
Necesito un gin-tonic. Pero no uno de esos modernos con pepino y tónica importada. No, más bien un gin-tonic tradicional, de los de antes, de los que bebía en la uni cuando aún no estaba de moda la ginebra.
Hoy en la tele dicen que ya podemos salir a la calle. He esperado este momento desde el día que empezó el confinamiento. Y ahora que ya ha llegado, no sé muy bien qué significa poder salir. ¿Libertad? ¿Normalidad? Me da la sensación que todo eso queda muy lejos, que la vida ya no es la misma después de estos meses, del silencio, de la soledad. O quizá sí soy la misma y yo no sé verlo.
¿Me reconocerá la gente cuando me vea? Ni yo misma lo he hecho cuando he pasado por delante el espejo. Hacía mucho tiempo que me no me veía, me miraba al espejo solo cuando me dibujaba la raya en los ojos para las interminables reuniones por videoconferencia. Pero hoy me he visto de verdad: me he mirado fijamente a los ojos por encima de esas bolsas que me hacen parecer mayor. Acabo de cumplir treinta años y parezco más vieja que mi madre. ¿Puede ser por la falta de sol? ¿Por el exceso de alcohol durante el encierro? ¿Por la ausencia de interacción social? ¿La soledad envejece?
A finales de marzo descubrí una cana en la sien y casi me da un paro cardíaco. ¿A qué edad es aceptable que empiecen a salir? No tengo ni idea. Total, tampoco nadie se dará cuenta si todos estamos encerrados. Pero estos días irreales han marcado un antes y un después de mi existencia. Pero no puedo culpar las canas por ello. No voy a culpar la pandemia de mis mierdas, sería injusto.
Recuerdo perfectamente el día que todo empezó. Llevábamos una semana en nuestras casas y yo estaba muy harta de mi rutina: levantarme, vestirme solo de la parte de arriba por si a mi jefe le daba por pedirme que conectará la cámara, hacerme la raya, sentarme en el escritorio, escribir código inútil para justificar mi alta productividad, terminar de trabajar una o dos horas más tarde lo que lo haría si fuera a la oficina, quitarme la parte de arriba y dormitar en el sofá viendo telebasura que no hablara del coronavirus mientras me bebía la botella de vino blanco que había abierto ese mismo día y terminaría antes de irme a dormir. Y ese día, después de una mala versión de un reality de parejas me acordé de él.
A las dos de la mañana estaba delante del ordenador tecleando su dirección para iniciar sesión en gmail. Dejé el cursor encima de la casilla de contraseña y esperé unos segundos. No sabía cuántas oportunidades tenía antes de bloquearle la cuenta. De hecho creía que no había ni la más remota posibilidad de que yo supiera su clave de acceso, ya que jamás compartimos números secretos. Quizá por eso le dejé por otro. O quizá simplemente no funcionaba. Pero él sí tomaba gin-tonic con pepino, con ginebra de importación. A él siempre le gustó lo bueno.
Y por un momento me acordé que siempre le decía que tenia que aprender a escribir esa marca impronunciable de ginebra, como si fuera algo que tuviera que usar todos los días. ¿Y si esa era su contraseña? La busqué en Google, copié y pegué el nombre impronunciable y dio error. Siempre lo había visto como un hombre simple, pero quizá no lo era. ¿O si?
Volví a pegar el nombre y añadí su año de nacimiento. El navegador se puso a pensar y entró en la bandeja de entrada. Al final resultaba que sí era tan simple como imaginaba. Me paré un minuto o dos mirando fijamente la pantalla, como si no me acabará de creer lo que estaba haciendo. No entendía muy bien por qué lo había hecho. No tenía ningún sentido. Llevaba sin pensar en él más de un año, después de superar el duelo de la separación no le dediqué ni un minuto a echarle de menos.
Sergio nunca entendió por qué lo dejamos. Bueno más bien, le dejé. Porque fui yo quien le abandonó sin una explicación que pudiera calmar su rabia. Él me pidió que fuéramos amigos, pero todo el mundo sabe que no puedes entablar una amistad justo al dejar una relación de más de cinco años. Un tiempo después, quizás. Pero mantener el contacto al romper es solo una manera ruin de alargar el sufrimiento de quien han abandonado.
Empecé a hacer bajar el ratón y me di cuenta que todos los mensajes eran de la misma chica. Laura García. Un nombre difícil de rastrear en las redes sin más información. ¿Cuántas Lauras García podían existir en Madrid? ¿Cientos?
Y, como si de una novela se tratara, leí uno tras otro todos los mails de la tal Laura, mails que empezaban el uno de febrero del año anterior, quince días después de abandonarle. Las contestaciones de Sergio se movían entre el odio a su ex (o sea yo), la pena y el flirteo mal encubierto. Jamás se le dio bien ligar. Era más bien un sujeto pasivo sin gracia. A medida que avanzaba en la historia, reconstruí su duelo, su ira, su rabia, pero también su nueva historia.
Laura era una tía guay. Aguantaba estoicamente las cartas de amor de Sergio que ni siquiera hablaban de ella. En el fondo Sergio me las dirigía a mí, solo que las enviaba a la destinataria equivocada.
Intenté averiguar dónde habían conocido. Por el tono que él usaba para hablar de la “oficina” podrían haberse conocido en el trabajo, en algún momento ella se quejaba de su jefa, que seguramente no era la misma majíssima persona que tenía Sergio como jefa de la que siempre hablaba maravillas. Cada día se intercambiaban cuatro o cinco mensajes que él siempre iniciaba con un “buenos días” para luego vomitar historias sobre mí.
Descubrí que en más de una ocasión condujo hasta mi portal sin atreverse a picar al timbre. Que me vio en el cine con el que el llamaba “el hijo de puta ese”. Que me espió a la salida del trabajo y que un día incluso quiso acercarse a hablar conmigo pero se quedó sin fuerza. Reveló que lloró durante noches enteras. Incluso intentó adivinar la contraseña de mi mail para leer mis correos (al final va a ser verdad que estábamos hechos el uno para el otro) pero que no consiguió deducir mis claves.
Laura le quitó la idea de la cabeza (buena chica, Laura, me caes bien) y siempre, sutilmente, lo llevaba al terreno de “deberías empezar a quedar con otras chicas, distraerte”. Con ella, claro. A ratos la odiaba y quería arrancarle la cabeza. En ocasiones me inspiraba cierta ternura porque echaba de menos lo que los inicios te regalan: inseguridades, emoción, el medir tus palabras para agradar al otro, el exceso de empatía que desaparece con los años, los detalles (gracias por traerme el croissant de chocolate vegano, me ha alegrado la mañana, Sergio). Un momento, ¡a mí jamás me trajo croissants!
Luego llegaron las comparaciones. ¿Por qué nunca se mostró así conmigo? y ¿cuándo se ha vuelto un experto en literatura del siglo XXI si él solo lee Ken Follet? ¿Leyó a Paul Auster antes o después de que yo le dejará? ¿Desde cuándo Vargas Llosa es su favorito?
Pasé de la curiosidad a la rabia. Y luego llegó la envidia. Y a medida que pasaban los días de soledad del confinamiento yo iba montándome mi película romántica en la cabeza, mi propio reality.
Un día por error entré en la carpeta de borradores y la vi. Mi carta. Esa carta que debería haberme escrito cuando estábamos juntos, pero en vez de eso lo dio todo por sentado y nos dejó morir. La leí tres veces y tuve tentación de borrarla, pero hubiera sido muy evidente. Si Sergio hubiera descubierto la invasión de intimidad al que le sometía todas las noches, me hubiera matado.
Y pasaron los días. Todos iguales. Con mis rutinas de día y mis intrusiones de un gmail ajeno por las noches. Un año de mails diarios, conversaciones infinitas y paciencia mal encubierta. Y un año más tarde, el mismo uno de febrero, el último mail. Diferente al resto, solo con una frase: «Laura, creo que ya estoy preparado, ¿quieres tomarte un café?»
Busqué en mensajes borrados, en carpetas, y no encontré una contestación de Laura. En mi mente imaginaba que ella había ignorado el mail porque se había cansado de esperar. Busqué entre sus palabras de mails anteriores hastío, pero no. Seguía con su flirteo que Sergio no entendía o no alcanzaba a ver.
Pasé unos días malos. La historia se había quedado sin final. Entraba compulsivamente en la cuenta para ver conseguía un capítulo más. Pero solo hubo silencio. El silencio se hizo oscuridad.
Pero hoy he entrado, después de días de no hacerlo, y allí estaba, un correo sin leer. “hola, mi amor, te paso los pisos que he encontrado”. Y yo no podía creerlo. ¿han pasado el confinamiento juntos? ¿Cuándo ha pasado Laura de ser su psicóloga para superar mi abandono a su amor?
Hoy podemos salir, después de lo que tenían que ser solo quince días de confinamiento. Y los siento como un final. Por fin tengo el final de mi historia. Pero si te tengo que ser sincera, a mí no me apetece volver al mundo real. Prefiero vivir en mi mundo interior unos meses más.