Sobrevivir a la crianza y un relato para dejar el chupete

¿cómo sobrevivir a que tu hijo se haga mayor?

Encontrarás en esta publicación mi pequeña reflexión sobre la sensación cuando tus hijos crecen sin que tu puedas evitarlo.

Empecemos por el principio.

Soy Rosa y no estoy preparada para que mis hijas se hagan mayores.

Ale, ya está ya lo he dicho, me lo he sacado de encima y ya podemos continuar

Esto esta siendo un poco durillo estos días. No creía yo que tendría este sentimiento de culpa ante todos los cambios que me están atropellando últimamente. No míos, no. Mis cambios los gestiono fatal también, pero no pensaba yo que iba a llevar tan mal los cambios en lo referente a mis hijas.

Te lo cuento porque quizá te sirve, o quizá no, pero mira que me leas para mí ya es un honor así que vamos al grano.

En el último mes mi hija mayor, Arlet, ha evolucionado tanto que no me ha dado tiempo a asimilar que:

  • ha dejado el chupete
  • ha empezado a hablar y a comunicarse como una cotorra. Y no, no sé si lo ha heredado de su padre o de mí
  • está en proceso de dejar el pañal
  • me desafía con la mirada
  • ha aumentado el número de veces que dice NO por minuto. (y son muchas, créeme)

Bien. Quizá ahora estés pensando algo así como “ y la loca esta ¿pensaba que Arlet que ya tiene dos años y medio sería una bebé toda la vida?”. Pues no, pero la constatación de estos hechos me ha llevado a pensar dos cosas: me estoy haciendo mayor y el tiempo pasa demasiado rápido

Y no estoy preparada para ninguna de las dos.

Y quizá ahora dirás “vale rosa, pero el título de la publicación promete que me vas a contar cómo sobrevivir a ello”. Tienes toda la razón.

Te voy a decir que no creo que debas hacerme caso. Yo, como todas las personas con uno, dos o tres hijos, no tengo ni idea de lo que te va a funcionar a ti. Te puedo contar lo que me funcionó a mí, pero no por darte un consejo, sino para que tengas más opciones donde escoger. Darte consejos queda muy lejos de mis competencias.

Bien, al grano.

¿Cómo gestionar que tu hija diga NO a todo?

Difícil solución ¿eh? estoy segura que si has pasado por esta época, a ti también te ha pasado eso de “ como me vuelva a decir no, le pego un guantazo”. Seguramente también el guantazo nunca llegó, pero hay que reconocer que nos cuesta mucho salir de patrones que tenemos tan instaurados.

Primero de todo, el guantazo es el último recurso cuando ya no te queda razón. Digamos que seguramente a Putin le dieron unos cuantos sus padres. Recuerda que no eres peor madre o padre por tener este sentimiento en el que llegas a un punto en el que tu hijo o hija te lleva al límite y colapsas.

Te cuento lo que yo hago por si te sirve. Que ya te digo que no siempre soy racional y pierdo los papeles nivel huracán ¿eh? no te vayas a pensar que soy aquí un espíritu zen que va levitando por la casa.

Lo que yo hago es darle dos opciones. En vez de decirle que recoja algo, le pregunto si prefiere recoger sola o que yo la ayude. Si te fijas, cuando hay dos opciones hay menos probabilidades de que te diga que no, porque el no solo pega con una pregunta cerrada, no con una pregunta multiopción.

Parece una tontería y quizá ahora estás pensando que si me creo Maria Montessori. Esto no lo he inventado yo, lo he leído en algún libro y lo comparto contigo por si te sirve

¿Qué hacer cuando tu hija te desafía con la mirada?

No sé a ti, pero a mi me enerva que Arlet haga las cosas intencionadamente en plan “no tires eso” y ella me mire desde su casi metro de estatura y tire lo que sea en mi cara.

He leído por ahí que hay que educar menos en el no y más en el respeto. Más allá de ofrecerles alguna alternativa en plan “¿quieres dejarlo encima la mesa o me lo das a mí?” no se me ocurre nada.

Tampoco creo en el 100% en el refuerzo positivo ese en el que no puedes reñir a tus hijos y todas estas cosas que hoy en día están de moda. A veces no sabemos hacerlo. Y eso no nos hace padres o madres menos cualificados

Dejar el pañal, ¿quién de las dos no está preparada?

Mira esto lo llevo fatal. Yo pensaba que aún me quedaban meses por delante y de repente un día la profe de la guarde me cuenta que en el cole Arlet ya no lleva pañal porque va al lavabo con su amiga Ariadna.

Yo a veces me pregunto si en el cole tienen algún truco que es como “ el gran secreto de las maestras de infantil” y que cuando se gradúan prometen llevarse a la tumba y no compartirlo con nadie. Si no, no me lo explico.

Arlet odia profundamente que le quite el pañal en casa. No sé, quizá es una cuestión de celos, por el hecho que estamos todo el día cambiando el pañal de Cloe. O si no está segura de poder ir a l lavabo a tiempo y no soporta mearse encima.

El caso es que me siento un poco presionada. Quizá en la guarde la ven tan preparada que, sin mala intención, me animan a quitarle el pañal ya.

Me animan, no me obligan. Pero es inevitable que yo piense que soy la peor madre del mundo porque siento que por primera vez le estoy poniendo límites a mi hija.

Sé que esto es algo evolutivo Que si le pregunto a mi hija cuando llega a casa si quiere quitarse el pañal y me dice que no, quizá es o porque no está preparada o porque ella también quiere ese momento que tanto su padre como yo compartimos con su hermana menor.

Así que batallo todos los días con esa voz que tengo en la cabeza, una de ellas, que se divide entre saber que si en el cole es capaz de estar en pañal también lo es en casa y la culpa de no querer obligarla. Y en el fondo no querer que se haga mayor

¿Cuándo dejará de sorprenderme con sus palabras?

Es una pregunta retórica. Sé muy bien que aprenderá a hablar como una adulta. Aunque últimamente me he dado cuenta que ha empezado a usar pronombres y a a hacer frases gramaticalmente correctas.

Eso para mí es un shock. Y un alivio.

Entender que cuando se despierta por la noche es porque tiene miedo, sed o quiere a su padre significa que ya no tengo que batallar con una rabieta que ya no sé de dónde viene. Ahora las rabietas las batallo igual, o peor. Pero saber de dónde viene es pasar a poder conducir otro tipo de vehículo en el carnet de madre nefasta.

Tiene sus cosas buenas, dejando a un lado que la comunicación es de los indicadores más dolorosos que está dejando de ser una bebé. Te diré que esa sensación de escucharle decir “t’estimo” o «te quiero» en castellano me ha impactado tanto que no sabía que el corazón te podía explotar dentro.

Y sí, con esto termino mi momento purpurina. No te preocupes, no quiero indigestarte.

¿Cómo dejar el chupete sin moriren el intento?

Es curioso que algo que le damos a nuestros hijos por nuestro bien, para que deje de llorar, para que se calme, puede ser al mismo tiempo algo que decidimos nosotros también que debe dejar.

Mi hija no escogió llevar chupete. Se lo endiñé yo cuando la segunda noche del hospital pasó de ser un bebé recién nacido adorable a ser la viva personificación de un gremlin mojado.

Arlet no escogió ser adicta al chupete. Se lo di para que dejara de llorar cuando no se podía dormir.

Ella no escogió dejarlo. Yo decidí que era el momento adecuado

En mi ciudad hay una costumbre por la fiesta mayor: los niños atan el chupete a la cola de la Vibria. Un bicho bastante feo a mi gusto.

La preparé desde agosto, preguntándole si quería regalarlo y recordándole que sus amigas sí irían a la plaza de la catedral para dejar su preciado tesoro. Ella estaba convencida.

Hicimos fotos, lo colgamos en la cola de la bestia y, bueno, luego me di cuenta que realmente no sabía que si lo daba, significaba que ya no lo tendría más.

Pasamos un par de noches chungas. Chungas nivel divorcio en la que mi marido se debilitó ante el ataque incesante del enemigo. Pero yo no. Así que inventé una historia para contarle a mi hija que el chupete no volvería más. Te la comparto al final de este artículo por si quieres adaptarla a tu historia.

Nunca subestimes el poder de una buena historia. Esta se ha convertido en su favorita y desde que existe no ha vuelto a reclamar el chupete

Que sí, que ya sé que es egoísta no dejar que mi hija crezca. Que no, que no es que sea una madre obsesionada por el hecho de que le gustan los bebes. De hecho, jamás me gustaron los niños pequeños.

Pero que mi hija mayor se convierta de la noche a la mañana, en un mes, de una bebé a una niña, es la constatación dolorosa de que empieza una nueva etapa en nuestras vidas.

Y ¿qué quieres que te diga?, yo a veces lo del paso del tiempo no lo llevo bien.

Te comparto aquí la historia que le cuento todas las noches para dejar el chupete.

Había una vez en un país muy y muy lejano…

Una bestia buena que era mitad mujer y mitad dragón y se llamaba Víbria

Ese animal volaba un día por el reino cuando oyó el llanto de una niña y al aterrizar en el bosque para ver si podía ayudarla, se hirió en una ala.

La niña, Brit, lloraba desconsolada porque se había perdido. Había ido a la fiesta mayor del reino y se perdió.

—Brit, ya sabes que los niños deben ir de la mano de sus padres para no perderse ¿verdad? Venga súbete a
mi lomo que te llevo de vuelta.

Pero no alcanzó a alzar el vuelo, porque la herida le impedía volar

— Brit, ¿cuántos años tienes?
—Dos — le contestó la niña dejando de llorar
—Pues hemos tenido suerte, los chupetes de los niños de dos años son mágicos. Si me lo atas a la cola, podré volar.

Y así consiguió la bestia llevar a Brit al pueblo, volando por encima de campos y caminos.

Al llegar al pueblo, la Vibria sabía que si le devolvía el chupete a la niña, no podría llegar a casa ni salir en la
fiesta mayor del año siguiente.

Y como Brit sabía que su chupete era mágico, se lo regaló al animal para que pudiera volar.

Y así fue como la Vibria consiguió llegar a casa y guardó el chupete de Brit en una caja rosa, para atárselo el año siguiente en la cola y volar hasta la fiesta mayor.
colorín colorado, este cuento ha acabado

*este relato lo he inventado con Arlet basándonos en la costumbre de dar el chupete a la Vibria durante las fiestas de Santa Tecla. Y sí, mi hija escogió el nombre de la niña y el color de la caja del chupete. No hay mejor momento en el mundo que cuando nos inventamos cuentos para ir a dormir

Si te ha gustado y lo compartes no olvides mencionarme: el relato es propiedad de la imaginación de mi hija Arlet y no querrás robarle a un niña.

Si la vida te da un respiro…

En esta publicación te cuento la razón por la que llevas unos días sin saber de mí. Y de paso te adelanto algunas novedades.

Por cierto, la frase con la que empieza esta reflexión me la regaló mi hada madrina Puri. Quizá no es el relato que ella esperaba pero por lo menos es la reflexión más personal que he hecho hasta el momento.

Si la vida te da un respiro, respira sin pensar. Porque nunca sabes cuándo tendrás otra vez la oportunidad de parar.

A mí parar me cuesta mucho. Tengo ese chip implantado que me dice que estoy programada para “hacer cosas”. Sea lo que sea, siempre hay que hacer, hacer y volver a hacer.

Hasta que paré y respiré y entonces me di cuenta que poco me imaginaba yo que el 2022…

sería madre otra vez. Bueno, vale eso sí lo sabía porque terminé el año 2021 con una barriga de ocho meses y medio. Eso no me pilló por sorpresa.

Lo que me imaginaba era que sería el año del mayor cambio de mi vida.

Me hice una agenda, porque yo soy de esas que aún me apunto las cosas en papel (bueno en papel y en la agenda del móvil porque tengo una vida muy atareada). Y no pensé que la usaría para lo que la estoy usando.

Empecé el año de baja (no solo por estar a punto de parir mi segunda pandemial, que también), sino porque pasé un mal embarazo

Empecé el año sabiendo que había algo que no funcionaba

Y ya hemos terminado julio. (Por favor, tiempo, dame un respiro).

Y la vida ha decidido, sin esperarlo, que todo se vuelva inestable, inseguro y bastante locura.

Y la gran novedad de mi vida es que ya no trabajo donde trabajé durante 12 años y ahora tengo que encontrarme. Porque en el momento que me quedé en paro me di cuenta que al no estar trabajando, no me reconozco.

  • No reconozco mi calma. Si esto hubiera pasado hace dos años me hubiera hundido en la miseria.
  • No me veo reflejada en mi ritmo. Parece como que todo se ha pausado
  • No me identifico con mi nuevo yo. Porque llegué a creer que fuera de donde trabajaba no sabría hacer nada más.

Pero resulta que aprendí que mi trabajo no me define. Yo no soy esa Rosa. Soy mucho más que eso (o eso espero)

Y sin darme cuenta, miro mi agenda y ya no tengo que apuntarme cosas como “recordar a Miguel que recoja Arlet hoy que tengo no se qué” o “ comprar leche para Cloe»

Ahora me apunto cosas como… “Vas tarde con tu nuevo proyecto, haz el favor de focalizar.”

Bueno, a Cloe le sigo comprando leche pero no tengo la cabeza tan bloqueada como para tener que apuntarlo en la agenda.

Poco me pensaba yo que el 2022 cambiaría mi vida de esta manera. Sinceramente.

Los cambios asustan. Pero a veces los cambios que te obliga hacer la vida son necesarios. Me he dado cuenta que las cosas que no esperamos nos hacen reaccionar o hundirnos. Por suerte esta vez yo he decidido reinventarme.

Y por esto hace días que estoy en silencio, porque después de gestar y parir pandemials, si eso no fuera poco, he dado un giro radical a mi carrera. Y eso me ha dejado un poco descolocada.

Aunque si me conoces un poquito sabes que yo por la vida voy con plan b, c y hasta z si es necesario. Nunca dejo nada al azar. Siempre hay que ver todas las opciones. Obviamente llevo un Excel de todas las posibles soluciones a este problema pasajero.

Solo quería decirte que he vuelto. Vuelvo con ganas a escribir de todo, a leer de mucho y a reflexionar sobre maternidad de vez en cuando.

Así que me he tomado un respiro, que espero que no me hayas echado de menos, pero te aseguro que poco a poco volveré con novedades fantásticas. Así que si ya estás suscrito/a al blog serás la primera persona enterarte.

Y si no estás suscrita/o, pues no seré yo quien te diga que ya vas tarde 🙂
(para suscribirte, al final de la página de «quién soy» encontrarás una cajetilla para poner tu mail. Sí, lo sé, no es muy fácil, estoy trabajando en cambiar la web y vas a aluciflipar con la nueva)

¡Nos leemos!

A veces, ser madre me supera

Foto de Blasco Visual Studio

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Ya has pasado por la rabieta de ir a buscar al gremlin al cole y que te la lie porque no quiere subir al coche. Obviamente, tú has intentado evitar el momento dejando que jugara durante una hora en el parque de al lado de la escuela. Pero te voy a decir algo: las rabietas no se pueden evitar.

Se acompañan, pero no se evitan.

Tu hija ya te ha avisado a su manera que eso solo es un preámbulo de la posible explosión de lloros y gritos que vendrá cuando ya esté tan cansada que no sepa si quiere dormir, cenar o tirarse por las escaleras haciendo surf encima de una toalla.

Y tú a las seis y media ya has agotado toda la empatía y paciencia que tenías para pasar el día. TODA. Con lo que cuando ya ves que tira el yogur, porque… quería sacar la tapa ella, pero no podía, te ha pedido ayuda y, cuando lo has abierto, le has hecho la putada más grande del mundo porque quería hacerlo ella, entonces ya dices “mira, que llore y ya se cansará”.

Meeeeeeh. Error. Alarm. ALARM.

Y ya la tienes: niña en el suelo, dándose de cabezazos contra el mármol porque el bubú (yogur para los mortales) se ha caído. Y tú intentas explicarle que hay una gran diferencia semántica entre “caer” y “tirar”, pero eso le da igual, porque para ella se ha caído y que le digas que lo ha tirado aún le enrabia más.

Entonces decide quitarse la ropa y el pañal. Llora más porque se acaba de mear encima. Resulta que la niña te ha salido fina y lo de mojarse no le va. No quiere ducharse, no quiere el biberón de ir a dormir, no quiere chupete, no quiere dormir. Ahora sí quiere dormir, pero cuando la pones en la cuna lo que realmente quiere es ir a la bañera.

Y entonces tú colapsas. BOOOM, neuronas fuera.

Si ya has pasado por la aDOSlescencia, sabrás de lo que te hablo. Y coincidirás conmigo que como persona adulta con carrera, másteres, dotes de liderazgo, gestión de equipos y todas esas mierdas, en el fondo eres un mar de incompetencia.

Sí, a mí también me ha pasado. Me doy cuenta que tengo un tiempo límite para las rabietas que suele rondar la hora y media. A partir de ese momento, sin querer, me pongo a su nivel, olvido que es una bebé gestionando emociones y me vuelvo loca.

Bien, aquí es donde aparece mi colega: la culpa.

Culpa porque hoy le he gritado a mi hija, porque al final he tenido que sobornarla en plan “si no te pones el pijama, no te doy el chupete” (lo sé, súper Montessori, no me juzgues), porque de dentro me sale eso con lo que nos hemos criado (una buena hostia a tiempo…) y porque, ¡qué coño!, yo no tengo ni idea de criaturas, ni de bebés, ni de niñas que están en pleno descubrimiento de su carácter.

Y yo me pregunto, ¿para qué tanta formación si en lo más importante de la vida no sé como reaccionar? Pues para nada. Así de claro te lo digo. Un MBA que te prepara para llevar equipos y proyectos no te enseñará a gestionar dos bebés. De hecho, tener dos gremlins se asemeja muy poco a gestionar un grupo de veinte adultos con sus egos y sus mierdas. Bueno, en algo sí se parece: todos tienen mierdas y egos. Y el ego de mi hija me deja aluciflipada cada día.

Te diré más: cuando llega este punto en el que yo me pongo como un gremlin mojado y me transformo en el monstruo de las tinieblas, me ayuda mucho la distancia. Sí, sí, has leído bien. la distancia.

Llamo a Miguel y me aparto.

Y lloro. Porque llorar es lo único que me sana a veces. Derramo lágrimas por lo que he hecho mal ese día, me revuelvo en la culpa como un cerdo en el barro y respiro. Y me jode profundamente ver como, al llegar él, mi hija se convierte en un animal achuchable y mientras la oigo reír, yo me hundo más en ese sentimiento.

Pero luego pasa. Y sé que al día siguiente lo haré mejor.

Así que en conclusión: me encanta ser madre, pero a veces ser madre se me queda un poco grande.

Recuerda: lo estás haciendo bien.

Todo pasa (y otras cosas que una madre no necesita escuchar)

Foto de Blasco Visual Studio

“Todo pasa” es una de las frases más repetidas. Ya en sí misma es una frase vacía que solo llena la conciencia de quien la dice. Porque ya sabemos que todo pasa, que nada dura para siempre, que las guerras se acaban. Pero ahora, ahora que estás triste, ahora que te sientes agobiada, sola, sobrepasada, que todo lo haces mal, no te consuela saber que todo pasa. Porque cuando pase, tendrás otras cosas en la cabeza y es ahora que lo estás pasando mal. Y no, ahora mismo no todo pasa.

Hoy vengo a hablarte del posparto. Pero del posparto que tiene más sombras que luces. Porque de las luces hablamos todos. En las redes inunda la positividad tóxica, las super mamás que lo pueden todo y no les falta nada, los bebés vestidos de blanco sin una mancha de leche agria, las parejas felices que se miran a los ojos con dos niños pequeños sonriendo. De cara a la galería todo es tan bonito, tan perfecto, tan armónico, que las sombras se disipan entre tanta sonrisa.

Pero no le vamos a dar solo la culpa a las hormonas de las sombras. Sí, es verdad, las hormonas son una mierda, pero no son todo lo que pasa en el posparto. Esas pequeñas cabronas no ayudan, nada, pero son tan invisibles que mucha gente cree que no existen. Hay gente que piensa que lo de las hormonas es una excusa que nos inventamos para poder justificar nuestro comportamiento irracional.

“Tienes que encontrar tiempo para ti”. A ver, vamos a ser realistas porque de verdad que esto de llegar a todo nos está hundiendo la vida. Sí, soy muy consciente que antes de ser madre, soy persona, y mujer, pero… con dos bebés en casa y una de ellas con escasas semanas, ¿en serio te crees que hay una remota posibilidad que tenga tiempo para mí? Si lo tuviera, probablemente me tomaría un gin-tonic en un bar con alguien con quien realmente quiera invertir mi tiempo. Gracias por decirme esto, pero hoy aún es pronto para el tiempo para mí.

“Tenéis que encontrar tiempo para vosotros”. Llegamos a la cama tan cansados que a veces me doy cuenta que en todo el día ni nos hemos mirado a los ojos. En un posparto inmediato el “nosotros” pasa a un segundo (o quinto) plano. En un posparto con dos bebés, el “nosotros” se diluye entre los biberones, las rabietas, las cacas explosivas y la vida entera. No, ahora no podemos encontrar tiempo para nosotros, porque primero tenemos que recolocarnos, reestructurarnos y encontrar nuestro sitio.

Y no me malinterpretes: el tiempo en pareja, solo dos, es muy importante. Lo sé, la teoría me la sé. Te lo juro. Pero también me sé la realidad: estoy en un momento en el que no me planteo aún dejar a Cloe con nadie (ni siquiera dejo que nadie la coja) y Arlet está en plena aDOSlescencia así que no quiero que nadie cargue con sus rabietas. Así que asumo que la pareja se ha puesto en pausa. Vendrán momentos para nosotros dos, incluso viajes o fines de semana. No sé si será en seis meses o dos años, pero sé que volverán las citas en la playa, las noches sin terrores nocturnos y los días que por fin tengamos un segundo para mirarnos a los ojos y reconocernos. Pero ahora no es ese momento. Ahora toca asumir cada uno su rol, transitar con nuestra bebé mayor el cambio, cuidar de nuestra bebé pequeña y darle el vinculo que necesita sin interferencias.

Eso no significa que nos dejemos de querer, que incluso durmamos abrazados o que no nos robemos besos. Solo significa que ahora el rol que tenemos durante unos meses es el de padre o madre. El de marido y mujer volverá, cuando todos nos encontremos.

“Tienes dos hijas preciosas deberías estar contenta” Estamos de acuerdo: tengo dos hijas preciosas, pero el plural a veces me abruma. Me siento sobrepasada, regularmente triste y a menudo la más incompetente de mundo mundial. Lloro todos los días por chorradas y como ya te he contado tengo que asumir que esto es temporal, pero la temporalidad duele y ahoga. Y todo ese dolor, las lágrimas y el estrés no me lo va a curar el hecho de tener dos hijas que son un milagro.

“A ver, que tú querías tener hijos, no se porque te quejas”. Pues me quejo porque me sale de los ovarios, no te digo… me quejo si me da la gana. Sí, he escogido yo ser madre, y doy gracias por haber podido escoger, pero es que a veces parece como que si querías tener hijos ahora no te puedes quejar. Me quejo porque me paso el día con un cachorro encima mío, me quejo porque no tengo un minuto de desconexión. Me quejo porque ahora mismo no sé quién soy. Me quejo porque tengo todo el derecho del mundo a quejarme. A ver si por el hecho de ser madre se me ha revocado el privilegio de poder compartir mis mierdas.

Así que si algún día escuchas a una madre quejarse, no le digas nada de eso. No ayudas. Si quieres ayudar, llévale túpers, escúchala sin darle soluciones o regálale un masaje. Porque muchas veces simplemente necesitamos vomitar lo que nos pasa por la cabeza, como una vía de escape, pero lo que definitivamente no necesitamos son juicios de valor.

El (segundo) parto

Blanca, la fisio del suelo pélvico, siempre nos pregunta en las clases de preparación al parto si es importante la manera cómo venimos al mundo. Es una pregunta que parece sencilla, pero en realidad depende mucho de tus propias creencias: si crees que tu carácter se forma según el estado de ánimo de tu madre durante el embarazo o si, por el contrario, piensas que todo esto carece de importancia. Yo creo mucho en las consecuencias de lo que recibes desde que eres un grupo de células hasta que naces. Y mis dos hijas tuvieron muchísima prisa por nacer. Y la mayor ya empieza a demostrar con su genio que la paciencia no es su fuerte. Igual que no esperó a nacer, ya que salió cual tobogán de parque de atracciones, en su día a día le puede la impaciencia.

En el relato de mi primer parto ya te conté que el que dijo que las contracciones eran como dolores de regla seguramente era un hombre, o nunca había parido. Lo suscribo con el segundo. Las contracciones iniciales de parto sí se parecen a un dolor de regla, pero las contracciones jodidas no se le parecen en nada.

Aunque no era primeriza, me costó identificar si estaba o no de parto activo, porque todo fue muy diferente al parto de Arlet. Cloe llevaba dándome por el saco desde el día 3 de enero, con dolores en los riñones continuos y bastante insistentes. Poco me imaginaba el sábado 15 de enero que ese era el día que la pequeña alien había escogido para nacer.

Ese día nos levantamos, como todos los sábados, gracias a mi gremlin de veintidós meses, demasiado pronto. Por suerte después de una semana de no dormir (yo creo que Arlet se olía que en breve su condición de hija única iba a pasar a la historia para siempre), ese día habíamos dormido más de ocho horas. Yo llevaba una semana diciendo que con el cansancio y las pocas horas de sueño no veía capaz de parir. Pues bien, Cloe tuvo la delicadeza de esperar al día que más he descansado en años.

A las 11:40 empecé a notar esos dolorcillos familiares. Ponerte de parto sola es una cosa, ponerte de parto con una pequeña Mowgli purulando a tu alrededor es una cosa muy distinta. A las 12:40 ya había constatado que esos dolorcillos/molestias venían muy seguidos y, como no tenía ninguna intención de parir en el coche dado que mi anterior parto fue relativamente rápido, decidí que Miguel tenía que llevar a Arlet a casa de mi madre, por si las moscas…

Me senté en la pelota y me dispuse a ver lo que sería la primera pasarela nudista atlética de mi hija: Arlet iba corriendo en pelotas por casa y Miguel iba detrás como pollo sin cabeza. Me reí mucho. Me reí porque no me podía creer que mi hija hubiera escogido ese momento para iniciarse al nudismo. Me reí también porque aunque tenía dolores cada dos minutos, no dejaban de ser molestias y si todo el parto era así iba a disfrutarlo de verdad.

“Ay, hija, con mi segundo parto también solo tenía molestias y mira llegué al hospital con medio cuerpo de tu hermana fuera”. Mi madre, siempre tan maja. Dicho esto decidí truncar el lado naturista de Arlet y pedirle a mi madre que viniera ella a vestirla porque la cosa en casa se estaba poniendo intensa. Y la Mowgli, que hacía cinco minutos corría con unos calzoncillos de su padre en la cabeza, riéndose y escapándose, vio a mi madre y se convirtió en un ángel que se vestía sin rechistar.

Besé y abracé a mi hija porque sabía que esa era la última vez que la abrazaba y besaba como hija única, y eso me dio penita y me trajo mucha culpa. Pero al verla irse contenta con mi madre todo pareció cobrar sentido.

Entré en urgencias a las 13:50. Recuerdo decirle a Miguel de camino algo así como “qué guay recordar el viaje en coche ¿no?” Básicamente porque cuando fui al hospital durante el primer parto estaba en un estado dolor/alteración de consciencia que según Miguel no era yo, era un monstruo tenebroso irreconocible. Pues esta vez disfruté del viaje y en mi cabeza iba pensando que Blanca siempre decía que si podía hablar durante las contracciones, es que aún no era hora de ir al hospital. No solo podía hablar, disfruté de ver el mar desde la ventana, de la música de la radio, de la vida en general como si fuera una hippie en plena fiesta de la primavera.

Y cuando entré en la zona de maternidad miré a mi comadrona, Wendy, que me había llevado durante todo el embarazo de una manera respetuosa y empática y le dije “Ves como tenía que parir hoy, estabas tú de guardia.” Llevaba una semana rezando para ponerme de parto los días que ella estaba trabajando porque no contemplaba que me atendiera cualquier otra comadrona. Y ella me sonrió, sabiendo que por mi manera de hablar no estaba ni de lejos a punto de parir.

Cuando la ginecóloga me examinó y me dijo que solo estaba de dos centímetros y el cuello estaba muy verde pensé que eso se lo podría haber dicho yo, que mis dolores de regla solo eran molestias. Pero mencionó que me mandarían a casa y yo pensé que estaban locas. Miré a la comadrona y con la voz más dulce que supe poner le dije: “Mira, Wendy en mi parto anterior ya sabes que tarde solo tres horas de estar de tres centímetros a expulsar a mi hija. Si me mandas a casa me arriesgo a parir en el aparcamiento y yo no estoy preparada para parir sola”. Y ella me tranquilizó y me dijo que nos esperaríamos media hora a ver si avanzábamos y valoraríamos.

Y a la media hora… me estaba cagando en mi marido, en la madre que me parió y en todas las mujeres de la historia… porque eso empezó a doler como yo solo intuía que me dolió el primer parto. Encima la pelota iba haciendo sonidos prehistóricos mientras mi marido… bueno hacía lo que podía, pobre. Porque si me tocaba, le gritaba que ni se acercara a mí; si se alejaba, le decía que quería mimitos y allí saqué todo mi arsenal de bipolaridad, que ¡ríete tú de Dr Jekyll and Mr Hyde!

A las 16:00 la comadrona me sugirió la epidural, porque ya había llegado a ese punto que yo iba repitiendo “no voy a poder, no voy a poder” a cada contracción desgarradora y le dije que sí, pero que me pusieran una dosis que pudiera caminar. Porque esta vez quería intentarlo, quería poder parir sin tener que tumbarme, quería poner en práctica todo lo que aprendí con el embarazo de Arlet y no pude decidir por bloquearme y pedir que me dieran droga dura para elefantes. Y por suerte, esta vez ella me entendió y lo respetó.

Y allí conocí al amor de mi vida: el anestesista. No sé si recuerdas en el relato del parto de Arlet que la anestesista que me tocó fue la persona más desagradable y falta de empatía que me encontré en mi primer parto. Pues en el parto de Cloe mi anestesista fue … increíble. Germán, así se llamaba, me trató con delicadeza y amor, en ningún momento me riñó por tener contracciones y cuando yo decía “no puedo, no puedo” él me contestaba que claro que podía que las mujeres éramos fuertes, valientes y podíamos dar a luz sin ninguna duda. Me enamoré perdidamente de ese hombre. No dudo que los dos anestesistas que me atendieron en mis dos partos hicieran su trabajo correctamente, pero la primera lo hizo de una forma de mierda y éste lo hizo como deben hacerse las cosas: con comprensión, paciencia y mirándome a los ojos.

Luego me pidió que no me moviera en media hora “son las 16:40, a las 17:10 puedes caminar”. Yo le pregunté hasta cuándo podía pedir la dosis elefante y él se rió y me contestó que hasta la bebé asomara la cabeza. Y yo me volví a trasladar al Caribe, en una playa idílica con mi copa de balón y mis rollos súper zen.

Vino la ginecóloga solo para decirme “lo estás haciendo bien” acariciarme el brazo y mirarme a los ojos. Y eso parece una estupidez, pero que la gente te mire y te vea pues se agradece en momentos así.

Entonces aprovechando que mi comadrona/salvadora pasaba por ahí yo, medio con vergüenza, le dije bajito “creo que me he meado” y ella me sonrió. En serio en este punto cuando todo el mundo ya te ha visto el culo con las batas ridículas del hospital y por lo menos dos personas te han puesto la mano en tus partes para decir “jolin esto va rápido”, ya debería haber perdido la vergüenza. Miró por debajo la sábana, se le pusieron los ojos como platos y llamó a la ginecóloga. “No, cariño no te has meado”

17:00 hora local de mi cerebro. La ginecóloga no tuvo tiempo de ponerse la bata y la comadrona me puso la dosis elefante que yo le avisé que me tenía que poner en el expulsivo. Pero… el expulsivo había empezado antes de que acabará la jeringa y duró… tres minutos. Y mi segunda hija se cagó antes de salir, con los ovarios que ya demostró su hermana cagándose en mi útero y no quiso ser menos. Y cuando salió, tan pequeña, tan indefensa, tan feíta y llena de vida, el mundo se paralizó de nuevo. Y el mundo se congeló cuando el cordón dejo de latir y me la tuvieron que quitar de encima porque sospechaban que había engullido su propia mierda. Recuerdo verla alejarse y volver a los dos minutos que a mí me parecieron siglos y volverla a tener encima y volver la vista atrás y verlo a él, a su padre, emocionado y enamorado como la primera vez y saber que, ahora sí, ya estábamos en casa.

El parto que has tenido, sea por cesárea o vaginal, con o sin epidural, largo o corto, no te define como buena o mala madre. Cada nacimiento es único, irrepetible y debería ser precioso (independientemente de cómo tu bebé decida llegar al mundo). Yo no me merezco un premio ni una alabanza por parir de las maneras que he parido. No merezco que me hagan la ola por no haber necesitado episiotomía o fórceps. Este solo es mi relato de parto, mi manera de no olvidar, porque me doy cuenta que con el tiempo es posible que las imágenes de los dos partos se confundan, se desdibujen o transformen. Y esos dos momentos de mi vida, ese momento de ver por primera vez la cara de mis hijas al nacer, son los más intensos y potentes que viviré jamás. Porque no hay nada comparable con dar a luz. Por muy doloroso que sea.

Y no podemos controlar cómo será el parto. Pero sí podemos planear quién nos va acompañar en el proceso: una buena entrenadora que entienda como Thais todo lo que representa un embarazo, una fisio del suelo pélvico que sea como tu hogar como Blanca, y si puedes escoger para parir el día que tu comadrona vitamina está de guardia, entonces haces un pleno. Yo me he rodeado durante el proceso de mujeres increíbles, respetuosas, que te empoderan. Mujeres que son brujas que hace siglos quemaban en la hoguera por ser excepcionales, que curan y te hacen sacar la fuerza de donde no la tienes. Y si consigues que en tu camino te acompañen personas increíbles, ya tienes medio trayecto hecho y solo te queda confiar que tú vas a saber hacerlo, sola, acompañada, con ayuda o sin ella. Y sobre todo, disfrútalo, porque ¿cuántas veces vas a parir en tu vida?

Cosas que no deberían darnos miedo

Foto de Blasco Visual Studio

Hoy vengo a hablarte del miedo durante el parto. Ojalá pudiera empezar diciendo algo así como “estos son los miedos más habituales de un parto en situación normal”. Lo que pasa es que, siendo sincera, lo de “situación normal” ahora mismo suena a broma del mal gusto, así que voy hablarte de los miedos en una situación apocalíptica y que nadie debería padecer.

Escribo esto desde lo que creo que es una crisis de fatiga pandémica que se ha agravado después de unas segundas Navidades atípicas, tan atípicas que no ha habido ni comidas familiares, ni sobremesas y, por no haber, no ha habido ni turrones (gracias diabetes gestacional, un detallazo). Escribo diciéndote algo que ya sabes: mi primera hija nació el 12 de marzo de 2020, pasé un posparto pandémico apocalíptico. Sufrí una perdida (temprana, sí, pero una pérdida al fin y al cabo)el 5 de enero de 2021, sola en urgencias sin mi compañero. Y voy a parir mi segunda hija con fecha de parto prevista el 16 de enero de 2022, sí, en plena sexta ola. O sea; tengo un máster en gestar y parir pandemials. Así que lo siento pero me voy a permitir un poquito de “estoy hasta los ovarios” porque todo apunta que no voy a tener nunca una gestación “normal”. No de nueva normalidad, no. A mí esto de la nueva normalidad me parece una patraña que de normal tiene lo que yo te diga. Me refiero a tener un embarazo, un parto y un posparto de la era antes del puto bicho. Creo que jamás tendré esa oportunidad porque de momento no está en mis planes ser trimadre.

Antes de nada quiero decirte que sí, que ya lo sé, que todos estamos viviendo la pandemia cada uno con nuestras mierdas. Que sí, que también lo sé, que la vida sigue. Me harté de oír estas cosas durante el posparto de Arlet, cuando estábamos confinados y parecía que no tenía derecho a quejarme porque “a ver un posparto tampoco es para tanto, que estás confinada como todo el mundo.” “Es que solo te quejas, todos lo estamos pasando mal”. Pues mira, me quejo si me da la gana. Y no, no espero que me den una medalla por ser madre, porque seguramente ya habrás oído eso de “ tienes hijas porque quieres”, pero las madres, como todos tenemos derecho a decir lo que nos apetezca, por mucho que ser madre sea algo que hayamos escogido nosotras. Y un embarazo es una situación ya de por sí incómoda, y ya genera unos miedos (cada futura madre tiene los suyos propios), como para tener que vivir con miedos ampliados por un virus que parece que no nos ha enseñado nada en dos años.

Una futura madre no debería pasar sus tres últimas semanas de embarazo encerrada y aislada del mundo. A ver, que tampoco soy una persona extremadamente sociable, la verdad es que soy de poca gente y bien escogida. Y después de todo esto: de la brutalidad del maternidad, del distanciamiento de la pandemia, del encerramiento físico, pues la verdad es que interactúo aún con menos gente que antes. Pero con unos pocos no significa que no los necesite. Pues con esto de la sexta ola, de las situación extrema y los contagios, hace muchos días que no veo muchas caras diferentes. Tengo mucha suerte que Miguel y Arlet me caen mínimamente bien, pero, en serio, necesito perderles de vista un ratito (y estoy segura que ellos a mí también)

Jamás debería darnos miedo parir solas. Jamás. Pues bien, si das positivo en Covid en el momento del parto, ¿adivinas qué va a pasar? Pues que parirás sin acompañante. Sí, sí, el padre de tu hija o hijo no podrá estar presente. No sé qué pasa si él también es positivo. No tendría mucho sentido que no pudiera estar contigo estando los dos contagiados pero, vamos, no me sorprendería tampoco. En mis peores pesadillas me imagino en una sala fría con un foco en la cara, tumbada y con una matrona vestida de extraterrestre y la oxitocina sinceramente no la veo por ningún lado.

Sí, sé que me pongo en lo peor, pero el parto de por si da miedo. De hecho podría decirte que me da más miedo este segundo parto que el primero. Seguramente porque en el primer parto quedaban aún dos días para que el mundo se volviera una serie mala de zombies. También porque en el primer parto tienes miedo a lo desconocido, en el segundo tienes miedo porque ya sabes lo que es. Quizá como mi primer parto fue tan relativamente fácil, no me acabo de creer que pueda tener tanta suerte y tener uno igual de bueno, pero bueno esto es paranoia normal y aceptable, no viene por la pandemia.

Una embarazada en sus últimas semanas de embarazo no debería preocuparse porque la trasladen de hospital en plena dilatación. Porque resulta que los partos con positivos de Covid se centran en un hospital en mi ciudad. Es una decisión totalmente comprensible, ya que en el sitio que me toca parir no hay la posibilidad de aislar a la parturienta, con lo que todos los partos de mujeres positivas se derivan a otro hospital, a no ser que llegues en expulsivo, que entonces pues obviamente hacen lo que pueden con lo que tienen. Si ya lo sabes cuando te pones de parto, bueno, mira ya vas directamente al otro hospital. Pero… ¿y si no sabes? Estás allí tan ricamente y te dicen “Mira, como solo estas de 4 centímetros y acabas de dar positiva, te vamos a trasladar.” Me imagino el percal, el susto y la angustia y sinceramente me toca la moral.

En las últimas semanas de gestación, no deberías tener que preocuparte por si te toca parir con un equipo médico que no conoces. Porque obviamente si te trasladan de hospital no vas a conocer la gente que te va atender. Y en un parto la confianza con quien te atiende lo es todo (o casi todo que tú también pones lo tuyo). Yo en mi hospital voy tranquila porque conozco el equipo. Vale, no todos me gustan y tengo mis preferidos/as, pero los conozco. Si doy positivo en el momento del parto (o antes del parto y estoy en los diez días de aislamiento… ¡Ah! No.. espera, ahora se ve que solo son siete días) pues, ale, ¡a la aventura!

Y durante las últimas semanas de embarazo deberías recibir todos esos abrazos que necesitas. En cambio ahora toca ir por la vida evitando el contacto con tu propia familia que para ti se han convertido en armas de destrucción masiva andantes. Y encima tienes que lidiar con la incomprensión, con la gente que no entiende que quien va a parir sola y aislada si dieras positiva eres tú y no ellos. Porque es muy fácil opinar desde la barrera. Ahora… vivirlo cada una lo vive como puede.

Y encima me da por pensar no solo en el parto, sino en el posparto. Con Arlet fue fácil gestionarlo: confinamiento, 0 visitas, 0 opiniones no pedidas. Pero con Cloe estaremos en plena ola y a ver cómo le hacemos entender a la gente que el virus sigue ahí, que la bebé es muy pequeñita y que no me apetece nada que se contagie, con lo cual no hace falta que te acerques. Pero sinceramente, ya tengo demasiada comida en mi plato para ocuparme del postre.

Me gustaría mandar un abrazo a todas estas embarazadas que están en la recta final, sufriendo por lo que pasará en los próximos días. A todas y cada una de vosotras: no estáis solas. Tu miedo es tuyo y lo gestionas como mejor sabes. No permitas que nadie te menosprecie y haz lo que creas que es mejor para ti y tu bebé. Si quieres aislarte, hazlo. Si quieres hacer vida normal y abrazar a tus padres, hermanos, sobrinos; hazlo. Lo que hagas, estará bien. Porque a este paso no sé si será peor pillar el puto bicho o acabar todas locas y desquiciadas.

Más de dos

foto de Blasco Visual Studio

Es cosa de dos. Y debería seguir siendo solo cosa de dos, pero nos empeñamos en hacer de la búsqueda del embarazo, la gestación y la crianza algo que parece ser de interés público. Y esto durante el embarazo de Arlet me sorprendió, pero con el embarazo de Cloe no me apetece ni siquiera ser políticamente correcta.

Empezamos por lo que creo que ya te he mencionado alguna vez. Esa temible pregunta de “Y vosotros, ¿cuándo os animáis?”. ¿Te pregunto yo a ti si hoy has follado? ¿Sabes por qué cosas pasamos mi pareja y yo? Quizá nunca nos planteamos tener hijos hasta que en nuestro alrededor empezó la fiebre por la realización personal a través de la crianza.

O quizá el embarazo es eso que deseamos con todas nuestras fuerzas, que llevamos intentando desde hace dos años. Quizá estamos por un proceso económicamente y anímicamente devastador de reproducción asistida. Quizá nada nos está funcionando. Y no necesito que tú nos preguntes cuándo nos animaremos, porque precisamente animados no estamos.

Y obviamente cuando tengáis uno no será suficiente. Necesitáis oír eso de “¿cuándo vais a buscar la parejita?” Aunque llevéis meses sin dormir. Aunque la maternidad/paternidad os encanté pero os consuma hasta la última gota de energía que quedaba. ¿Te has planteado que quizá no queramos más hijos? Hasta podríamos contestarte que no, que hemos tenido mucha suerte teniendo una niña, que no queremos tentar la suerte porque nos gustan las niñas y si tenemos un niño quizá nos arrepintamos de la decisión de volver a ser padres. Porque a preguntas estúpidas solo se puede responder con actitudes desafiantes.

Y dirás, bueno cuando ya me quede embarazada porque nos toca por edad, y ya tengamos un segundo, podríamos pasar por la fase de “¿queréis otro? ¡Estáis locos!”. Pero no es un “estás loca” en plan amiga en una conversación de lavabo de discoteca (era antes del Covid) sino una expresión de desaprobación total. Bien, pues cuando lleguéis al punto que todo el mundo ya haya pasado por dar su opinión al respecto de cuándo es el momento adecuado para tener un bebé y ya hayáis superado la cantidad que esté socialmente aceptada (que variará según la moda del momento), entonces os llegará que la gente opine sobre el embarazo.

Porque la gente opinará sobre el embarazo. Ya te conté en la última entrada de maternidad la manía persecutoria que tiene todo el mundo con preguntar el peso que has cogido. Pero es que si solo fuera el peso, quizá sería soportable. Resulta que todo el mundo sabe más que tú de embarazos. Aunque ya hayas pasado por uno. Por no hablar que tu cuerpo se ha convertido en dominio público: cualquiera tiene el derecho de ponerte la mano en la barriga y acariciártela. Te conozca o no. A mí a estas alturas que me lo haga la gente que me conoce ya no me provoca un sentimiento asesino interno de arrancarles la mano. Pero que me lo haga la gente que no conozco en cualquier situación posible, saca lo peor de mí. Lo peor de lo peor.

Deberías caminar más. Tienes la barriga enorme para la semana que estás, fijo que no llegas a la fecha prevista. Deberías estar contenta, estás embarazada es el momento más bonito de tu vida. Ay, si es que solo te quejas. ¿Tú estás segura que solo llevas un bebé? ¿Seguro que estás de X semanas? Es que tienes la barriga tan pequeña que no lo parece. La barriga está muy baja, seguro que te toca esta semana (a ver, señora random en la cola de la carnicería, me quedan cinco semanas, déjeme en paz).

Opiniones hay muchas, sobre todo relacionadas con el tamaño de tu barriga, o la posición. Pocas veces (hablo siempre en genérico y cuando se trata de la gente desconocida que cree que es aceptable hablarte de estas cosas sin ni siquiera saber tu nombre) te preguntan cómo estás realmente. Porque en serio ¿tú sabes si yo tengo algún trauma relacionado con mi peso o con mi cuerpo? ¿Y si resultara que tengo desde pequeña un complejo con mi barriga y estás haciendo volver los fantasmas que me están costando mucha pasta en terapia?

Estar embarazada no es la panacea. Hay veces que sí, pero también hay veces que no. Mi hermana una vez me dijo que echaba de menos su barriguita. A mí casi me da un derrame. Somos la noche y el día. Para mí la gestación es un trámite incómodo. La primera vez que tuve a Arlet encima fue catártico, pero el embarazo fue un engorro. El embarazo de Cloe está siendo una castaña muy grande: físicamente, pero sobre todo anímicamente. No necesito que nadie me diga o puntualice que el tamaño de mi barriga es de un tipo, o que no llegaré a enero.

Y por último, están las opiniones de crianza. Estas ya son especialmente molestas. La gente olvida que las decisiones de cómo criar a nuestras hijas solo son de mi marido y mías (¡bah! ¿Para qué mentirte? La mayoría de decisiones yo las propongo y Miguel las acepta a no ser que sea algo que choque con sus principios). En cualquier caso, si nadie te ha pedido la opinión, yo prefiero no saberlo.

Sí, sé leer. Me he informado, sé que dar pecho es lo mejor. Pero a lo mejor no puedo darlo. Sí, sé que el colecho es lo más, pero a mí me gusta dormir en diagonal y preferí durante el primer año que Arlet durmiera en su moisés (y sí, más tarde en su cuna en su habitación, sola). Pero es que Arlet era una niña trampa, dormía del tirón y se despertaba relativamente poco. Pero aunque hubiera sido una niña habitual, quizá hubiera tomado la misma decisión.

Sí, a nuestra hija le damos de comer lo que nos da la gana. A trozos. No le damos triturados porque nos gusta la idea de que exista la posibilidad de que se atragante. Y si nos pide repetir, le damos. Y si un día no quiere comer, no la obligamos. Fantaseamos con la idea de que tenga una relación sana con la comida, entendemos que es una niña y por lo tanto hay cosas que le gustan, hay cosas que no y hay días que no le apetece algo y no la obligamos. Y por todo eso siempre puede haber gente que opine, gente que diga que come poco o demasiado (y a mí me gustaría que alguien me dijera la fuente fiable en la que se define “poco” o “demasiado”). Gente que incluso insinúe que si no le das tal mierda de comer (galletas, Bollycaos, lo que se te ocurra), tu hija será super infeliz.

Que sí, que todos somos mucho mejores padres/madres antes de tener el primer hijo. Porque la teoría nos la sabemos todos. Pero si me das tu opinión (que seguramente no te haya pedido porque no la necesito) lo más probable es que no me salga la vena simpática (que te juro que la tengo). De hecho tienes bastantes números que mi contestación sea más bien poco agradable o incluso maleducada.

Así que si estáis hartos de las opiniones de los demás, lo mejor que podéis hacer es quitaros el filtro de lo que está socialmente bien responder y hacer lo que hace la gente con vosotros: decir las cosas sin pensar, porque si ellos pueden hacerlo ¿qué os impide a vosotros contestar cómo os dé la gana? Porque al final todo este tema solo es cosa de dos, aunque el mundo se empeñe en hacerte creer lo contrario.

El peso del embarazo

Cuando te quedas embarazada y a todo el mundo le preocupa tu peso… eso sí que es un tema sobre el que deberíamos reflexionar todos. Porque es muy agotador. ¿En qué momento se considera socialmente correcto opinar libremente sobre un cuerpo ajeno? ¿Tú vas por la vida opinando impunemente sobre los demás en su cara? Estoy segura que no. Entonces, ¿por qué coño cuando hablamos con una embarazada una de las preguntas que hacemos se refiere al peso?

Me ha costado muchos días escribir sobre la maternidad. Era muy difícil para mí hablar de algo sin poder contarte que vuelvo a estar embarazada. Cualquier cosa que escribía no sonaba a mí porque la censuraba esperando que pasará el temido primer trimestre y pudiera por fin cagarme en todo (de nuevo) libremente.

Me han felicitado por mi peso. Creo que no me había pasado en la vida, te lo juro. He cambiado de comadrona. En este segundo embrazo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para lidiar con una persona que me llegó a decir cosas como “uy, esta niña es muy grande van a tener que cortarte para que salga”. Sí, sí, existen profesionales de este tipo, del tipo que cuando te subes a la báscula te dicen, “¿pero has visto esto?” Sí, lo he visto. También vi todos mis fantasmas adolescentes volar por encima de mi cabeza a cada gramo que subía, a cada bronca.

Durante mi primer embrazo comí súper bien e hice deporte hasta la semana 38. Te aseguro que independientemente de los quilos que ganara, que no eran una consecuencia de hacerlo mal ni de ponerme hasta el culo de pasteles, estaba sanísima. Tuve un posparto fácil (físicamente hablando, obviemos la pandemia). En este segundo embrazo me esta costando un poco más, para empezar empiezo con cinco quilos de más. Me subo a la báscula y antes que la comadrona me dijera algo ya le recordé que mi hija había nacido hace un año y ella me contestó “ está claro, aún estás en posparto, ¿qué esperas? Es lo más normal del mundo.” ¿Por qué ni conocí en mi primer embarazo a este amor de mujer?

He llegado a oír cosas como “ bueno ya he perdido los X quilos que gané porque lo hice muy bien y, claro, así es fácil” dicho por alguien que había parido un mes antes. Porque lo había hecho bien. ¿Bien según quién? Según unas tablas que dicen que deberías engordar nueve quilos. Claro, porque todos los cuerpos son iguales y deben regirse por la misma tabla. A mí, lo siento, me enerva de sobremanera oír a madres hablar así a otras madres. A ese tipo de comentarios lo que me sale preguntar es “Ah ¿sí?, qué bien ¿y te has recuperado igual de la vagina?” Porque claro, puedes haber perdido todo el peso pero es que a lo mejor tu suelo pélvico se va cayendo por el camino, porque para ti lo importante es el peso, pero para mi lo importante es que no se me caiga el útero cuando salte con mi hija en una cama elástica. Mira tú, cada uno tiene sus preocupaciones, lo mío con el suelo pélvico es una obsesión.

¿Sabes si esa madre la que estás preguntando cuánto ha engordado ha pasado un buen embarazo? No, no tienes ni puta idea. No sabes si tuvo crisis de ansiedad o si psicológicamente estaba hecha una mierda. No lo sabes. Pero te preocupa su peso. ¿Cuánto ganaste en el embarazo? ¿Y a ti que te importa? ¿Cuántos quilos llevas en este embarazo? Pero a ver… ¿te pregunto yo, no sé, si has engordado este verano?

Focalizamos en el peso y nos olvidamos del resto. Nos obsesionamos con eso y descuidamos nuestra psique. Y lo peor es que el peso es algo que tienes que justificar al médico, a la comadrona, que bueno hasta ahí, pues mira, lo puedo medio entender. Pero en serio ¿también necesitas justificarlo con el resto del mundo? ¿No es suficiente mierda tener que vivir con náuseas, mareos, una barriga que te choca en todos lados y encima aguantar el inicio de las rabietas de tu hija mayor, que en realidad no es mayor, como para que encima te pregunten por el peso?

Pero es que no es solo durante el embarazo, en el posparto también, la gente te mira y te dice con sus dos ovarios o cojones, “Uy, aún te queda por perder” o “Ala pero si te has quedado igual que antes” o “ te has quedado chupada de dar pecho, tomate un potaje y engorda” o lo que sea.

Y si en vez de eso practicamos más el preguntar a alguien que está embarazada o acabada de parir un sencillo “¿cómo estás?”. Porque te aseguro que poca gente se acuerda de hacer esta pregunta y de quedarse a escuchar la respuesta.

Carta a una mamá desconocida

Querida mamá desconocida:

Cuando te he visto entrar, desprendías vitalidad y alegría. Venirte a hacer las uñas para ti ha sido como un día de fiesta. Por lo que he oído llevas seis meses sin poder hacer nada. La razón, según parece, es esa preciosidad de bebé que llevas en el carrito que según tus propias palabras “es muy intensa”.

La intensa, como tú la llamas, es una bebé que no te deja ni un segundo de descanso. A mí me ha dado envidia que hayas aprendido a hacerte la raya de los ojos tan perfecta como la llevabas con una bebé que no debe darte tregua ni cuando estás en la baño. Quizá porque algunas tenéis la suerte de ir monas incluso ante la adversidad. Ojalá yo fuera así.

Mientras yo estaba decidiendo de qué color pintármelas esta vez, tú ya te has tenido que levantar mientras te quitaban el esmalte, coger a tu hija y cambiarla de brazo unas diez veces. Has demostrado una gran habilidad y equilibrio retorcida cual contorsionista haciendo tres cosas a la vez: dejar que te quitaran el esmalte, sacarte la teta y aguantar a tu hija.

Te has empezado a poner nerviosa y sonriendo has dicho que al final te tendrías que ir tu tan preciada manicura. Sé que los has dicho como en broma, pero que en el fondo no estabas para nada convencida de que tu hija no rompiera a llorar en cualquier momento.

Y al final ha pasado. Se ha puesto a llorar con la primera capa de pintura. La niña en el carrito parecía un gremlin mojado. Conozco bien esta sensación, el agobio cuando ya no sabes qué hacer para calmarla. A mí me pasa de madrugada, cuando pienso que es un milagro que mis vecino no se hayan mudado a otro país mientras a Arlet le salen los dientes.

Y, como también era bastante probable, te has puesto a llorar. Desesperada, te has levantado con la primera capa a medio a hacer y has dicho que te ibas. Yo sé que lo hacías por nosotras. Tú ya estás más que acostumbrada al llanto de tu hija, pero te morías de vergüenza por molestar a las que estábamos allí.

En el local había las dos chicas que atienden, una señora que esperaba, tú y yo. Mi primer instinto cuando has roto a llorar ha sido levantarme y ofrecerte coger a tu bebé para que pudieras terminar tu manicura (eso en tiempos de Covid seguro que es delito). Te he visto tan devastada que hubiera renunciado a la mía (parece frívolo decir esto, pero igual que tú, yo estaba desesperada por tener mi momento de mimos y cuidados) solo para que dejaras de llorar y se te quitará la idea de irte de la cabeza.

La señora que estaba esperando se ha levantado decidida mientras tú sollozabas, te ha hecho sentar y te ha dicho tajantemente que no te ibas a ningún lado, que ella iba a calmarla y que tú terminaras con tus uñas. A eso yo sí que le llamo sororidad, empatía y solidaridad. Tanto esa señora (que seguro que alguna vez fue una madre desesperada) como yo podemos entender tus lágrimas más que nadie. Solo alguien que le ha suplicado a un bebé que no te entiende que se calle para no molestar al resto del restaurante sabe de lo que hablo. Solo alguien que ha tenido que pararse en medio de la calle en pleno berrinche para acunar a su bebé puede llegar a entenderlo.

Lo triste de todo esto es que te querías ir de ahí no por ti, sino por nosotras, y eso me da que reflexionar para un rato. Te voy a decir algo: todas las madres merecemos llevar las uñas bonitas. Todas y cada una de nosotras merecemos un masaje y una copa de vino. Todas sin excepción necesitamos un momento para nosotras.

Así que quiero decirte que hoy he pensado en ti todo el día. Se me partió el corazón al verte sufrir aunque no te conozca de nada, pero empatizo con tu posparto, tu tristeza, tu desahogo. No importa cuánto peso puedas llevar en tus espaldas, cuánta carga necesites soltar, no olvides que todas nos merecemos una manicura.

Te envío un abrazo fuerte, mamá desconocida, pero no uno cualquiera, uno de tribu, de esos que te hacen sentir menos sola, de esos que secan lágrimas, de esos de coger tu bebé solo para que tú te puedas tomar el café mientras siga caliente.

Besos.

Un año, cinco canas y una pandemia después

El doce de marzo de 2020 fue un día especial. Ya te conté que no recuerdo mucho del parto y lo que sé de él me lo contó mi marido, pero fue un día que inevitablemente nos marcó la vida a los dos. Tal y como te conté en el relato de maternidad “Y el mundo cambió” resultó que algo tan natural como el nacimiento de una hija quedó velado por un cambio que nadie vio venir: una pandemia.

La semana pasada mi hija cumplió un año e, inevitablemente, la pandemia también. Me gusta pensar que mi pandemial (que es como se les llama a los niños nacidos en época COVID) será una mujer de carácter y especial. No puedes no ser especial y haber nacido en pleno caos apocalíptico. Ser especial es casi una obligación en este caso.

No voy a entrar en tópicos tipo que pasa muy rápido. Porque todo depende. Sí que es verdad que un día le haces una foto a tu hija caminando como Frankenstein y no te puedes creer que eso haya salido de ti. Por un agujero diminuto. Y aún más increíble: se ha horneado en ti, en una barriga no tan diminuta.

Que la vida nos ha cambiado, pues mira, no tanto. Porque sinceramente en plena pandemia la vida se ha puesto un poco como entre paréntesis. Teniendo o no un bebé este año habríamos ido las mismas veces a cenar fuera (ninguna), habríamos visitado los mismos países tropicales (ninguno) y habríamos discutido las mismas veces entre nosotros (¿no te pasa que a veces la gente con la que convives te cae realmente mal? Creo que es normal, hace un año que vemos las mismas caras una y otra vez, no nos podemos caer bien todo el tiempo). Así que bueno, a efectos prácticos tampoco es que nos haya afectado mucho tener un bebé.

Sí me ha afectado físicamente. Creo que, del esfuerzo de parir, ese día me salieron cinco canas. Sí, sí, no te rías. Cinco. ¿Cómo sé que son cinco y no más? Pues porque antes de irme a dormir le dedico unos buenos minutos a buscar más signos de vejez. No es que hacerme mayor me preocupe en exceso, esto es algo natural, pero la constatación física de hacerse mayor… ¡eso es otro cantar! Porque los quilos se puede ir, pero las canas… las canas llegan para quedarse. Y las podrás teñir, esconder, ignorar, pero estarán siempre ahí para recordarte que el paso del tiempo es inevitable. Me pregunto si realmente fue el parto (te juro que el día once de marzo yo no tenía ninguna cana) o el susto de un toque de queda que nadie se creía muy bien, pero la primera vez que me miré al espejo después del parto, con esa barriga abultada y unas ojeras de oso panda, el descubrimiento de las 5 cabroncetas en mi cabello no ayudó para nada a elevarme la moral.

No te voy a negar que yo siempre he sido una persona reflexiva, pero tener una bebé ha multiplicado por infinito la búsqueda incesante del porqué de la vida en mi mundo interior. Te adelanto ya que sigo sin encontrarlo. Pero sí que me he replanteado muchas cosas. Te voy a ahorrar las reflexiones de cómo ha cambiado mi percepción de la vida laboral al ser madre, o cómo me ha afectado en ese aspecto de mi vida. Pero recuerdo que un día, que estaba en plena ebullición de mala leche, me paré un momento y pensé con qué cara le diría a mi hija que hiciera lo que le gustara, que estudiará lo que le apasionará y que sobre todo fuera feliz. Me miré al espejo preguntándome si yo era el ejemplo de los consejos que pensaba darle en un futuro y me di cuenta que hay algo que sí se nos transforma con la maternidad o la paternidad: tener hijos nos hace querer ser mejores. Ser madre te hace desear ser un ejemplo para tu hija. Procrear, en su esencia, significa convertirnos en una versión más guay de nosotros mismos. Porque al final, lo que toda madre quiere es que su hija, cuando sea mayor, se sienta orgullosa de tener la mejor madre del mundo entero.

Después de mi primer año de maternidad apocalíptica te voy a decir que sí, ser madre ha valido la pena. Ha valido tanto la pena que a veces no me reconozco a mí misma. Como ejemplo te voy a decir que yo siempre he tenido claras dos cosas: la primera era que no me gustaban los niños y la segunda era que si tenía hijos no serían hijos únicos, que tendría dos.

El otro día fui a casa una amiga que tiene una hija de seis años intensa a morir, de esas que piensas “por favor, que se ponga a mirar la tele y que no me pregunte nada”. Mi amiga se me quedó mirando un bien rato mientras yo le hacía un moño a lo Audrey Hepburn a su hija. Sí. Yo. Estaba peinando… una niña… A mí también me cuesta de creer. Su madre, que me conoce muy bien, me interrogaba con cara de “te dije que te encantarían los niños, al final” y yo le devolvía la mirada de reojo, como ignorándola. Cuando terminé de peinarla, la niña me dio las gracias y me pidió que le enseñara a hacerlo a su madre para que la pudiera peinar igual cuando yo no estuviera. Si me llego a despistar, la niña casi me da un beso. No ocurrió, pero estaba tan contenta de mis dotes profesionales de moños molones que se le pasó por la cabeza y yo, pues ¿qué quieres que te diga? ¡a la mierda la distancia social! Me di cuenta que esa niña me gustaba y casi me da un paro cardíaco.

Eso me lleva a mi segunda verdad vital absoluta: yo siempre he querido tener dos hijos. Niño y niña. Ahora me sorprendo al pensar lo bonito que sería tener un gran familia de tres bebés. ¡Tres o más! Cuando se lo digo a mi marido me mira con cara de “claro como tú tienes un sueño tan profundo que no oyes llorar a tu hija por las noches, te da igual cuántos hijos tengamos” y luego me insulta mentalmente. Obviamente no me lo dice, pero yo sé que por dentro piensa que me estoy volviendo loca.

Así en conclusión: es un milagro que después de cinco canas, una pandemia y un primer año de maternidad aún no haya perdido la cabeza. Pero ahora me gustan los niños y ojalá tuviera una familia numerosa.

Sí. La maternidad te cambia. Tanto que a veces ni siquiera te crees que sigas siendo tú.