Sobrevivir a la crianza y un relato para dejar el chupete

¿cómo sobrevivir a que tu hijo se haga mayor?

Encontrarás en esta publicación mi pequeña reflexión sobre la sensación cuando tus hijos crecen sin que tu puedas evitarlo.

Empecemos por el principio.

Soy Rosa y no estoy preparada para que mis hijas se hagan mayores.

Ale, ya está ya lo he dicho, me lo he sacado de encima y ya podemos continuar

Esto esta siendo un poco durillo estos días. No creía yo que tendría este sentimiento de culpa ante todos los cambios que me están atropellando últimamente. No míos, no. Mis cambios los gestiono fatal también, pero no pensaba yo que iba a llevar tan mal los cambios en lo referente a mis hijas.

Te lo cuento porque quizá te sirve, o quizá no, pero mira que me leas para mí ya es un honor así que vamos al grano.

En el último mes mi hija mayor, Arlet, ha evolucionado tanto que no me ha dado tiempo a asimilar que:

  • ha dejado el chupete
  • ha empezado a hablar y a comunicarse como una cotorra. Y no, no sé si lo ha heredado de su padre o de mí
  • está en proceso de dejar el pañal
  • me desafía con la mirada
  • ha aumentado el número de veces que dice NO por minuto. (y son muchas, créeme)

Bien. Quizá ahora estés pensando algo así como “ y la loca esta ¿pensaba que Arlet que ya tiene dos años y medio sería una bebé toda la vida?”. Pues no, pero la constatación de estos hechos me ha llevado a pensar dos cosas: me estoy haciendo mayor y el tiempo pasa demasiado rápido

Y no estoy preparada para ninguna de las dos.

Y quizá ahora dirás “vale rosa, pero el título de la publicación promete que me vas a contar cómo sobrevivir a ello”. Tienes toda la razón.

Te voy a decir que no creo que debas hacerme caso. Yo, como todas las personas con uno, dos o tres hijos, no tengo ni idea de lo que te va a funcionar a ti. Te puedo contar lo que me funcionó a mí, pero no por darte un consejo, sino para que tengas más opciones donde escoger. Darte consejos queda muy lejos de mis competencias.

Bien, al grano.

¿Cómo gestionar que tu hija diga NO a todo?

Difícil solución ¿eh? estoy segura que si has pasado por esta época, a ti también te ha pasado eso de “ como me vuelva a decir no, le pego un guantazo”. Seguramente también el guantazo nunca llegó, pero hay que reconocer que nos cuesta mucho salir de patrones que tenemos tan instaurados.

Primero de todo, el guantazo es el último recurso cuando ya no te queda razón. Digamos que seguramente a Putin le dieron unos cuantos sus padres. Recuerda que no eres peor madre o padre por tener este sentimiento en el que llegas a un punto en el que tu hijo o hija te lleva al límite y colapsas.

Te cuento lo que yo hago por si te sirve. Que ya te digo que no siempre soy racional y pierdo los papeles nivel huracán ¿eh? no te vayas a pensar que soy aquí un espíritu zen que va levitando por la casa.

Lo que yo hago es darle dos opciones. En vez de decirle que recoja algo, le pregunto si prefiere recoger sola o que yo la ayude. Si te fijas, cuando hay dos opciones hay menos probabilidades de que te diga que no, porque el no solo pega con una pregunta cerrada, no con una pregunta multiopción.

Parece una tontería y quizá ahora estás pensando que si me creo Maria Montessori. Esto no lo he inventado yo, lo he leído en algún libro y lo comparto contigo por si te sirve

¿Qué hacer cuando tu hija te desafía con la mirada?

No sé a ti, pero a mi me enerva que Arlet haga las cosas intencionadamente en plan “no tires eso” y ella me mire desde su casi metro de estatura y tire lo que sea en mi cara.

He leído por ahí que hay que educar menos en el no y más en el respeto. Más allá de ofrecerles alguna alternativa en plan “¿quieres dejarlo encima la mesa o me lo das a mí?” no se me ocurre nada.

Tampoco creo en el 100% en el refuerzo positivo ese en el que no puedes reñir a tus hijos y todas estas cosas que hoy en día están de moda. A veces no sabemos hacerlo. Y eso no nos hace padres o madres menos cualificados

Dejar el pañal, ¿quién de las dos no está preparada?

Mira esto lo llevo fatal. Yo pensaba que aún me quedaban meses por delante y de repente un día la profe de la guarde me cuenta que en el cole Arlet ya no lleva pañal porque va al lavabo con su amiga Ariadna.

Yo a veces me pregunto si en el cole tienen algún truco que es como “ el gran secreto de las maestras de infantil” y que cuando se gradúan prometen llevarse a la tumba y no compartirlo con nadie. Si no, no me lo explico.

Arlet odia profundamente que le quite el pañal en casa. No sé, quizá es una cuestión de celos, por el hecho que estamos todo el día cambiando el pañal de Cloe. O si no está segura de poder ir a l lavabo a tiempo y no soporta mearse encima.

El caso es que me siento un poco presionada. Quizá en la guarde la ven tan preparada que, sin mala intención, me animan a quitarle el pañal ya.

Me animan, no me obligan. Pero es inevitable que yo piense que soy la peor madre del mundo porque siento que por primera vez le estoy poniendo límites a mi hija.

Sé que esto es algo evolutivo Que si le pregunto a mi hija cuando llega a casa si quiere quitarse el pañal y me dice que no, quizá es o porque no está preparada o porque ella también quiere ese momento que tanto su padre como yo compartimos con su hermana menor.

Así que batallo todos los días con esa voz que tengo en la cabeza, una de ellas, que se divide entre saber que si en el cole es capaz de estar en pañal también lo es en casa y la culpa de no querer obligarla. Y en el fondo no querer que se haga mayor

¿Cuándo dejará de sorprenderme con sus palabras?

Es una pregunta retórica. Sé muy bien que aprenderá a hablar como una adulta. Aunque últimamente me he dado cuenta que ha empezado a usar pronombres y a a hacer frases gramaticalmente correctas.

Eso para mí es un shock. Y un alivio.

Entender que cuando se despierta por la noche es porque tiene miedo, sed o quiere a su padre significa que ya no tengo que batallar con una rabieta que ya no sé de dónde viene. Ahora las rabietas las batallo igual, o peor. Pero saber de dónde viene es pasar a poder conducir otro tipo de vehículo en el carnet de madre nefasta.

Tiene sus cosas buenas, dejando a un lado que la comunicación es de los indicadores más dolorosos que está dejando de ser una bebé. Te diré que esa sensación de escucharle decir “t’estimo” o «te quiero» en castellano me ha impactado tanto que no sabía que el corazón te podía explotar dentro.

Y sí, con esto termino mi momento purpurina. No te preocupes, no quiero indigestarte.

¿Cómo dejar el chupete sin moriren el intento?

Es curioso que algo que le damos a nuestros hijos por nuestro bien, para que deje de llorar, para que se calme, puede ser al mismo tiempo algo que decidimos nosotros también que debe dejar.

Mi hija no escogió llevar chupete. Se lo endiñé yo cuando la segunda noche del hospital pasó de ser un bebé recién nacido adorable a ser la viva personificación de un gremlin mojado.

Arlet no escogió ser adicta al chupete. Se lo di para que dejara de llorar cuando no se podía dormir.

Ella no escogió dejarlo. Yo decidí que era el momento adecuado

En mi ciudad hay una costumbre por la fiesta mayor: los niños atan el chupete a la cola de la Vibria. Un bicho bastante feo a mi gusto.

La preparé desde agosto, preguntándole si quería regalarlo y recordándole que sus amigas sí irían a la plaza de la catedral para dejar su preciado tesoro. Ella estaba convencida.

Hicimos fotos, lo colgamos en la cola de la bestia y, bueno, luego me di cuenta que realmente no sabía que si lo daba, significaba que ya no lo tendría más.

Pasamos un par de noches chungas. Chungas nivel divorcio en la que mi marido se debilitó ante el ataque incesante del enemigo. Pero yo no. Así que inventé una historia para contarle a mi hija que el chupete no volvería más. Te la comparto al final de este artículo por si quieres adaptarla a tu historia.

Nunca subestimes el poder de una buena historia. Esta se ha convertido en su favorita y desde que existe no ha vuelto a reclamar el chupete

Que sí, que ya sé que es egoísta no dejar que mi hija crezca. Que no, que no es que sea una madre obsesionada por el hecho de que le gustan los bebes. De hecho, jamás me gustaron los niños pequeños.

Pero que mi hija mayor se convierta de la noche a la mañana, en un mes, de una bebé a una niña, es la constatación dolorosa de que empieza una nueva etapa en nuestras vidas.

Y ¿qué quieres que te diga?, yo a veces lo del paso del tiempo no lo llevo bien.

Te comparto aquí la historia que le cuento todas las noches para dejar el chupete.

Había una vez en un país muy y muy lejano…

Una bestia buena que era mitad mujer y mitad dragón y se llamaba Víbria

Ese animal volaba un día por el reino cuando oyó el llanto de una niña y al aterrizar en el bosque para ver si podía ayudarla, se hirió en una ala.

La niña, Brit, lloraba desconsolada porque se había perdido. Había ido a la fiesta mayor del reino y se perdió.

—Brit, ya sabes que los niños deben ir de la mano de sus padres para no perderse ¿verdad? Venga súbete a
mi lomo que te llevo de vuelta.

Pero no alcanzó a alzar el vuelo, porque la herida le impedía volar

— Brit, ¿cuántos años tienes?
—Dos — le contestó la niña dejando de llorar
—Pues hemos tenido suerte, los chupetes de los niños de dos años son mágicos. Si me lo atas a la cola, podré volar.

Y así consiguió la bestia llevar a Brit al pueblo, volando por encima de campos y caminos.

Al llegar al pueblo, la Vibria sabía que si le devolvía el chupete a la niña, no podría llegar a casa ni salir en la
fiesta mayor del año siguiente.

Y como Brit sabía que su chupete era mágico, se lo regaló al animal para que pudiera volar.

Y así fue como la Vibria consiguió llegar a casa y guardó el chupete de Brit en una caja rosa, para atárselo el año siguiente en la cola y volar hasta la fiesta mayor.
colorín colorado, este cuento ha acabado

*este relato lo he inventado con Arlet basándonos en la costumbre de dar el chupete a la Vibria durante las fiestas de Santa Tecla. Y sí, mi hija escogió el nombre de la niña y el color de la caja del chupete. No hay mejor momento en el mundo que cuando nos inventamos cuentos para ir a dormir

Si te ha gustado y lo compartes no olvides mencionarme: el relato es propiedad de la imaginación de mi hija Arlet y no querrás robarle a un niña.

MiniRelatos de septiembre 1

En Instagram suelo escribir reflexiones o MiniRelatos. No me gustaría que te los perdieras. Es por esto que hoy te comparto los dos primeros relatos de la serie «relatos para gente sin tiempo».

Relato «septiembre»

Volver a empezar.

Una y otra vez, una vez más. Como si vivir no fuera suficiente.

Volver a nacer, en cada septiembre que promete un año mejor.

Tiene más vidas que una immortal, pero en realidad no vive en primera persona ninguna de ellas.

Ella prefiere la tercera persona del singular. Es un lugar más seguro, menos comprometido.

La primera persona implica más que respirar, implica actuar.

Volver a empezar, de nuevo, un septiembre lleno de propósitos por cumplir.

¿Y si esta vez es diferente? Y si… esta vez decide que quiere, por fin, conjugar su vida desde el Yo y no el Ella.

Y de repente, vuelve a ser la primera persona del
singular.

Fin.

Relato «del amor al odio»

Bebía para reavivarse.

Del susto se había desmayado y él la recogió del suelo y le ofreció agua.

Ella le pidió alcohol, porque ya no tenía nada que perder.

Había ido a verle después de muchos días de evitarla porque le costaba darle la noticia. Se casaba con Isabel.

Y ella hacía días que intentaba encontrarlo para decirle que esperaba un hijo suyo.

Mientras bebía, el ruido del hielo picando en el vaso le recordaba que el alcohol no era para el embarazo.

Calibraba sus opciones mientras escondía una barriga que, por ser demasiado pronto, nadie notaba excepto ella.

Si quería sobrevivir, si su bebé tenía alguna opción de vivir, de no ser un bastardo, solo tenía una opción: Isabel tenía que morir.

No sabía cómo, pero empezó a imaginarse la sensación cuando él le dijera que ya no podía casarse, porque su mujer ya no existía.

Y mientras tanto, él la observaba pensando que esa mirada perdida solo significaba que no le importaba nada de lo que le estaba contando.

Lo que él no sabía era que su vida empezaba a cambiar para siempre.

Fin.

Relato: el camino negro de baldosas amarillas

Hoy te regalo un relato que empieza con una frase de una amiga. Me permitió además usar su historia para inspirarme

Encontrarás aquí mi pequeño homenaje a las persona que en algún momento han tenido dentro la palabra «cáncer». Y también una manera más de agradecerle a mi amiga que me dejara usar su historia.

Todos creían que era una superguerrera, una heroína con capa. Pero en realidad solo era una chica normal con muchos motivos para vivir.

Porque si fuera una superguerrera seguramente esta hubiera sido una lucha más para salvar el mundo, pero en realidad no se vio con fuerzas para salvarse a sí misma.

“Tú puedes” le decían.
“Ganarás la batalla” la animaban.
“Te curarás, ya lo verás” vaticinaban.

Una vez leyó en un libro una frase que en ese momento odió. Decía así:

“(…) dos años largos de enfermedad—que no de lucha porque el cáncer no es una batalla que se libra contra alguien o alguna cosa, no es nada que dependa del esfuerzo de quien lo padece — (…)”

¿Cómo Sebastià Portell (el autor de la frase) podía ser tan soberbio? Eso lo pensó entonces, ahora entiende la frustración y las palabras de alguien que perdió un ser querido que no tuvo la oportunidad de vivir.

Toda la vida había creído que aquello era una lucha, una batalla contra un mal que según dicen afecta a una de cada ocho mujeres. Pero siempre había pensado que ella era de las del grupo de siete. No porque pensara que era inmortal; en realidad, como muchos, solo entendía la desgracia como algo ajeno a ella.

Y de repente, un día cualquiera, en una revisión cualquiera, encontraron algo que pasó de ser un bulto a ser el número uno del grupo de ocho. Porque…¿quién mierda inventa este tipo de estadística? Tan lejanas, tan ajenas a una misma, tan racionales e inhumanas. Hasta que te toca ser el uno, claro, entonces eso ya no es una estadística, es la realidad.

Estaba allí sentada, el día que le dieron los resultados de las pruebas, intentado convencer al médico que eso no era real, porque era demasiado joven, porque no entraba dentro del grupo de riesgo porque… la boda era en dos meses.

Pero en el fondo la discusión no era con el médico, porque él no podía hacer nada ante la evidencia científica de que, efectivamente, eso era un cáncer de mamá. La discusión era en contra de su propio cuerpo, que por un momento culpó por no saber defenderse.

Para ella, la vida se puso en pausa, y pasó de hacer pruebas de vestido a visitas médicas, a sesiones de quimio y empezó a oír eso de que ella burlaría a la muerte, de que fuera fuerte, de que ganaría. Como si ser fuerte pudiera escogerse.

Entonces entendió por qué no le gustó leer esa frase del libro: porque nos escudamos en que esa es una lucha que podemos ganar o perder. Pero en realidad salimos al campo de batalla con menos fuerza que el enemigo: jugamos con la desventaja de nuestro miedo.

Y ella lo sabía, todas las noches, cuando pensaba en su boda, en su vestido y en ese viaje que no tenía claro que pudiera hacer algún día.

Fue entonces que se dio cuenta que el regalo más grande que le brindo el cáncer fue el placer del tiempo con él. Él que estuvo en todas las sesiones, en todas las visitas posteriores, en todas y cada una de las noches en el baño. Él que le prestó su capa cuando ella estaba harta de fingir que aquella era una batalla que podía ganar. Él que nunca le compadeció, ni le dijo que tenía que luchar para vivir.

Porque “tener que” era una obligación que ella no podía asumir.

El cáncer le robó su boda, su pecho, su pelo, pero le demostró que sí, tenía muchos motivos para vivir.

Y él le mostró que el mayor motivo era la idea de felicidad que dibujaba en su piel cuando se sentaban en el sofá blanco del hospital, cuando la enfermera no le encontraba la vena o cuando se le secaban los labios y estaba tan agotada que no quería beber.

Tras cada uno de los efectos secundarios del tratamientos, allí estaba él, cansado y muerto de miedo, recogiendo el pelo del lavamanos, pero siendo fuerte para ambos, siendo su hogar, su abrazo, su fuerza.

Y cuando todo se volvía más oscuro, cuando ella odiaba que le dijeran “lucha que vencerás”, cuando esas palabras vacías llenaban el silencio, él volvía a recordarle que algún día se casarían y ella llevaría zapatos rojos y bailarían hasta que les dolieran los pies.

Hoy, que se mira las puntas de esos zapatos de Mago de Oz, ha juntado los talones y ha pedido que la lleven a casa, que la devuelvan a Kansas. Y al final del pasillo estaba él, frente al altar, sonriendo y moviendo los labios para recordarle que si seguía el camino de baldosas amarillas llegaría a su hogar.

Y con un “Sí, quiero” Dorothy volvió a casa. Limpia. Viva. Sin capa.

Si la vida te da un respiro…

En esta publicación te cuento la razón por la que llevas unos días sin saber de mí. Y de paso te adelanto algunas novedades.

Por cierto, la frase con la que empieza esta reflexión me la regaló mi hada madrina Puri. Quizá no es el relato que ella esperaba pero por lo menos es la reflexión más personal que he hecho hasta el momento.

Si la vida te da un respiro, respira sin pensar. Porque nunca sabes cuándo tendrás otra vez la oportunidad de parar.

A mí parar me cuesta mucho. Tengo ese chip implantado que me dice que estoy programada para “hacer cosas”. Sea lo que sea, siempre hay que hacer, hacer y volver a hacer.

Hasta que paré y respiré y entonces me di cuenta que poco me imaginaba yo que el 2022…

sería madre otra vez. Bueno, vale eso sí lo sabía porque terminé el año 2021 con una barriga de ocho meses y medio. Eso no me pilló por sorpresa.

Lo que me imaginaba era que sería el año del mayor cambio de mi vida.

Me hice una agenda, porque yo soy de esas que aún me apunto las cosas en papel (bueno en papel y en la agenda del móvil porque tengo una vida muy atareada). Y no pensé que la usaría para lo que la estoy usando.

Empecé el año de baja (no solo por estar a punto de parir mi segunda pandemial, que también), sino porque pasé un mal embarazo

Empecé el año sabiendo que había algo que no funcionaba

Y ya hemos terminado julio. (Por favor, tiempo, dame un respiro).

Y la vida ha decidido, sin esperarlo, que todo se vuelva inestable, inseguro y bastante locura.

Y la gran novedad de mi vida es que ya no trabajo donde trabajé durante 12 años y ahora tengo que encontrarme. Porque en el momento que me quedé en paro me di cuenta que al no estar trabajando, no me reconozco.

  • No reconozco mi calma. Si esto hubiera pasado hace dos años me hubiera hundido en la miseria.
  • No me veo reflejada en mi ritmo. Parece como que todo se ha pausado
  • No me identifico con mi nuevo yo. Porque llegué a creer que fuera de donde trabajaba no sabría hacer nada más.

Pero resulta que aprendí que mi trabajo no me define. Yo no soy esa Rosa. Soy mucho más que eso (o eso espero)

Y sin darme cuenta, miro mi agenda y ya no tengo que apuntarme cosas como “recordar a Miguel que recoja Arlet hoy que tengo no se qué” o “ comprar leche para Cloe»

Ahora me apunto cosas como… “Vas tarde con tu nuevo proyecto, haz el favor de focalizar.”

Bueno, a Cloe le sigo comprando leche pero no tengo la cabeza tan bloqueada como para tener que apuntarlo en la agenda.

Poco me pensaba yo que el 2022 cambiaría mi vida de esta manera. Sinceramente.

Los cambios asustan. Pero a veces los cambios que te obliga hacer la vida son necesarios. Me he dado cuenta que las cosas que no esperamos nos hacen reaccionar o hundirnos. Por suerte esta vez yo he decidido reinventarme.

Y por esto hace días que estoy en silencio, porque después de gestar y parir pandemials, si eso no fuera poco, he dado un giro radical a mi carrera. Y eso me ha dejado un poco descolocada.

Aunque si me conoces un poquito sabes que yo por la vida voy con plan b, c y hasta z si es necesario. Nunca dejo nada al azar. Siempre hay que ver todas las opciones. Obviamente llevo un Excel de todas las posibles soluciones a este problema pasajero.

Solo quería decirte que he vuelto. Vuelvo con ganas a escribir de todo, a leer de mucho y a reflexionar sobre maternidad de vez en cuando.

Así que me he tomado un respiro, que espero que no me hayas echado de menos, pero te aseguro que poco a poco volveré con novedades fantásticas. Así que si ya estás suscrito/a al blog serás la primera persona enterarte.

Y si no estás suscrita/o, pues no seré yo quien te diga que ya vas tarde 🙂
(para suscribirte, al final de la página de «quién soy» encontrarás una cajetilla para poner tu mail. Sí, lo sé, no es muy fácil, estoy trabajando en cambiar la web y vas a aluciflipar con la nueva)

¡Nos leemos!

A veces, ser madre me supera

Foto de Blasco Visual Studio

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Ya has pasado por la rabieta de ir a buscar al gremlin al cole y que te la lie porque no quiere subir al coche. Obviamente, tú has intentado evitar el momento dejando que jugara durante una hora en el parque de al lado de la escuela. Pero te voy a decir algo: las rabietas no se pueden evitar.

Se acompañan, pero no se evitan.

Tu hija ya te ha avisado a su manera que eso solo es un preámbulo de la posible explosión de lloros y gritos que vendrá cuando ya esté tan cansada que no sepa si quiere dormir, cenar o tirarse por las escaleras haciendo surf encima de una toalla.

Y tú a las seis y media ya has agotado toda la empatía y paciencia que tenías para pasar el día. TODA. Con lo que cuando ya ves que tira el yogur, porque… quería sacar la tapa ella, pero no podía, te ha pedido ayuda y, cuando lo has abierto, le has hecho la putada más grande del mundo porque quería hacerlo ella, entonces ya dices “mira, que llore y ya se cansará”.

Meeeeeeh. Error. Alarm. ALARM.

Y ya la tienes: niña en el suelo, dándose de cabezazos contra el mármol porque el bubú (yogur para los mortales) se ha caído. Y tú intentas explicarle que hay una gran diferencia semántica entre “caer” y “tirar”, pero eso le da igual, porque para ella se ha caído y que le digas que lo ha tirado aún le enrabia más.

Entonces decide quitarse la ropa y el pañal. Llora más porque se acaba de mear encima. Resulta que la niña te ha salido fina y lo de mojarse no le va. No quiere ducharse, no quiere el biberón de ir a dormir, no quiere chupete, no quiere dormir. Ahora sí quiere dormir, pero cuando la pones en la cuna lo que realmente quiere es ir a la bañera.

Y entonces tú colapsas. BOOOM, neuronas fuera.

Si ya has pasado por la aDOSlescencia, sabrás de lo que te hablo. Y coincidirás conmigo que como persona adulta con carrera, másteres, dotes de liderazgo, gestión de equipos y todas esas mierdas, en el fondo eres un mar de incompetencia.

Sí, a mí también me ha pasado. Me doy cuenta que tengo un tiempo límite para las rabietas que suele rondar la hora y media. A partir de ese momento, sin querer, me pongo a su nivel, olvido que es una bebé gestionando emociones y me vuelvo loca.

Bien, aquí es donde aparece mi colega: la culpa.

Culpa porque hoy le he gritado a mi hija, porque al final he tenido que sobornarla en plan “si no te pones el pijama, no te doy el chupete” (lo sé, súper Montessori, no me juzgues), porque de dentro me sale eso con lo que nos hemos criado (una buena hostia a tiempo…) y porque, ¡qué coño!, yo no tengo ni idea de criaturas, ni de bebés, ni de niñas que están en pleno descubrimiento de su carácter.

Y yo me pregunto, ¿para qué tanta formación si en lo más importante de la vida no sé como reaccionar? Pues para nada. Así de claro te lo digo. Un MBA que te prepara para llevar equipos y proyectos no te enseñará a gestionar dos bebés. De hecho, tener dos gremlins se asemeja muy poco a gestionar un grupo de veinte adultos con sus egos y sus mierdas. Bueno, en algo sí se parece: todos tienen mierdas y egos. Y el ego de mi hija me deja aluciflipada cada día.

Te diré más: cuando llega este punto en el que yo me pongo como un gremlin mojado y me transformo en el monstruo de las tinieblas, me ayuda mucho la distancia. Sí, sí, has leído bien. la distancia.

Llamo a Miguel y me aparto.

Y lloro. Porque llorar es lo único que me sana a veces. Derramo lágrimas por lo que he hecho mal ese día, me revuelvo en la culpa como un cerdo en el barro y respiro. Y me jode profundamente ver como, al llegar él, mi hija se convierte en un animal achuchable y mientras la oigo reír, yo me hundo más en ese sentimiento.

Pero luego pasa. Y sé que al día siguiente lo haré mejor.

Así que en conclusión: me encanta ser madre, pero a veces ser madre se me queda un poco grande.

Recuerda: lo estás haciendo bien.

Relato. Lo que la casualidad me regaló.

Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.

Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.

Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.

O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.

Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.

Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.

Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.

En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.

Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.

Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.

Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.

Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.

Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.

Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.

No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.

Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.

No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.

No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.

No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.

Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.

Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.

Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.

Que solo me queda este libro que habla de ti.

Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.

Que no es casualidad que encontrara.

Que, por fin, te dejé ir.

Estaré sola y sin fiesta, Sara Barquinero.

“Estaré sola y sin fiesta” es una novela que te muestra de manera ágil dos historias paralelas.

Por un lado tenemos la protagonista: una joven que encuentra el diario de Yna en la basura. Su línea narrativa principalmente se desarrolla mientras busca qué fue de la autora del diario misterioso. Se junta en esa búsqueda una crisis existencial (que podemos achacar a la cercanía de los treinta) su hastío con la vida en general, la relación con su pareja, con su trabajo etc.

Por otro lado, mientras la protagonista busca respuestas a través de la investigación, descubrimos la historia de Yna, la persona que escribió el diario. Siempre conoceremos esta trama a través de las investigaciones de la protagonista, haciendo saltos temporales bien estructurados y que te guían a través del tiempo con mucha maestría.

Mientras lee el diario, la obsesión que tiene la protagonista de saber quién era Yna crece mientras viaja a Barcelona, Bilbao o Zaragoza para seguir las pistas que deduce del diario. Se pasa buena parte del tiempo buscando al supuesto amante de Yna, Alejandro. Sigue cada uno de lo indicios que encuentra y acaba encontrando a dos posibles candidatos.

Mientras todo esto pasa, su vida se queda como en pausa. El diario es una manera de escapar de una realidad que no le gusta ni le motiva. Su obsesión, casi enfermiza, le hace replantearse su entorno y muchas veces, dos vidas que parecían paralelas se entrecruzan para casi fundirse en una sola trama.

Te gustará este libro si empatizas con las protagonistas en plena crisis de adultez, si te gustan las historias bien tejidas y los interrogantes abiertos a una gran imaginación. El personaje principal está muy bien plasmado y su obsesión está descrita de una manera que acabas obsesionándote .

No leas este libro si lo que buscas es una novela de acción trepidante. Aunque pasan muchas cosas en el transcurso de las páginas, el ritmo no tiene nada que ver con la intriga y la gracia de las novelas de Agatha Christie.

Me sorprendió de este libro el primer capítulo: te habla de un gran hongo que existe en un bosque lejano y que se expande a través de la tierra. Hasta que no has avanzado bastante en las páginas de la historia, no entiendes el porqué de ese primer capítulo. Esa explicación detallada de un hecho científico parece no tener la más mínima importancia hasta que te das cuenta que te ayuda mucho a entender la psicología del personaje.

En mi opinión, Barquinero tiene un estilo bastante parecido al Lana Bastašić. No sé si es una cuestión generacional, que podría ser aunque entre ellas se lleven 8 años, o pura coincidencia. Leyendo «Estaré sola y sin fiesta» me ha parecido que el tono, la manera de explicarse, las inquietudes de los personajes, tenían bastante que ver con Atrapa la liebre. Aunque la historia no tenga nada que ver y las autoras sean de dos mundos totalmente distintos, me ha parecido curioso encontrar estas coincidencias en la voz narrativa.

Desde mi punto de vista, creo que una de las cosas que más engancha en este libro es el hecho que está en auge crear protagonistas en plena crisis existencial.

Esto sí me parece una un tema generacional. Creo que los que nacimos en los 80 y los 90 no nos cuesta nada vernos reflejados en historias que retratan uno de los principales problemas de nuestra generación: la pérdida de identidad, o más bien lo llamaría el caos identitario: somos una generación perdida entre el exceso de información, el exceso de formación, la falta total de motivación y la dificultad para llevar el cambio generacional que supone que antes la vida estaba pautada de una manera muy clara y ahora vivimos al día con inmediatez y casi con prisas. Yo creo que esto hace que empaticemos tanto con los libros cuyos protagonistas superan o pasan por una crisis de los 30 o de los 40 porque es más o menos lo que estamos viviendo todos.

No sé si Sara Barquinero es el descubrimiento del año, lo que sí puedo decirte es que vale la pena leerla.

Todo pasa (y otras cosas que una madre no necesita escuchar)

Foto de Blasco Visual Studio

“Todo pasa” es una de las frases más repetidas. Ya en sí misma es una frase vacía que solo llena la conciencia de quien la dice. Porque ya sabemos que todo pasa, que nada dura para siempre, que las guerras se acaban. Pero ahora, ahora que estás triste, ahora que te sientes agobiada, sola, sobrepasada, que todo lo haces mal, no te consuela saber que todo pasa. Porque cuando pase, tendrás otras cosas en la cabeza y es ahora que lo estás pasando mal. Y no, ahora mismo no todo pasa.

Hoy vengo a hablarte del posparto. Pero del posparto que tiene más sombras que luces. Porque de las luces hablamos todos. En las redes inunda la positividad tóxica, las super mamás que lo pueden todo y no les falta nada, los bebés vestidos de blanco sin una mancha de leche agria, las parejas felices que se miran a los ojos con dos niños pequeños sonriendo. De cara a la galería todo es tan bonito, tan perfecto, tan armónico, que las sombras se disipan entre tanta sonrisa.

Pero no le vamos a dar solo la culpa a las hormonas de las sombras. Sí, es verdad, las hormonas son una mierda, pero no son todo lo que pasa en el posparto. Esas pequeñas cabronas no ayudan, nada, pero son tan invisibles que mucha gente cree que no existen. Hay gente que piensa que lo de las hormonas es una excusa que nos inventamos para poder justificar nuestro comportamiento irracional.

“Tienes que encontrar tiempo para ti”. A ver, vamos a ser realistas porque de verdad que esto de llegar a todo nos está hundiendo la vida. Sí, soy muy consciente que antes de ser madre, soy persona, y mujer, pero… con dos bebés en casa y una de ellas con escasas semanas, ¿en serio te crees que hay una remota posibilidad que tenga tiempo para mí? Si lo tuviera, probablemente me tomaría un gin-tonic en un bar con alguien con quien realmente quiera invertir mi tiempo. Gracias por decirme esto, pero hoy aún es pronto para el tiempo para mí.

“Tenéis que encontrar tiempo para vosotros”. Llegamos a la cama tan cansados que a veces me doy cuenta que en todo el día ni nos hemos mirado a los ojos. En un posparto inmediato el “nosotros” pasa a un segundo (o quinto) plano. En un posparto con dos bebés, el “nosotros” se diluye entre los biberones, las rabietas, las cacas explosivas y la vida entera. No, ahora no podemos encontrar tiempo para nosotros, porque primero tenemos que recolocarnos, reestructurarnos y encontrar nuestro sitio.

Y no me malinterpretes: el tiempo en pareja, solo dos, es muy importante. Lo sé, la teoría me la sé. Te lo juro. Pero también me sé la realidad: estoy en un momento en el que no me planteo aún dejar a Cloe con nadie (ni siquiera dejo que nadie la coja) y Arlet está en plena aDOSlescencia así que no quiero que nadie cargue con sus rabietas. Así que asumo que la pareja se ha puesto en pausa. Vendrán momentos para nosotros dos, incluso viajes o fines de semana. No sé si será en seis meses o dos años, pero sé que volverán las citas en la playa, las noches sin terrores nocturnos y los días que por fin tengamos un segundo para mirarnos a los ojos y reconocernos. Pero ahora no es ese momento. Ahora toca asumir cada uno su rol, transitar con nuestra bebé mayor el cambio, cuidar de nuestra bebé pequeña y darle el vinculo que necesita sin interferencias.

Eso no significa que nos dejemos de querer, que incluso durmamos abrazados o que no nos robemos besos. Solo significa que ahora el rol que tenemos durante unos meses es el de padre o madre. El de marido y mujer volverá, cuando todos nos encontremos.

“Tienes dos hijas preciosas deberías estar contenta” Estamos de acuerdo: tengo dos hijas preciosas, pero el plural a veces me abruma. Me siento sobrepasada, regularmente triste y a menudo la más incompetente de mundo mundial. Lloro todos los días por chorradas y como ya te he contado tengo que asumir que esto es temporal, pero la temporalidad duele y ahoga. Y todo ese dolor, las lágrimas y el estrés no me lo va a curar el hecho de tener dos hijas que son un milagro.

“A ver, que tú querías tener hijos, no se porque te quejas”. Pues me quejo porque me sale de los ovarios, no te digo… me quejo si me da la gana. Sí, he escogido yo ser madre, y doy gracias por haber podido escoger, pero es que a veces parece como que si querías tener hijos ahora no te puedes quejar. Me quejo porque me paso el día con un cachorro encima mío, me quejo porque no tengo un minuto de desconexión. Me quejo porque ahora mismo no sé quién soy. Me quejo porque tengo todo el derecho del mundo a quejarme. A ver si por el hecho de ser madre se me ha revocado el privilegio de poder compartir mis mierdas.

Así que si algún día escuchas a una madre quejarse, no le digas nada de eso. No ayudas. Si quieres ayudar, llévale túpers, escúchala sin darle soluciones o regálale un masaje. Porque muchas veces simplemente necesitamos vomitar lo que nos pasa por la cabeza, como una vía de escape, pero lo que definitivamente no necesitamos son juicios de valor.

Relato. Fatiga pandémica

Necesito un gin-tonic. Pero no uno de esos modernos con pepino y tónica importada. No, más bien un gin-tonic tradicional, de los de antes, de los que bebía en la uni cuando aún no estaba de moda la ginebra.

Hoy en la tele dicen que ya podemos salir a la calle. He esperado este momento desde el día que empezó el confinamiento. Y ahora que ya ha llegado, no sé muy bien qué significa poder salir. ¿Libertad? ¿Normalidad? Me da la sensación que todo eso queda muy lejos, que la vida ya no es la misma después de estos meses, del silencio, de la soledad. O quizá sí soy la misma y yo no sé verlo.

¿Me reconocerá la gente cuando me vea? Ni yo misma lo he hecho cuando he pasado por delante el espejo. Hacía mucho tiempo que me no me veía, me miraba al espejo solo cuando me dibujaba la raya en los ojos para las interminables reuniones por videoconferencia. Pero hoy me he visto de verdad: me he mirado fijamente a los ojos por encima de esas bolsas que me hacen parecer mayor. Acabo de cumplir treinta años y parezco más vieja que mi madre. ¿Puede ser por la falta de sol? ¿Por el exceso de alcohol durante el encierro? ¿Por la ausencia de interacción social? ¿La soledad envejece?

A finales de marzo descubrí una cana en la sien y casi me da un paro cardíaco. ¿A qué edad es aceptable que empiecen a salir? No tengo ni idea. Total, tampoco nadie se dará cuenta si todos estamos encerrados. Pero estos días irreales han marcado un antes y un después de mi existencia. Pero no puedo culpar las canas por ello. No voy a culpar la pandemia de mis mierdas, sería injusto.

Recuerdo perfectamente el día que todo empezó. Llevábamos una semana en nuestras casas y yo estaba muy harta de mi rutina: levantarme, vestirme solo de la parte de arriba por si a mi jefe le daba por pedirme que conectará la cámara, hacerme la raya, sentarme en el escritorio, escribir código inútil para justificar mi alta productividad, terminar de trabajar una o dos horas más tarde lo que lo haría si fuera a la oficina, quitarme la parte de arriba y dormitar en el sofá viendo telebasura que no hablara del coronavirus mientras me bebía la botella de vino blanco que había abierto ese mismo día y terminaría antes de irme a dormir. Y ese día, después de una mala versión de un reality de parejas me acordé de él.

A las dos de la mañana estaba delante del ordenador tecleando su dirección para iniciar sesión en gmail. Dejé el cursor encima de la casilla de contraseña y esperé unos segundos. No sabía cuántas oportunidades tenía antes de bloquearle la cuenta. De hecho creía que no había ni la más remota posibilidad de que yo supiera su clave de acceso, ya que jamás compartimos números secretos. Quizá por eso le dejé por otro. O quizá simplemente no funcionaba. Pero él sí tomaba gin-tonic con pepino, con ginebra de importación. A él siempre le gustó lo bueno.

Y por un momento me acordé que siempre le decía que tenia que aprender a escribir esa marca impronunciable de ginebra, como si fuera algo que tuviera que usar todos los días. ¿Y si esa era su contraseña? La busqué en Google, copié y pegué el nombre impronunciable y dio error. Siempre lo había visto como un hombre simple, pero quizá no lo era. ¿O si?

Volví a pegar el nombre y añadí su año de nacimiento. El navegador se puso a pensar y entró en la bandeja de entrada. Al final resultaba que sí era tan simple como imaginaba. Me paré un minuto o dos mirando fijamente la pantalla, como si no me acabará de creer lo que estaba haciendo. No entendía muy bien por qué lo había hecho. No tenía ningún sentido. Llevaba sin pensar en él más de un año, después de superar el duelo de la separación no le dediqué ni un minuto a echarle de menos.

Sergio nunca entendió por qué lo dejamos. Bueno más bien, le dejé. Porque fui yo quien le abandonó sin una explicación que pudiera calmar su rabia. Él me pidió que fuéramos amigos, pero todo el mundo sabe que no puedes entablar una amistad justo al dejar una relación de más de cinco años. Un tiempo después, quizás. Pero mantener el contacto al romper es solo una manera ruin de alargar el sufrimiento de quien han abandonado.

Empecé a hacer bajar el ratón y me di cuenta que todos los mensajes eran de la misma chica. Laura García. Un nombre difícil de rastrear en las redes sin más información. ¿Cuántas Lauras García podían existir en Madrid? ¿Cientos?

Y, como si de una novela se tratara, leí uno tras otro todos los mails de la tal Laura, mails que empezaban el uno de febrero del año anterior, quince días después de abandonarle. Las contestaciones de Sergio se movían entre el odio a su ex (o sea yo), la pena y el flirteo mal encubierto. Jamás se le dio bien ligar. Era más bien un sujeto pasivo sin gracia. A medida que avanzaba en la historia, reconstruí su duelo, su ira, su rabia, pero también su nueva historia.

Laura era una tía guay. Aguantaba estoicamente las cartas de amor de Sergio que ni siquiera hablaban de ella. En el fondo Sergio me las dirigía a mí, solo que las enviaba a la destinataria equivocada.

Intenté averiguar dónde habían conocido. Por el tono que él usaba para hablar de la “oficina” podrían haberse conocido en el trabajo, en algún momento ella se quejaba de su jefa, que seguramente no era la misma majíssima persona que tenía Sergio como jefa de la que siempre hablaba maravillas. Cada día se intercambiaban cuatro o cinco mensajes que él siempre iniciaba con un “buenos días” para luego vomitar historias sobre mí.

Descubrí que en más de una ocasión condujo hasta mi portal sin atreverse a picar al timbre. Que me vio en el cine con el que el llamaba “el hijo de puta ese”. Que me espió a la salida del trabajo y que un día incluso quiso acercarse a hablar conmigo pero se quedó sin fuerza. Reveló que lloró durante noches enteras. Incluso intentó adivinar la contraseña de mi mail para leer mis correos (al final va a ser verdad que estábamos hechos el uno para el otro) pero que no consiguió deducir mis claves.

Laura le quitó la idea de la cabeza (buena chica, Laura, me caes bien) y siempre, sutilmente, lo llevaba al terreno de “deberías empezar a quedar con otras chicas, distraerte”. Con ella, claro. A ratos la odiaba y quería arrancarle la cabeza. En ocasiones me inspiraba cierta ternura porque echaba de menos lo que los inicios te regalan: inseguridades, emoción, el medir tus palabras para agradar al otro, el exceso de empatía que desaparece con los años, los detalles (gracias por traerme el croissant de chocolate vegano, me ha alegrado la mañana, Sergio). Un momento, ¡a mí jamás me trajo croissants!

Luego llegaron las comparaciones. ¿Por qué nunca se mostró así conmigo? y ¿cuándo se ha vuelto un experto en literatura del siglo XXI si él solo lee Ken Follet? ¿Leyó a Paul Auster antes o después de que yo le dejará? ¿Desde cuándo Vargas Llosa es su favorito?

Pasé de la curiosidad a la rabia. Y luego llegó la envidia. Y a medida que pasaban los días de soledad del confinamiento yo iba montándome mi película romántica en la cabeza, mi propio reality.

Un día por error entré en la carpeta de borradores y la vi. Mi carta. Esa carta que debería haberme escrito cuando estábamos juntos, pero en vez de eso lo dio todo por sentado y nos dejó morir. La leí tres veces y tuve tentación de borrarla, pero hubiera sido muy evidente. Si Sergio hubiera descubierto la invasión de intimidad al que le sometía todas las noches, me hubiera matado.

Y pasaron los días. Todos iguales. Con mis rutinas de día y mis intrusiones de un gmail ajeno por las noches. Un año de mails diarios, conversaciones infinitas y paciencia mal encubierta. Y un año más tarde, el mismo uno de febrero, el último mail. Diferente al resto, solo con una frase: «Laura, creo que ya estoy preparado, ¿quieres tomarte un café?»

Busqué en mensajes borrados, en carpetas, y no encontré una contestación de Laura. En mi mente imaginaba que ella había ignorado el mail porque se había cansado de esperar. Busqué entre sus palabras de mails anteriores hastío, pero no. Seguía con su flirteo que Sergio no entendía o no alcanzaba a ver.

Pasé unos días malos. La historia se había quedado sin final. Entraba compulsivamente en la cuenta para ver conseguía un capítulo más. Pero solo hubo silencio. El silencio se hizo oscuridad.

Pero hoy he entrado, después de días de no hacerlo, y allí estaba, un correo sin leer. “hola, mi amor, te paso los pisos que he encontrado”. Y yo no podía creerlo. ¿han pasado el confinamiento juntos? ¿Cuándo ha pasado Laura de ser su psicóloga para superar mi abandono a su amor?

Hoy podemos salir, después de lo que tenían que ser solo quince días de confinamiento. Y los siento como un final. Por fin tengo el final de mi historia. Pero si te tengo que ser sincera, a mí no me apetece volver al mundo real. Prefiero vivir en mi mundo interior unos meses más.

Como polvo en el viento. Leonardo Padura

Hoy te traigo una novela extensa: nada más y nada menos que 665 páginas de disfrute literario. Este es uno de esos libros con luces y sombras: por un lado está muy bien escrito, pero por otro requiere de cierta constancia para acabar de enganchar con la historia.

Narra la relación de un grupo de amigos que, como la vida misma, se acercan y se alejan a lo largo de los años. Bien descrito el sentimiento cubano y bien desarrollado en cuanto a los conflictos internos de un grupo de personas bien diferente y variopinto, es un retrato maravilloso de la vida misma.

Esta dividido en bloques, cada uno de ellos desde la perspectiva de uno de los protagonistas, y cada bloque se compone de varios capítulos. Cada uno de los narradores detalla su visión, combinando el presente y el pasado de una manera amena y sublime.

“Como polvo en el viento” se ha escrito con un lenguaje rico, pero a la vez sencillo y ligero. Hay párrafos enteros de pura poesía, descripciones precisas y reflexiones imperdibles. Este es uno de esos libros para disfrutar sin prisas, saboreando las páginas y deteniéndote en los detalles.

Me lo leí en Navidades (con una niña de 21 meses merodeando por la casa) y surfeando las contracciones de mi segundo embarazo. Por eso creo que me costó mucho acabarlo: fue una lectura intermitente. Un día podía leerme 100 páginas, pero después podía pasarme cuatro días sin tocarlo. Eso hizo que a veces me costara un poco reengancharme, pero una vez lo conseguía no lo podía dejar.

Primero, te diría que te apuntes en un papel los personajes: hay muchos y a menudo me pasaba que al leer un nombre no recordaba ni quién era. Es una novela compleja con mucha gente que si no te la lees con cierta constancia requiere de alguna chuleta para recordar qué papel tiene cada persona en la historia.

Segundo, no te guíes por la contraportada: es una novela difícil de explicar en unos pocos párrafos y el resumen que han hecho no se acerca para nada a la realidad de la complejidad de la historia. Te recomiendo que empieces a leer sin expectativas, simplemente con el objetivo de disfrutar. Es cierto que quizá cuesta un poco saber de qué va la historia, porque el suspense y la incertidumbre en el que se basa el relato tarda en desvelarse, pero aún así, no se me hizo pesado esperar.

Tercero: permítete leer en diagonal. Y te lo digo así sin tapujos. La acción del relato es importante, pero si alguna descripción te parece exagerada o demasiado extensa no te sientas mal por pasar al siguiente párrafo sin remordimiento. Son casi 700 páginas, con 200 menos tampoco hubiera pasado nada. No digo que sobren, solo digo que a veces no tenemos el humor para ir por las ramas.

En resumen, si te apetece leer algo bien escrito, que trata sobre las relaciones humanas y los tumbos que da la vida, léela sin dudarlo. Si por el contrario lo que quieres es acción y que el narrador vaya al grano, mejor busca otra cosa. Porque Padura está para disfrutarlo sin prisa ni pausa, para vivirlo y olerlo sin pudor.