Un año, cinco canas y una pandemia después

El doce de marzo de 2020 fue un día especial. Ya te conté que no recuerdo mucho del parto y lo que sé de él me lo contó mi marido, pero fue un día que inevitablemente nos marcó la vida a los dos. Tal y como te conté en el relato de maternidad “Y el mundo cambió” resultó que algo tan natural como el nacimiento de una hija quedó velado por un cambio que nadie vio venir: una pandemia.

La semana pasada mi hija cumplió un año e, inevitablemente, la pandemia también. Me gusta pensar que mi pandemial (que es como se les llama a los niños nacidos en época COVID) será una mujer de carácter y especial. No puedes no ser especial y haber nacido en pleno caos apocalíptico. Ser especial es casi una obligación en este caso.

No voy a entrar en tópicos tipo que pasa muy rápido. Porque todo depende. Sí que es verdad que un día le haces una foto a tu hija caminando como Frankenstein y no te puedes creer que eso haya salido de ti. Por un agujero diminuto. Y aún más increíble: se ha horneado en ti, en una barriga no tan diminuta.

Que la vida nos ha cambiado, pues mira, no tanto. Porque sinceramente en plena pandemia la vida se ha puesto un poco como entre paréntesis. Teniendo o no un bebé este año habríamos ido las mismas veces a cenar fuera (ninguna), habríamos visitado los mismos países tropicales (ninguno) y habríamos discutido las mismas veces entre nosotros (¿no te pasa que a veces la gente con la que convives te cae realmente mal? Creo que es normal, hace un año que vemos las mismas caras una y otra vez, no nos podemos caer bien todo el tiempo). Así que bueno, a efectos prácticos tampoco es que nos haya afectado mucho tener un bebé.

Sí me ha afectado físicamente. Creo que, del esfuerzo de parir, ese día me salieron cinco canas. Sí, sí, no te rías. Cinco. ¿Cómo sé que son cinco y no más? Pues porque antes de irme a dormir le dedico unos buenos minutos a buscar más signos de vejez. No es que hacerme mayor me preocupe en exceso, esto es algo natural, pero la constatación física de hacerse mayor… ¡eso es otro cantar! Porque los quilos se puede ir, pero las canas… las canas llegan para quedarse. Y las podrás teñir, esconder, ignorar, pero estarán siempre ahí para recordarte que el paso del tiempo es inevitable. Me pregunto si realmente fue el parto (te juro que el día once de marzo yo no tenía ninguna cana) o el susto de un toque de queda que nadie se creía muy bien, pero la primera vez que me miré al espejo después del parto, con esa barriga abultada y unas ojeras de oso panda, el descubrimiento de las 5 cabroncetas en mi cabello no ayudó para nada a elevarme la moral.

No te voy a negar que yo siempre he sido una persona reflexiva, pero tener una bebé ha multiplicado por infinito la búsqueda incesante del porqué de la vida en mi mundo interior. Te adelanto ya que sigo sin encontrarlo. Pero sí que me he replanteado muchas cosas. Te voy a ahorrar las reflexiones de cómo ha cambiado mi percepción de la vida laboral al ser madre, o cómo me ha afectado en ese aspecto de mi vida. Pero recuerdo que un día, que estaba en plena ebullición de mala leche, me paré un momento y pensé con qué cara le diría a mi hija que hiciera lo que le gustara, que estudiará lo que le apasionará y que sobre todo fuera feliz. Me miré al espejo preguntándome si yo era el ejemplo de los consejos que pensaba darle en un futuro y me di cuenta que hay algo que sí se nos transforma con la maternidad o la paternidad: tener hijos nos hace querer ser mejores. Ser madre te hace desear ser un ejemplo para tu hija. Procrear, en su esencia, significa convertirnos en una versión más guay de nosotros mismos. Porque al final, lo que toda madre quiere es que su hija, cuando sea mayor, se sienta orgullosa de tener la mejor madre del mundo entero.

Después de mi primer año de maternidad apocalíptica te voy a decir que sí, ser madre ha valido la pena. Ha valido tanto la pena que a veces no me reconozco a mí misma. Como ejemplo te voy a decir que yo siempre he tenido claras dos cosas: la primera era que no me gustaban los niños y la segunda era que si tenía hijos no serían hijos únicos, que tendría dos.

El otro día fui a casa una amiga que tiene una hija de seis años intensa a morir, de esas que piensas “por favor, que se ponga a mirar la tele y que no me pregunte nada”. Mi amiga se me quedó mirando un bien rato mientras yo le hacía un moño a lo Audrey Hepburn a su hija. Sí. Yo. Estaba peinando… una niña… A mí también me cuesta de creer. Su madre, que me conoce muy bien, me interrogaba con cara de “te dije que te encantarían los niños, al final” y yo le devolvía la mirada de reojo, como ignorándola. Cuando terminé de peinarla, la niña me dio las gracias y me pidió que le enseñara a hacerlo a su madre para que la pudiera peinar igual cuando yo no estuviera. Si me llego a despistar, la niña casi me da un beso. No ocurrió, pero estaba tan contenta de mis dotes profesionales de moños molones que se le pasó por la cabeza y yo, pues ¿qué quieres que te diga? ¡a la mierda la distancia social! Me di cuenta que esa niña me gustaba y casi me da un paro cardíaco.

Eso me lleva a mi segunda verdad vital absoluta: yo siempre he querido tener dos hijos. Niño y niña. Ahora me sorprendo al pensar lo bonito que sería tener un gran familia de tres bebés. ¡Tres o más! Cuando se lo digo a mi marido me mira con cara de “claro como tú tienes un sueño tan profundo que no oyes llorar a tu hija por las noches, te da igual cuántos hijos tengamos” y luego me insulta mentalmente. Obviamente no me lo dice, pero yo sé que por dentro piensa que me estoy volviendo loca.

Así en conclusión: es un milagro que después de cinco canas, una pandemia y un primer año de maternidad aún no haya perdido la cabeza. Pero ahora me gustan los niños y ojalá tuviera una familia numerosa.

Sí. La maternidad te cambia. Tanto que a veces ni siquiera te crees que sigas siendo tú.

Exceso de (des)información

Cuando tienes un bebé te asaltan las dudas. En realidad las dudas te asaltan en el momento que ves el positivo en el test de embarazo, pero de eso creo que ya he hablado alguna vez. Con esto de la maternidad creo que no hay nadie que no sea una duda con patas.

Dicho esto, puedes seguir dos tendencias: dejar que la cosa fluya o enterrarte en una búsqueda incesante de información en Google. No hay término medio, lo digo en serio. En el primer caso confías en que sabes criar bebés y crees a ciegas lo que te puedan decir el pediatra, el ginecólogo o la enfermera. La segunda opción tiene una parte oscura. Sí, lo has adivinado: yo pertenezco al segundo grupo. Va a maneras de ser: yo es que solo me siento segura si tengo toda la información posible. Antes de parir ya había hecho un curso de primeros auxilios de bebés (sí, estoy obsesionada con el atragantamiento) y uno de alimentación infantil y BLW. No es que sea una persona aplicada, más bien creo que soy una inculta rematada y prefiero suplir mi desconocimiento con una preparación exhaustiva. Y eso lo hago con todos los aspectos de mi vida.

Durante el embarazo leí millones de páginas de internet sobre crianza y niños. Busqué todas dudas que iba apuntando en una nota en el móvil. Si alguien descubriera ese archivo probablemente me recomendarían internar en un manicomio. Si me lo permites, voy a dejar que pienses que sigo cuerda y no la compartiré contigo (ja, ja, ja).

De lo que hoy vengo a hablarte es de la verdad absoluta. De las cosas que te dicen y que, si no contrastas, te crees a pies juntillas porque quien te las dice representa que sabe del tema más que tú. Bueno, pues te voy a decir algo: ¿verdad que tu médico de cabecera te derivará a un especialista si necesitas resolver algún problema que tenga que ver con un endocrino, nutricionista, demartólogo o de cualquier tipo que no sea su especialidad? Pues lo mismo pasa con los pediatras y las enfermeras: saben mucho de niños, pero no de todo. Así que si algo de lo que te dicen te chirría, busca un especialista en el tema y pregúntale directamente.

No me malinterpretes. Yo adoro la pediatra de Arlet (aunque ya me la han cambiado una vez y aún me tengo que formar una clara opinión de la nueva) y algunas de las enfermeras también. Me hace gracia porque entras en la consulta y se dirigen a ti como “mami”, cosa que a veces me hace sentir un poco ridícula, pero en general suelo estar contenta. Suelo preguntarles muchas cosas y el 99 % de las veces me lo creo sin cuestionar, porque para eso han estudiado una carrera, digo yo. Pero me molesta cuando hacen afirmaciones desactualizadas o me juzgan por tomar una decisión.

En la visita de los seis meses (que si no tienes hijos no sabes que es muy importante porque empiezan con la alimentación complementaria) esperaba un poco más de … ¿atención? Me dieron una fotocopia de una fotocopia del año nosecuántos antes de Cristo, donde se especificaba que le podía dar cualquier alimento a mi hija exceptuando pescado azul grande, verduras de hoja verde o carne y pescado crudo. Así, sin más, sin vaselina ¿eh? Ninguna indicación sobre que la manzana no se puede dar cruda si las das en trozos porque tiene riesgo de atragantamiento, ni que no se le pueden dar uvas enteras por la misma razón. Nada sobre las recomendaciones de la OMS que indican qué alimentos no dar hasta el año (excepto los que te he mencionado), ni una indicación al respecto de qué posibles opciones de introducción hay. Nada.

Salí de ahí agradeciendo haber hecho el curso de Baby Led Weaning (si no tienes hijos, esto te sonará a chino, pero simplemente es no darle puré, sino la comida en trozos). Si no lo hubiera hecho, después de la visita hubiera salido un poco más histérica de lo que habitualmente soy.

En la visita de los nueve meses, la enfermera me llamó. Sí, las visitas que no van con vacuna son telefónicas (vamos a obviar esto, porque me tiene un poco tensa). La primera pregunta que me hizo fue cuánto pesaba Arlet. ¿Cómo lo voy a saber si no tengo báscula para pesarla? Luego me hizo dos preguntas más al respecto de cómo comía la niña y finalmente me dijo “bueno ya le puedes empezar a dar lácteos y continuar con la leche de continuación”. Yo le respondí que no le daba leche de continuación, que le daba leche tipo uno (por si no lo sabes hay leche tipo uno y tipo dos o de continuación), a lo que ella respondió con un insolente “ y ¿por qué le das leche tipo uno si ya tiene más de seis meses?”. “Pues se la doy porque me da la gana”, pensé, pero en realidad le mentí y le contesté que seguía órdenes de la pediatra. Para serte sincera, la pediatra en la revisión de los seis meses no me especificó qué leche darle, solo que la alimentación complementaria era hasta el año y debía seguir dándole leche. A mí ni si me ocurrió preguntarle qué tipo, porque ya había investigado al respecto y tomado una decisión y si su respuesta no hubiera sido de mi agrado, me hubiera enzarzado en una sesión de preguntas científicas para las que no tenía tiempo en ese momento.

La OMS no recomienda dar leche de continuación a los bebés. Lo declaró en 2010 y lo ratificó en 2013. Esto lo busqué en Google, leí miles de artículos y concluí que si la OMS recomendaba seguir con la leche de tipo uno, yo no iba a saber más que ellos. Pero resulta que la enfermera que me llamó para la visita de los nueve meses sabía más que la OMS y que yo porque me soltó algo así como “es la primera vez que escucho que un bebé de nueve meses bebe leche del tipo uno”. También añadió algo así como “deja de dársela y cambia a tipo dos” a lo que yo podría haber contestado algo ingenioso pero pensé que era una batalla perdida y simplemente hice lo que se me da mejor: asentir y hacer lo que me sale de los ovarios.

No es la primera vez que alguien me da una información que contradice los últimos estudios existentes. Sin ir más lejos recuerdo que le pregunté a alguien a qué edad debía llevar a Arlet al dentista. La persona en cuestión me miro en plan “otra madre histérica” y me contestó que cuando le salieran todos los dientes. Bueno, quizás sí, pero alguien tiene que decirte cómo cepillarle los dientes cuando sale el primero. No lo sabías ¿verdad? Claro, porque en ninguna visita te lo dirán, a no ser que tu hijo/a tenga caries del lactante. ¿Por qué nadie te lo dice? Pues eso es un misterio. Pero estoy segura que los odontopediatras jamás te dirán que esperes a que le salga la muela del juicio.

Así que bueno, si os habéis sentido como pareja alguna vez cuestionados por todas las decisiones que tomáis al respecto de los bebés, no os preocupéis: no sois los únicos. De hecho cuestionar es deporte olímpico cuando te conviertes en padre/madre. Os dirán de todo: que si tienes que dormir con él en la misma cama, que si no tienes que dormir con él, que si le pongas zapatos (en serio, lo he dicho más de una vez: si los zapatos fueran necesarios para los bebés nacerían con ellos puestos, lo mejor para un pie que crece será estar libre ¿no?), que no lo cojas, que lo cojas, que lo acostumbrarás a brazos, que le des teta que es lo mejor (y cuando se la des demasiado tiempo te dirán que dejes de dársela porque ya es demasiado mayor) y un largo etcétera de recomendaciones no pedidas que acabarán haciéndote perder la cabeza.

Yo hace tiempo que la perdí, la cabeza. Pero decidí hacer lo que a mí me parecía mejor, porque conozco gente menos preparada para ser madre/padre que ha criado a sus hijos y que encima les han salido “normales”. Así que mientras creas que estás haciendo lo mejor para tu bebé, créeme, será lo mejor. Y punto. Siempre puedes contestar a cualquier memez con una sonrisa y un «es que nosotros lo hacemos así» y si te rebaten algo, asiente, vuelve a sonreír y haz lo que te dé la gana, que de eso sabemos todos.

El parto

En serio, la persona que dijo que los dolores de parto son como reglas un poco más dolorosas era un/a psicópata. O era un tío, o nunca se puso de parto, porque no me lo explico. Voy aclarar aquí que sí; hay mujeres que tienen la suerte de no tener dolor, algunas incluso tienen la suerte de no sufrir. Yo recuerdo que la fisio del suelo pélvico, Blanca, en su preparación preparto nos dijo que parir “dolía que te cagas” pero nosotras podíamos prepararnos para no sufrir, para manejar el dolor, para que él no nos dominara a nosotras.

Mi parto fue inusual, según dicen. A mí me gusta pensar que fue, y ya está. Yo me estaba preparando una maravillosa tortilla para desayunar cuando noté algo raro. Mi madre me escribió en el grupo familiar un “¿cómo está Arlet hoy?” Y yo contesté con un ambiguo “rara, está rara”. Y ella, bruja y categórica como siempre ha sido, contestó “cuando una embarazada está rara significa que está de parto” y yo aquí me rayé. No podía estar de parto, estaba incómoda, cansada, dormida y hambrienta. Me comí la tortilla porque pensé “si te pones de parto, no te van a dejar comer” y créeme un parto es cansado, puede durar horas, es como si corrieras tres maratones seguidas sin la posibilidad ni siquiera de beber agua.

Me pasé de las 10 de la mañana a las 12 aproximadamente decidiendo si esos pequeños dolorcillos/molestias eran contracciones. Recuerdo que me puse a hacer quinoa por alguna razón que solo mi cerebro sabrá. Pero entonces vino la prueba inequívoca que aquello sí que eran contracciones: un dolor de regla intensísimo. Vale, respira, si todas son así, esto lo tienes controlado.

Cuando vi que era incapaz de hacer algo que parece tan sencillo como poner un cronómetro para saber cada cuantos minutos venían los dolores, escribí a Miguel (que se fue tan ricamente a trabajar como un día más) y le dije algo así como “creo que estoy de parto, me iría bien que me controlaras tú el tiempo porque yo no puedo”.

Tenía dolor, sí, pero sin sufrir. Como aún estaba demasiado consciente, por mucho que doliera yo me quedaba encima de la pelota recordando que la comadrona de las clases preparto me dijo “si no quieres epidural, quédate en casa hasta que no aguantes más”. Y Miguel cada cinco minutos me decía “pero ¿seguro que no nos tenemos que ir ya? Hace mucho que estás así”.

Llamó mi hermana para preguntar cómo estaba su sobrina y Miguel con su ingenuidad de primerizo le dijo “ todo bien, solo tiene contracciones cada minutos y medio”. “¡Joder, Miguel, que mi hermana está de parto!”. Entonces él me miró y me dijo “Cariño, que tu hermana dice que estás de parto” y le devolví una mirada de contracción chunga y un sonido gutural que él llegó a interpretar como “méteme en la ducha y déjame en paz”.

Por la intensidad supe que estaba de parto (en realidad lo estaba desde hacía rato pero yo llevaba una L de novata), o por lo menos lo empezaba a estar. Me quedé en la ducha un buen rato, respirando como si no hubiera un mañana y hablando con mi hija, haciendo pactos inútiles en plan “cariño, si no me desgarras, te prometo que te compraré un iPhone” o “ si no me duele mucho, te llevaré a Disneyland”. Todo seguía su curso. Hasta que salí de la ducha.

Te voy hacer un inciso aquí: yo no recuerdo nada desde el momento que salí de la ducha hasta que me pusieron a Arlet encima acabada de salir del horno. Según Blanca esto se llama “planeta parto”, según parece la mejor manera de parir: la desconexión total de la parte racional del cerebro, la transformación de humano a animal y su consecuente pérdida de filtro entre aquello que piensas y lo que dices. Bueno va, te voy a ser sincera, yo nunca he tenido este filtro, pero en ese momento menos. Todo lo que te contaré ahora me lo ha explicado él, según lo recuerda, y viene sesgado por su vivencia, porque la mía está en algún lugar de mi subconsciente.

Yo quería quedarme en casa hasta que la niña estuviera casi cayéndose entre las piernas, pero al salir de la ducha rompí aguas. Y fueron verdes. Lección uno de primero de columpios de la clase de parto primeriza: si las aguas no son transparentes vete al hospital pitando porque algo está mal. ¡Joder! Salieron verdes, verdes, verdes como la cagada de un pato. Y mi cerebro hizo click: desapareció el dolor para dejar paso al sufrimiento. Las contracciones duelen (si tienes mala suerte y eres como yo), pero las contracciones con bolsa rota desgarran. Imagínate que te abren en canal, te estiran los intestinos y los usan para enrollarte la garganta y estrangularte. ¿lo tienes?, pues esto serían cosquillas comparado con aquello. Recuerdo una sola contracción antes de perder mi conexión con el cuerpo, pero esa fue suficiente para que Miguel entendiera que teníamos que ir cagando leches al hospital.

Entre los muchos superpoderes que desarrollé durante el trabajo de parto apareció el del cambio de sitio instantáneo. Cerré los ojos en el baño de mi casa y aparecí en la recepción de urgencias en medio de una contracción que me hizo ponerme de cuclillas en el suelo y gritar de dolor. Tengo un recuerdo borroso de ver la silueta de mi padre que salió del despacho y bajó al rellano de urgencias para soltarme un casual “niña, ¿pero qué haces aquí en el suelo?”. Con mi carácter lo podría haber mandado a la mierda, pero según parece ya me había partido en dos en medio del parking y en el camino de 500 metros del coche al hospital con los ojos en sangre y un dolor sufrido desde dentro, así que estaba demasiado agotada para ni siquiera intentar contestar. En mi cerebro solo había la idea que eso parecía inminente, que mi hija estaba sufriendo (recordemos que la gremlin cago en mi útero) y que era tan intenso que podría haber parido allí mismo en el pasillo. O eso creía yo.

Entré en la zona de maternidad a las 15.25 gritando que necesitaba antibiótico (me he olvidado de decir que di positivo en el estreptococo lo que significa que necesitaba dos dosis de antibiótico para que mi hija estuviera a salvo de bichos, sí, una de las muchas cosas del embarazo, las bacterias vaginales es lo que tienen). Una de las comadronas salió corriendo al unísono de mi contracción arrebatadora que dobló e hizo que diera un golpe a una bandeja llena de utensilios médicos que quedaron desparramados por el suelo a modo de caos profundo. En ese momento hubiera cogido un bisturí y me hubiera cortado las venas, y probablemente hubiera dolido menos que mi útero.

Tengo algún que otro flash de pequeños momentos. Recuerdo que mientras me desvestía la enfermera/comadrona/auxiliar o persona no identificada me dijo algo así como “contrólate” y yo la miré con una cara de esas que te dan una hostia mental de las que te quedas medio lerdo para el resto de tu vida. A eso yo le llamó empatía de mierda, lo siento. He de decir que luego la chica fue super amorosa y encantadora y respetuosa, que me dio un acompañamiento que le deseo a todas las parturientas del mundo mundial. Pero, tía, es que no entraste con buen pie.

Mi marido estaba aún con los papeles, la admisión o con lo que fuera y entonces la comadrona me dijo “ahora te pondremos la epidural” por lo que se ve yo ya iba preparada para eso y murmuré un “no quiero epidural y no me toques” muy digno y poco convincente. Mi marido entró y escuchó a las dos enfermeras susurrando con cara de flipe “¿ha dicho que no quiere epidural?” Entonces entró el ginecólogo (que dicho sea de paso me parece un hombre entrañable y fue magnífico conmigo) y me soltó algo así como “Mujer, Rosa, creo que ahora ya no tienes dolor, tienes sufrimiento, y si sufres esto va a ser muy largo, bueno vamos a ver cómo estás y luego decidimos, ¿vale?”

Y estaba… de tres mierda de centímetros. Lo digo así, porque no sé como expresar la desesperación que en ese momento demostré, fue como un jarrón de agua fría que me desencadenó en una angustia incontrolable. Porque con tres centímetros te podrían mandar a casa. He de reconocer que a mi me dieron un trato VIP y nadie, en mi estado de alteración de conciencia, sugirió que me volviera por donde había venido. Quizá porqué no había ningún parto en ese momento, quizá porque les apetecería hacer su trabajo, quizá porque me vieron incapaz de hacer nada que no fuera gritar, o porqué simplemente les di pena.

Creo que mi marido me pidió replantearme todas las ideas preconcebidas que había madurado durante los últimos 9 meses. Me dijo algo así como “¿te acuerdas cuando la comadrona nos dijo que aceptáramos cualquier forma en la que Arlet decidiera venir al mundo?” Pues, joder, podría haber escogido una menos dolorosa.

Allí había amor a raudales, lo digo en serio, las comadronas fueron cariñosas a morir. O por lo menos eso me contó Miguel, que se enamoró de ellas. Es una pena que eso lo haya olvidado y en cambio recuerde a la sin nombre de la anestesista. Porque lo suyo no tiene nombre y yo soy una señorita y no insulto a nadie, o si insulto lo hago con mucho glamour. Entró la chica, según cuentan, en medio de otro dolor de esos que te desgarran el alma y se instauran en el cerebro y tal cual la muy profesional dijo “Ah no, yo así no te pongo la epidural, si no te vas a estar quietecita me marcho y parirás con dolor”. Lo dijo con tono y rintintín, que si hubiera dicho con amor «necesito que te quedes muy quieta porque esto es muy delicado y si no lo consigo no te podré poner la epidural y me sabría muy mal porque no te voy a poder aliviar el dolor”, pues mira, la cosa cambia. Pero yo a estas alturas de mi vida ya sé que hay gente imbécil y que en su casa no se lo han dicho, y la ignorancia es muy mala. Estoy segura que esa anestesista es de la misma familia que la mala persona que dijo que las contracciones son como dolores de regla muy fuertes.

Puedo imaginarme a Miguel poniéndose tenso al otro lado de la cortina, vaticinado lo que sería la lluvia de sapos y salamandras que llegó a salir de mi boca ante tal muestra de violencia verbal en una situación tan y tan vulnerable. Seguramente solté insultos poco educados y la miré con esa mirada que solo los que me conocen identifican como el fin del mundo. No sé como la comadrona logró calmarme, seguramente con mucha mano dulce, pero me pusieron la epidural que yo no quería, quizá porque me sentía derrotada, quizá porque en mi cerebro se instauró el «yo no puedo hacer esto” y me rendí. Le cogí el gusto a no sentir dolor, muy probablemente porque pensé que si eso iba para largo, pues lo mejor era que me relajara. Pedí droga dura, para caballos. Y no te vayas hasta que no sienta ni el dedo del pie.

Yo es que soy del todo o nada, si ya no podía tener un parto sin epidural, ya me daba igual todo, así que no sentir nada en ese momento era lo único que me reconfortaba. Miento. Sentir, sentía muchas cosas, lo que no sentía era dolor. Asumí que si solo estaba de 3 cm mi hija no iba a nacer el 12 de marzo, sino el 13. Que en el mundo estuviera a punto de descontrolarse una pandemia mundial es una cosa sobre la que ya hablaré otro día. Yo estaba ahí con mi marido esperando que el tiempo pasará y tan relajada que si me hubieran traído un mojito y una hamaca me hubiera sentido como en el Caribe.

A las 17.17 (hora local del cerebro de Miguel) entró otra vez el médico, yo creo que más porque su jefe (mi padre) pululaba por allí que no porque tuviera la esperanza de que pasara nada. Y al examinarme se ve que soltó algo así como “Ui, niña si ya estás de 8 cm ¿cómo lo has hecho?” y yo, que estaba en el Caribe con mi copa balón y mis rollos, me reí y le dije algo así “ es que yo he entrenado mucho para esta maratón” Nadie me dijo la hora, yo no pensé en preguntar.

A las 18.20 volvió a entrar, supongo que porque sospechó que me habría dormido ante tanta ebriedad. Y al examinarme dijo “ bueno, pues esto ya está, ¿eh? Vamos a tener que empujar” ¿perdona? ¿Vamos a tener que empujar? No, no, no, ¡eh! Que yo no estoy preparada, como que ¿vamos? No, no, voy, que esto es algo que voy a tener que hacer yo. Se ve que le miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas y en algún lugar de mi cerebro se manifestó mi lado racional “Pero a ver, doctor, ¿qué horas es? No, no puede ser, hombre, que hace poco rato que he llegado. Yo aún no estoy preparada para esto, paso. Vamos a esperar un rato.”

Claro, como si esto se pudiera decidir. ¡Olé tú, Rosa!

Parí tumbada, sí, sí, como recomendó que no lo hiciera mi fisio del suelo pélvico, pero tenía, como yo había pedido, droga en sangre por encima de mis posibilidades. Parí tumbada y saqué a mi hija con toda la fuerza que ni siquiera yo sabía que tenía. (Otro día hablamos si te apetece de cómo empodera el momento parto. Algo tan brutal, tan fuerte, nos tiene que hacer sentir todopoderosas, se habla poco de eso, creo yo).

Había varias cosas que me daban miedo del parto antes de ese momento y que marcaron el transcurso de ese día. La primera era tener que usar epidural porque epidural significaba muchas cosas: oxitocina, posible episiotomía, fórceps… Yo es que soy de carácter dramático: si puede ir algo mal, irá mal. Vamos todo lo que yo no quería. Le tenía pánico a que me cortaran, en serio. Y por encima de todo no quería que nadie me practicara una maniobra de Kristeller. Lo tenía clarísimo. Pensaba arrancarle la cabeza a cualquiera que intentara acercarse a mi barriga con la intención de apretar para que mi pequeña alien saliera rápido. Bueno mira, tú, cada uno tiene sus manías.

Por lo que se ve yo iba amenazando al médico diciéndole que no me cortara y él, que debía flipar, me contestaba que “Niña, no te voy a cortar porque sí, solo si fuera necesario”. También amenace a la comadrona cuando se puso a mi lado, “como me aprietes te corto la mano”. Pero ella me tocaba la barriga para saber cuando venían las contracciones, pero yo por si acaso ya la había amenazado.

Mi hija salió al mundo a las 19.05. Con tres pujos y un, “ ¿en serio? ¿ya?”. Según Miguel , mi hija salió haciendo el tornillo porque yo pedí que el médico no la ayudara a salir, que le dejara su espacio, que los bebés, como tú sabes, ya se saben el camino.

Arlet salió al mundo rápido, con ganas de vivir y mucha luz. Y en el momento en que la tuve en mi pecho, el resto de cosas perdieron intensidad. Ahí recuperé la conciencia y perdí la noción del tiempo. Bueno esto lo perdí al romper aguas. Lo que fueron tres horas y media a mi me parecieron un suspiro.

Le canté “On my own” mientras la sostenía encima de mi pecho escuchando su corazón y oliendo su aroma, mezclado de sangre, y vida. Y en ese momento el mundo cambió.

Lo que yo no podía imaginar es que el 12 de marzo de 2020 el mundo no solo cambió para mi, sino para todos.

Hoy entiendo por qué no todos somos hijos únicos: el dolor del parto se olvida. Es como si te resetearan el cerebro al sostener a tu retoño por primera vez. Me pregunto si tuviera un segundo parto si tardaría dos horas en decidir si ese dolor de regla es una contracción o una simple molestia. ¡qué lista es la naturaleza, la jodida!