin cagarme en todo (de nuevo) libremente.

Me han felicitado por mi peso. Creo que no me había pasado en la vida, te lo juro. He cambiado de comadrona. En este segundo embrazo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para lidiar con una persona que me llegó a decir cosas como “uy, esta niña es muy grande van a tener que cortarte para que salga”. Sí, sí, existen profesionales de este tipo, del tipo que cuando te subes a la báscula te dicen, “¿pero has visto esto?” Sí, lo he visto. También vi todos mis fantasmas adolescentes volar por encima de mi cabeza a cada gramo que subía, a cada bronca.

Durante mi primer embrazo comí súper bien e hice deporte hasta la semana 38. Te aseguro que independientemente de los quilos que ganara, que no eran una consecuencia de hacerlo mal ni de ponerme hasta el culo de pasteles, estaba sanísima. Tuve un posparto fácil (físicamente hablando, obviemos la pandemia). En este segundo embrazo me esta costando un poco más, para empezar empiezo con cinco quilos de más. Me subo a la báscula y antes que la comadrona me dijera algo ya le recordé que mi hija había nacido hace un año y ella me contestó “ está claro, aún estás en posparto, ¿qué esperas? Es lo más normal del mundo.” ¿Por qué ni conocí en mi primer embarazo a este amor de mujer?

He llegado a oír cosas como “ bueno ya he perdido los X quilos que gané porque lo hice muy bien y, claro, así es fácil” dicho por alguien que había parido un mes antes. Porque lo había hecho bien. ¿Bien según quién? Según unas tablas que dicen que deberías engordar nueve quilos. Claro, porque todos los cuerpos son iguales y deben regirse por la misma tabla. A mí, lo siento, me enerva de sobremanera oír a madres hablar así a otras madres. A ese tipo de comentarios lo que me sale preguntar es “Ah ¿sí?, qué bien ¿y te has recuperado igual de la vagina?” Porque claro, puedes haber perdido todo el peso pero es que a lo mejor tu suelo pélvico se va cayendo por el camino, porque para ti lo importante es el peso, pero para mi lo importante es que no se me caiga el útero cuando salte con mi hija en una cama elástica. Mira tú, cada uno tiene sus preocupaciones, lo mío con el suelo pélvico es una obsesión.

¿Sabes si esa madre la que estás preguntando cuánto ha engordado ha pasado un buen embarazo? No, no tienes ni puta idea. No sabes si tuvo crisis de ansiedad o si psicológicamente estaba hecha una mierda. No lo sabes. Pero te preocupa su peso. ¿Cuánto ganaste en el embarazo? ¿Y a ti que te importa? ¿Cuántos quilos llevas en este embarazo? Pero a ver… ¿te pregunto yo, no sé, si has engordado este verano?

Focalizamos en el peso y nos olvidamos del resto. Nos obsesionamos con eso y descuidamos nuestra psique. Y lo peor es que el peso es algo que tienes que justificar al médico, a la comadrona, que bueno hasta ahí, pues mira, lo puedo medio entender. Pero en serio ¿también necesitas justificarlo con el resto del mundo? ¿No es suficiente mierda tener que vivir con náuseas, mareos, una barriga que te choca en todos lados y encima aguantar el inicio de las rabietas de tu hija mayor, que en realidad no es mayor, como para que encima te pregunten por el peso?

Pero es que no es solo durante el embarazo, en el posparto también, la gente te mira y te dice con sus dos ovarios o cojones, “Uy, aún te queda por perder” o “Ala pero si te has quedado igual que antes” o “ te has quedado chupada de dar pecho, tomate un potaje y engorda” o lo que sea.

Y si en vez de eso practicamos más el preguntar a alguien que está embarazada o acabada de parir un sencillo “¿cómo estás?”. Porque te aseguro que poca gente se acuerda de hacer esta pregunta y de quedarse a escuchar la respuesta.

Un año, cinco canas y una pandemia después

El doce de marzo de 2020 fue un día especial. Ya te conté que no recuerdo mucho del parto y lo que sé de él me lo contó mi marido, pero fue un día que inevitablemente nos marcó la vida a los dos. Tal y como te conté en el relato de maternidad “Y el mundo cambió” resultó que algo tan natural como el nacimiento de una hija quedó velado por un cambio que nadie vio venir: una pandemia.

La semana pasada mi hija cumplió un año e, inevitablemente, la pandemia también. Me gusta pensar que mi pandemial (que es como se les llama a los niños nacidos en época COVID) será una mujer de carácter y especial. No puedes no ser especial y haber nacido en pleno caos apocalíptico. Ser especial es casi una obligación en este caso.

No voy a entrar en tópicos tipo que pasa muy rápido. Porque todo depende. Sí que es verdad que un día le haces una foto a tu hija caminando como Frankenstein y no te puedes creer que eso haya salido de ti. Por un agujero diminuto. Y aún más increíble: se ha horneado en ti, en una barriga no tan diminuta.

Que la vida nos ha cambiado, pues mira, no tanto. Porque sinceramente en plena pandemia la vida se ha puesto un poco como entre paréntesis. Teniendo o no un bebé este año habríamos ido las mismas veces a cenar fuera (ninguna), habríamos visitado los mismos países tropicales (ninguno) y habríamos discutido las mismas veces entre nosotros (¿no te pasa que a veces la gente con la que convives te cae realmente mal? Creo que es normal, hace un año que vemos las mismas caras una y otra vez, no nos podemos caer bien todo el tiempo). Así que bueno, a efectos prácticos tampoco es que nos haya afectado mucho tener un bebé.

Sí me ha afectado físicamente. Creo que, del esfuerzo de parir, ese día me salieron cinco canas. Sí, sí, no te rías. Cinco. ¿Cómo sé que son cinco y no más? Pues porque antes de irme a dormir le dedico unos buenos minutos a buscar más signos de vejez. No es que hacerme mayor me preocupe en exceso, esto es algo natural, pero la constatación física de hacerse mayor… ¡eso es otro cantar! Porque los quilos se puede ir, pero las canas… las canas llegan para quedarse. Y las podrás teñir, esconder, ignorar, pero estarán siempre ahí para recordarte que el paso del tiempo es inevitable. Me pregunto si realmente fue el parto (te juro que el día once de marzo yo no tenía ninguna cana) o el susto de un toque de queda que nadie se creía muy bien, pero la primera vez que me miré al espejo después del parto, con esa barriga abultada y unas ojeras de oso panda, el descubrimiento de las 5 cabroncetas en mi cabello no ayudó para nada a elevarme la moral.

No te voy a negar que yo siempre he sido una persona reflexiva, pero tener una bebé ha multiplicado por infinito la búsqueda incesante del porqué de la vida en mi mundo interior. Te adelanto ya que sigo sin encontrarlo. Pero sí que me he replanteado muchas cosas. Te voy a ahorrar las reflexiones de cómo ha cambiado mi percepción de la vida laboral al ser madre, o cómo me ha afectado en ese aspecto de mi vida. Pero recuerdo que un día, que estaba en plena ebullición de mala leche, me paré un momento y pensé con qué cara le diría a mi hija que hiciera lo que le gustara, que estudiará lo que le apasionará y que sobre todo fuera feliz. Me miré al espejo preguntándome si yo era el ejemplo de los consejos que pensaba darle en un futuro y me di cuenta que hay algo que sí se nos transforma con la maternidad o la paternidad: tener hijos nos hace querer ser mejores. Ser madre te hace desear ser un ejemplo para tu hija. Procrear, en su esencia, significa convertirnos en una versión más guay de nosotros mismos. Porque al final, lo que toda madre quiere es que su hija, cuando sea mayor, se sienta orgullosa de tener la mejor madre del mundo entero.

Después de mi primer año de maternidad apocalíptica te voy a decir que sí, ser madre ha valido la pena. Ha valido tanto la pena que a veces no me reconozco a mí misma. Como ejemplo te voy a decir que yo siempre he tenido claras dos cosas: la primera era que no me gustaban los niños y la segunda era que si tenía hijos no serían hijos únicos, que tendría dos.

El otro día fui a casa una amiga que tiene una hija de seis años intensa a morir, de esas que piensas “por favor, que se ponga a mirar la tele y que no me pregunte nada”. Mi amiga se me quedó mirando un bien rato mientras yo le hacía un moño a lo Audrey Hepburn a su hija. Sí. Yo. Estaba peinando… una niña… A mí también me cuesta de creer. Su madre, que me conoce muy bien, me interrogaba con cara de “te dije que te encantarían los niños, al final” y yo le devolvía la mirada de reojo, como ignorándola. Cuando terminé de peinarla, la niña me dio las gracias y me pidió que le enseñara a hacerlo a su madre para que la pudiera peinar igual cuando yo no estuviera. Si me llego a despistar, la niña casi me da un beso. No ocurrió, pero estaba tan contenta de mis dotes profesionales de moños molones que se le pasó por la cabeza y yo, pues ¿qué quieres que te diga? ¡a la mierda la distancia social! Me di cuenta que esa niña me gustaba y casi me da un paro cardíaco.

Eso me lleva a mi segunda verdad vital absoluta: yo siempre he querido tener dos hijos. Niño y niña. Ahora me sorprendo al pensar lo bonito que sería tener un gran familia de tres bebés. ¡Tres o más! Cuando se lo digo a mi marido me mira con cara de “claro como tú tienes un sueño tan profundo que no oyes llorar a tu hija por las noches, te da igual cuántos hijos tengamos” y luego me insulta mentalmente. Obviamente no me lo dice, pero yo sé que por dentro piensa que me estoy volviendo loca.

Así en conclusión: es un milagro que después de cinco canas, una pandemia y un primer año de maternidad aún no haya perdido la cabeza. Pero ahora me gustan los niños y ojalá tuviera una familia numerosa.

Sí. La maternidad te cambia. Tanto que a veces ni siquiera te crees que sigas siendo tú.

El parto

En serio, la persona que dijo que los dolores de parto son como reglas un poco más dolorosas era un/a psicópata. O era un tío, o nunca se puso de parto, porque no me lo explico. Voy aclarar aquí que sí; hay mujeres que tienen la suerte de no tener dolor, algunas incluso tienen la suerte de no sufrir. Yo recuerdo que la fisio del suelo pélvico, Blanca, en su preparación preparto nos dijo que parir “dolía que te cagas” pero nosotras podíamos prepararnos para no sufrir, para manejar el dolor, para que él no nos dominara a nosotras.

Mi parto fue inusual, según dicen. A mí me gusta pensar que fue, y ya está. Yo me estaba preparando una maravillosa tortilla para desayunar cuando noté algo raro. Mi madre me escribió en el grupo familiar un “¿cómo está Arlet hoy?” Y yo contesté con un ambiguo “rara, está rara”. Y ella, bruja y categórica como siempre ha sido, contestó “cuando una embarazada está rara significa que está de parto” y yo aquí me rayé. No podía estar de parto, estaba incómoda, cansada, dormida y hambrienta. Me comí la tortilla porque pensé “si te pones de parto, no te van a dejar comer” y créeme un parto es cansado, puede durar horas, es como si corrieras tres maratones seguidas sin la posibilidad ni siquiera de beber agua.

Me pasé de las 10 de la mañana a las 12 aproximadamente decidiendo si esos pequeños dolorcillos/molestias eran contracciones. Recuerdo que me puse a hacer quinoa por alguna razón que solo mi cerebro sabrá. Pero entonces vino la prueba inequívoca que aquello sí que eran contracciones: un dolor de regla intensísimo. Vale, respira, si todas son así, esto lo tienes controlado.

Cuando vi que era incapaz de hacer algo que parece tan sencillo como poner un cronómetro para saber cada cuantos minutos venían los dolores, escribí a Miguel (que se fue tan ricamente a trabajar como un día más) y le dije algo así como “creo que estoy de parto, me iría bien que me controlaras tú el tiempo porque yo no puedo”.

Tenía dolor, sí, pero sin sufrir. Como aún estaba demasiado consciente, por mucho que doliera yo me quedaba encima de la pelota recordando que la comadrona de las clases preparto me dijo “si no quieres epidural, quédate en casa hasta que no aguantes más”. Y Miguel cada cinco minutos me decía “pero ¿seguro que no nos tenemos que ir ya? Hace mucho que estás así”.

Llamó mi hermana para preguntar cómo estaba su sobrina y Miguel con su ingenuidad de primerizo le dijo “ todo bien, solo tiene contracciones cada minutos y medio”. “¡Joder, Miguel, que mi hermana está de parto!”. Entonces él me miró y me dijo “Cariño, que tu hermana dice que estás de parto” y le devolví una mirada de contracción chunga y un sonido gutural que él llegó a interpretar como “méteme en la ducha y déjame en paz”.

Por la intensidad supe que estaba de parto (en realidad lo estaba desde hacía rato pero yo llevaba una L de novata), o por lo menos lo empezaba a estar. Me quedé en la ducha un buen rato, respirando como si no hubiera un mañana y hablando con mi hija, haciendo pactos inútiles en plan “cariño, si no me desgarras, te prometo que te compraré un iPhone” o “ si no me duele mucho, te llevaré a Disneyland”. Todo seguía su curso. Hasta que salí de la ducha.

Te voy hacer un inciso aquí: yo no recuerdo nada desde el momento que salí de la ducha hasta que me pusieron a Arlet encima acabada de salir del horno. Según Blanca esto se llama “planeta parto”, según parece la mejor manera de parir: la desconexión total de la parte racional del cerebro, la transformación de humano a animal y su consecuente pérdida de filtro entre aquello que piensas y lo que dices. Bueno va, te voy a ser sincera, yo nunca he tenido este filtro, pero en ese momento menos. Todo lo que te contaré ahora me lo ha explicado él, según lo recuerda, y viene sesgado por su vivencia, porque la mía está en algún lugar de mi subconsciente.

Yo quería quedarme en casa hasta que la niña estuviera casi cayéndose entre las piernas, pero al salir de la ducha rompí aguas. Y fueron verdes. Lección uno de primero de columpios de la clase de parto primeriza: si las aguas no son transparentes vete al hospital pitando porque algo está mal. ¡Joder! Salieron verdes, verdes, verdes como la cagada de un pato. Y mi cerebro hizo click: desapareció el dolor para dejar paso al sufrimiento. Las contracciones duelen (si tienes mala suerte y eres como yo), pero las contracciones con bolsa rota desgarran. Imagínate que te abren en canal, te estiran los intestinos y los usan para enrollarte la garganta y estrangularte. ¿lo tienes?, pues esto serían cosquillas comparado con aquello. Recuerdo una sola contracción antes de perder mi conexión con el cuerpo, pero esa fue suficiente para que Miguel entendiera que teníamos que ir cagando leches al hospital.

Entre los muchos superpoderes que desarrollé durante el trabajo de parto apareció el del cambio de sitio instantáneo. Cerré los ojos en el baño de mi casa y aparecí en la recepción de urgencias en medio de una contracción que me hizo ponerme de cuclillas en el suelo y gritar de dolor. Tengo un recuerdo borroso de ver la silueta de mi padre que salió del despacho y bajó al rellano de urgencias para soltarme un casual “niña, ¿pero qué haces aquí en el suelo?”. Con mi carácter lo podría haber mandado a la mierda, pero según parece ya me había partido en dos en medio del parking y en el camino de 500 metros del coche al hospital con los ojos en sangre y un dolor sufrido desde dentro, así que estaba demasiado agotada para ni siquiera intentar contestar. En mi cerebro solo había la idea que eso parecía inminente, que mi hija estaba sufriendo (recordemos que la gremlin cago en mi útero) y que era tan intenso que podría haber parido allí mismo en el pasillo. O eso creía yo.

Entré en la zona de maternidad a las 15.25 gritando que necesitaba antibiótico (me he olvidado de decir que di positivo en el estreptococo lo que significa que necesitaba dos dosis de antibiótico para que mi hija estuviera a salvo de bichos, sí, una de las muchas cosas del embarazo, las bacterias vaginales es lo que tienen). Una de las comadronas salió corriendo al unísono de mi contracción arrebatadora que dobló e hizo que diera un golpe a una bandeja llena de utensilios médicos que quedaron desparramados por el suelo a modo de caos profundo. En ese momento hubiera cogido un bisturí y me hubiera cortado las venas, y probablemente hubiera dolido menos que mi útero.

Tengo algún que otro flash de pequeños momentos. Recuerdo que mientras me desvestía la enfermera/comadrona/auxiliar o persona no identificada me dijo algo así como “contrólate” y yo la miré con una cara de esas que te dan una hostia mental de las que te quedas medio lerdo para el resto de tu vida. A eso yo le llamó empatía de mierda, lo siento. He de decir que luego la chica fue super amorosa y encantadora y respetuosa, que me dio un acompañamiento que le deseo a todas las parturientas del mundo mundial. Pero, tía, es que no entraste con buen pie.

Mi marido estaba aún con los papeles, la admisión o con lo que fuera y entonces la comadrona me dijo “ahora te pondremos la epidural” por lo que se ve yo ya iba preparada para eso y murmuré un “no quiero epidural y no me toques” muy digno y poco convincente. Mi marido entró y escuchó a las dos enfermeras susurrando con cara de flipe “¿ha dicho que no quiere epidural?” Entonces entró el ginecólogo (que dicho sea de paso me parece un hombre entrañable y fue magnífico conmigo) y me soltó algo así como “Mujer, Rosa, creo que ahora ya no tienes dolor, tienes sufrimiento, y si sufres esto va a ser muy largo, bueno vamos a ver cómo estás y luego decidimos, ¿vale?”

Y estaba… de tres mierda de centímetros. Lo digo así, porque no sé como expresar la desesperación que en ese momento demostré, fue como un jarrón de agua fría que me desencadenó en una angustia incontrolable. Porque con tres centímetros te podrían mandar a casa. He de reconocer que a mi me dieron un trato VIP y nadie, en mi estado de alteración de conciencia, sugirió que me volviera por donde había venido. Quizá porqué no había ningún parto en ese momento, quizá porque les apetecería hacer su trabajo, quizá porque me vieron incapaz de hacer nada que no fuera gritar, o porqué simplemente les di pena.

Creo que mi marido me pidió replantearme todas las ideas preconcebidas que había madurado durante los últimos 9 meses. Me dijo algo así como “¿te acuerdas cuando la comadrona nos dijo que aceptáramos cualquier forma en la que Arlet decidiera venir al mundo?” Pues, joder, podría haber escogido una menos dolorosa.

Allí había amor a raudales, lo digo en serio, las comadronas fueron cariñosas a morir. O por lo menos eso me contó Miguel, que se enamoró de ellas. Es una pena que eso lo haya olvidado y en cambio recuerde a la sin nombre de la anestesista. Porque lo suyo no tiene nombre y yo soy una señorita y no insulto a nadie, o si insulto lo hago con mucho glamour. Entró la chica, según cuentan, en medio de otro dolor de esos que te desgarran el alma y se instauran en el cerebro y tal cual la muy profesional dijo “Ah no, yo así no te pongo la epidural, si no te vas a estar quietecita me marcho y parirás con dolor”. Lo dijo con tono y rintintín, que si hubiera dicho con amor «necesito que te quedes muy quieta porque esto es muy delicado y si no lo consigo no te podré poner la epidural y me sabría muy mal porque no te voy a poder aliviar el dolor”, pues mira, la cosa cambia. Pero yo a estas alturas de mi vida ya sé que hay gente imbécil y que en su casa no se lo han dicho, y la ignorancia es muy mala. Estoy segura que esa anestesista es de la misma familia que la mala persona que dijo que las contracciones son como dolores de regla muy fuertes.

Puedo imaginarme a Miguel poniéndose tenso al otro lado de la cortina, vaticinado lo que sería la lluvia de sapos y salamandras que llegó a salir de mi boca ante tal muestra de violencia verbal en una situación tan y tan vulnerable. Seguramente solté insultos poco educados y la miré con esa mirada que solo los que me conocen identifican como el fin del mundo. No sé como la comadrona logró calmarme, seguramente con mucha mano dulce, pero me pusieron la epidural que yo no quería, quizá porque me sentía derrotada, quizá porque en mi cerebro se instauró el «yo no puedo hacer esto” y me rendí. Le cogí el gusto a no sentir dolor, muy probablemente porque pensé que si eso iba para largo, pues lo mejor era que me relajara. Pedí droga dura, para caballos. Y no te vayas hasta que no sienta ni el dedo del pie.

Yo es que soy del todo o nada, si ya no podía tener un parto sin epidural, ya me daba igual todo, así que no sentir nada en ese momento era lo único que me reconfortaba. Miento. Sentir, sentía muchas cosas, lo que no sentía era dolor. Asumí que si solo estaba de 3 cm mi hija no iba a nacer el 12 de marzo, sino el 13. Que en el mundo estuviera a punto de descontrolarse una pandemia mundial es una cosa sobre la que ya hablaré otro día. Yo estaba ahí con mi marido esperando que el tiempo pasará y tan relajada que si me hubieran traído un mojito y una hamaca me hubiera sentido como en el Caribe.

A las 17.17 (hora local del cerebro de Miguel) entró otra vez el médico, yo creo que más porque su jefe (mi padre) pululaba por allí que no porque tuviera la esperanza de que pasara nada. Y al examinarme se ve que soltó algo así como “Ui, niña si ya estás de 8 cm ¿cómo lo has hecho?” y yo, que estaba en el Caribe con mi copa balón y mis rollos, me reí y le dije algo así “ es que yo he entrenado mucho para esta maratón” Nadie me dijo la hora, yo no pensé en preguntar.

A las 18.20 volvió a entrar, supongo que porque sospechó que me habría dormido ante tanta ebriedad. Y al examinarme dijo “ bueno, pues esto ya está, ¿eh? Vamos a tener que empujar” ¿perdona? ¿Vamos a tener que empujar? No, no, no, ¡eh! Que yo no estoy preparada, como que ¿vamos? No, no, voy, que esto es algo que voy a tener que hacer yo. Se ve que le miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas y en algún lugar de mi cerebro se manifestó mi lado racional “Pero a ver, doctor, ¿qué horas es? No, no puede ser, hombre, que hace poco rato que he llegado. Yo aún no estoy preparada para esto, paso. Vamos a esperar un rato.”

Claro, como si esto se pudiera decidir. ¡Olé tú, Rosa!

Parí tumbada, sí, sí, como recomendó que no lo hiciera mi fisio del suelo pélvico, pero tenía, como yo había pedido, droga en sangre por encima de mis posibilidades. Parí tumbada y saqué a mi hija con toda la fuerza que ni siquiera yo sabía que tenía. (Otro día hablamos si te apetece de cómo empodera el momento parto. Algo tan brutal, tan fuerte, nos tiene que hacer sentir todopoderosas, se habla poco de eso, creo yo).

Había varias cosas que me daban miedo del parto antes de ese momento y que marcaron el transcurso de ese día. La primera era tener que usar epidural porque epidural significaba muchas cosas: oxitocina, posible episiotomía, fórceps… Yo es que soy de carácter dramático: si puede ir algo mal, irá mal. Vamos todo lo que yo no quería. Le tenía pánico a que me cortaran, en serio. Y por encima de todo no quería que nadie me practicara una maniobra de Kristeller. Lo tenía clarísimo. Pensaba arrancarle la cabeza a cualquiera que intentara acercarse a mi barriga con la intención de apretar para que mi pequeña alien saliera rápido. Bueno mira, tú, cada uno tiene sus manías.

Por lo que se ve yo iba amenazando al médico diciéndole que no me cortara y él, que debía flipar, me contestaba que “Niña, no te voy a cortar porque sí, solo si fuera necesario”. También amenace a la comadrona cuando se puso a mi lado, “como me aprietes te corto la mano”. Pero ella me tocaba la barriga para saber cuando venían las contracciones, pero yo por si acaso ya la había amenazado.

Mi hija salió al mundo a las 19.05. Con tres pujos y un, “ ¿en serio? ¿ya?”. Según Miguel , mi hija salió haciendo el tornillo porque yo pedí que el médico no la ayudara a salir, que le dejara su espacio, que los bebés, como tú sabes, ya se saben el camino.

Arlet salió al mundo rápido, con ganas de vivir y mucha luz. Y en el momento en que la tuve en mi pecho, el resto de cosas perdieron intensidad. Ahí recuperé la conciencia y perdí la noción del tiempo. Bueno esto lo perdí al romper aguas. Lo que fueron tres horas y media a mi me parecieron un suspiro.

Le canté “On my own” mientras la sostenía encima de mi pecho escuchando su corazón y oliendo su aroma, mezclado de sangre, y vida. Y en ese momento el mundo cambió.

Lo que yo no podía imaginar es que el 12 de marzo de 2020 el mundo no solo cambió para mi, sino para todos.

Hoy entiendo por qué no todos somos hijos únicos: el dolor del parto se olvida. Es como si te resetearan el cerebro al sostener a tu retoño por primera vez. Me pregunto si tuviera un segundo parto si tardaría dos horas en decidir si ese dolor de regla es una contracción o una simple molestia. ¡qué lista es la naturaleza, la jodida!

De Grinch infantil a opositora a súper mami

Foto de Blasco Visual Media.

A mí antes no me gustaban los niños (bueno mi sobrinos sí, pero para un rato porque son intensos a morir) porque me parecían seres extraños que nunca supe cómo manejar. Cuando daba clases de inglés los trataba como adultos, hasta que un niño me pidió que le acompañara al lavabo para limpiarle el culo y yo pensé “¿por qué no se lo limpia él?” Pues obvio… no tiene ni cuatro años. Yo antes era una Grinch de los niños. Ni siquiera cogía bebés porque pensaba que se les podía caer la cabeza. De hecho, no cogí nunca ninguno hasta que nació Arlet y, por ser la madre, quedaba un poco mal decir que me daba miedo que el cuello se le partiera en dos y la cabeza saliera rodando como si de una bola de bolos se tratara.

A Arlet jamás se le ha caído la cabeza. Bueno, de hecho, ella la aguanta desde muy muy pequeña (como salga hiperactiva como su padre, los facturo a los dos a un internado en Irlanda, sin remordimientos, cuando ella entre en la pubertad). Antes de conocerla no tenía ni idea de nada que tuviera que ver con el mundo bebé. Si veía un nene por la calle era incapaz de decir si tenía 2 meses o 10 (aunque ahora las diferencias me parecen obvias), tampoco sabía que los bebés a veces tienen sueño y lloran porque no pueden dormir. Cuando esto le pasa a mi hija de casi 4 meses le digo que cierre los ojos y se relaje (obviamente eso no funciona, pero yo sigo intentándolo).

Me he dado cuenta que miro a los bebés diferente. Y a las madres, también. El otro día me estaba tomado un café sola en una terraza (sí, también oposito a malamadre y me tomo tiempo para mí) y vi un bebé mucho más pequeño que mi hija. Hay dos cosas que me sorprendieron de ese momento. La primera: fui capaz de distinguir que ese bebé no tenia apenas dos meses. La segunda: odié a la madre por estar tan delgada teniendo un retoño de esa edad. Lo siento, pero da mucha rabia ver mujeres en pleno postparto con una figura sin señal alguna de embarazo reciente. Esto debería estar prohibido para preservar la autoestima de las madres cuyo cuerpo va a tardar más de 9 meses a volver a ser lo que era antes (si algún día llega a ser igual, yo a mi entrenadora le he dicho que quiero que mi cuerpo sea mejor que antes, me podéis llamar optimista si queréis).

Ser madre me ha convertido en alguien a quien me cuesta reconocer. A veces me sorprendo cuando mi madre coge a mi hija y camina con ella en brazos como si fuera un saco de patatas y pienso “Mamá, ¡joder! que lo que llevas ahí es mi heredera, no una pelota de rugby”. Pero mi madre ha criado a tres niños con éxito y los tres hemos sobrevivido, así que intento sacarle hierro a la asunto; seguro que de niños sabe ella más que yo. Lo que no me explico es como hemos sobrevivido con mi padre. Supervivencia pura, supongo, el ser humano está diseñado para sobrevivir a pesar de tener padres despistados. Sin embargo me cuesta entender como las madres (en general, no la mía que se guarda mucho de decirme nada) son capaces de dar consejos como si fueran expertas. Tener un niño no te convierte en especialista, yo llevo una L de novata tan grande que puede llegar a doblarme el cuello. Cada niño es un mundo y probablemente a la persona que te está escuchando no necesita tus consejos en plan “yo sé más que tu porque ya soy madre”, sino simplemente quiere desahogarse.

El desahogo es importante. Está bien asumir que no puedes con todo. Esta bien decir que estás hasta los cojones de algo. Porque con una bebé todo parece que es más intenso y dramático (súmele encima tu tendencia innata a ser una drama queen por definición), sin una válvula de escape las posibilidades de estallar son muy altas. Yo llevo 4 meses imaginándome como una olla a presión hirviendo.

Yo antes tenia aficiones, lo digo en serio, me encantaban los restaurantes caros, pasar el día en Barcelona e ir al teatro. En realidad lo que me gustaba era salir de casa, en exceso. Hoy puedo decir que mi pasatiempo favorito es ver como mi gremlin se echa siestas a lo rollo koala encima de mi pecho. Es casi tan intenso como una obra de teatro en el TNC, solo que las siestas son gratis y van sin IVA. Jamás hubiera pensado que me apetecería tanto estar en casa. De hecho el plan para salir y separarme de ella tiene que compensarme y mucho, sino directamente digo que no puedo, que no me apetece o que la niña hoy tiene un mal día (sin quererlo se ha convertido en la excusa más rápida y efectiva. Y si alguien la cuestiona, pues la verdad es que tampoco me importa mucho).

Ser madre se ha convertido en mi trabajo favorito, y el que sorprendentemente hago mejor. Esto me hace pensar que quizás he sido una incompetente en los otros trabajos, porque estoy segura que este no lo hago tan bien (al menos no lo hago tan bien como el padre que tiene una paciencia infinita cuando la bebé no puede dormir y, en vez de intentar racionalizar con ella como hago yo, la acuna y la mece hasta que se duerme). Ojalá pudiera ser solo eso, ser mamá, sin importar el resto, me gustaría tener tiempo infinito y regalárselo a ella. Como por desgracia esto no es así valoro el tiempo más que antes. Así de rápido te cambia el cerebro al parir, tus prioridades y tu vida en general.

Sé que me vida no volverá a ser como antes. Mi experiencia vital postbebé me ha cambiado. Ahora mismo los niños me encantan (pero creo que solo mi hija y mis sobrinos, así que quizás sigo siendo la misma persona). Quizá por la pandemia o por la maternidad, o por una combinación de ambas, me gusta más que nunca estar en casa. Me he hecho un master en YouTube con Super simple songs, me paso el día cantado Incy Wincy Spider y Arlet se descojona, me invento historias con los peluches (que obviamente todos tienen nombre muy a Los Miserables: elefantine, león Marius, la rana Cossete y el dudú Jan Valjean. Si no sabes lo que es un dudú no te preocupes, significa que no tienes hijos, ya lo aprenderás algún día). Mi hija me mira como si yo fuera la persona más divertida del planeta. Y esto no hay obra de teatro ni Celler de Can Roca que lo supere.

Reflexión: lo invisible de la felicidad

A veces me siento un bicho raro. Quizá debería existir un examen de aptitud antes que la naturaleza te permitiera quedarte en estado. Hay cosas que nadie te cuenta, y ya no es que no te lo cuenten, sino que te juzgan por contarlas tú.

Yo no firmé ningún contrato con la culpabilidad. Pero desde el primer día el cerebro te programa para sentir el miedo y la culpa. Yo no firme ningún contrato para ser unitema. Estoy embarazada, no me han realizado, que yo sepa, una lobotomía que me ha anulado el cerebro hasta tal punto que soy incapaz de tener conversaciones que no tengan que ver con bebés. Y de vuelta a la culpabilidad: cuando no te comportas como se espera de ti entonces te hacen sentir culpable. Lo tienes todo, debes ser feliz.

Sí, lo tengo todo. Todos los efectos secundarios de los que no te hablan. ¿qué psicópata inventó lo de las nauseas matinales? Eso es una mentira: puedes tenerlas durante todo el día. De hecho puedes llegar a pensar que tienes la gripe, o un virus, antes de recibir la preciosa (y, permitidme que os diga, aterradora) noticia de tu esperado embarazo. Nadie te prepara para el momento del positivo. El negativo es tierra firme; el positivo, arenas movedizas. Esas dos rayitas solo pueden significar una cosa: eso tiene que salir por algún lado, sí o sí. ¡Ai, Dios! Y aquí empiezas a salir de tu zona de confort. Déjame decirte que el embarazo será muchas cosas, pero te aseguro que hay una cosa que no es: confortable.

Una vez superas el primer trimestre, dicen, todo pasa. Bueno, eso lo dijo alguien muy optimista, e ingenuo. Nadie te habla de lo que te pasa por la cabeza y de las cosas que puedes llegar a encontrar en internet: uno de cada tres embarazos no llega a término. Vaya cifra ¿eh? Llevas dos años desparramando espermatozoides para que un campeón llegue a la meta y luego vas al médico estando de cinco semanas y te dice que es demasiado pronto para cantar victoria. Uno de cada tres. Por no hablar que el peligro no termina milagrosamente en la semana doce, ¿por qué nadie te cuenta que la eco de las 20 semanas (a parte de decirte el sexo, si el bebé se deja) te puede decir cosas terribles? Y entonces te entra la paranoia: ¿todo va bien? ¿y si tiene seis dedos? ¿por qué no se mueve? ¿este dolor es normal? Y tus pensamientos apocalípticos derivan en dudas más profundas: ¿Y si no le caigo bien? ¿cómo voy a cuidar de alguien si no sé cuidar de mi misma? ¿Cómo le voy a pagar la universidad?

Pero antes de la universidad pasarás por un embarazo. Y el embarazo no es fácil, bueno en realidad ya nada lo será a partir de ahora. A la que te duela algo y te quejes alguien osará decirte: “¡Ui, qué mal embarazo estas pasando! la verdad es que lo tienes todo.” No, no lo tienes todo, no te preocupes. Es solo que tú sí hablas de lo que tienes.

Apestas. Literalmente te cambia el olor corporal y no hay desodorante que lo cure. Dicen que la naturaleza lo hace para que el bebé te reconozca nada más salir. Aha. Bueno, vale, lo acepto. No voy a salir de casa en los próximos meses hasta que tenga un olor normal.

Dolor. Te duele todo. Bueno a estas alturas no hace falta que usemos eufemismos. Te duele el coño. Le puedes llamar de muchas maneras: pubis, chirri, los bajos, etc. Pero te duele. Y eso nadie te lo cuenta ¿verdad? Nadie te dice: pasé un embarazo genial pero durante los dos últimos meses me dolía tanto ahí abajo que no podía ni caminar.

Aprovecha para dormir ahora que puedes. Claro. Aprovecha mientras intentas girarte en tres fases porque el volumen de tu abdomen no permite los movimientos continuos. Lo que más me sorprende es que este consejo te lo dé alguien que ya haya estado embarazada. ¿tan fáciles son de olvidar las noches en vela antes de parir? ¿En serio? Esto también es un mecanismo de la naturaleza: todas esas madres que te aconsejan dormir han borrado de su memoria el tramo final del embarazo, sino no me explico por qué el mundo no está plagado de hijos únicos.

Hay miles de cosas más que no te cuentan, pero no voy a ser yo la responsable de la extinción de la especie. Si las contara todas, supongo que a nadie en su sano juicio le apetecería quedarse embarazada. Pero ahora, sabiendo lo que sé, me rió al pensar que lo que más miedo me daba era el parto. El parto, queridos míos, será el menor de vuestros problemas.