Relato. Fatiga pandémica

Necesito un gin-tonic. Pero no uno de esos modernos con pepino y tónica importada. No, más bien un gin-tonic tradicional, de los de antes, de los que bebía en la uni cuando aún no estaba de moda la ginebra.

Hoy en la tele dicen que ya podemos salir a la calle. He esperado este momento desde el día que empezó el confinamiento. Y ahora que ya ha llegado, no sé muy bien qué significa poder salir. ¿Libertad? ¿Normalidad? Me da la sensación que todo eso queda muy lejos, que la vida ya no es la misma después de estos meses, del silencio, de la soledad. O quizá sí soy la misma y yo no sé verlo.

¿Me reconocerá la gente cuando me vea? Ni yo misma lo he hecho cuando he pasado por delante el espejo. Hacía mucho tiempo que me no me veía, me miraba al espejo solo cuando me dibujaba la raya en los ojos para las interminables reuniones por videoconferencia. Pero hoy me he visto de verdad: me he mirado fijamente a los ojos por encima de esas bolsas que me hacen parecer mayor. Acabo de cumplir treinta años y parezco más vieja que mi madre. ¿Puede ser por la falta de sol? ¿Por el exceso de alcohol durante el encierro? ¿Por la ausencia de interacción social? ¿La soledad envejece?

A finales de marzo descubrí una cana en la sien y casi me da un paro cardíaco. ¿A qué edad es aceptable que empiecen a salir? No tengo ni idea. Total, tampoco nadie se dará cuenta si todos estamos encerrados. Pero estos días irreales han marcado un antes y un después de mi existencia. Pero no puedo culpar las canas por ello. No voy a culpar la pandemia de mis mierdas, sería injusto.

Recuerdo perfectamente el día que todo empezó. Llevábamos una semana en nuestras casas y yo estaba muy harta de mi rutina: levantarme, vestirme solo de la parte de arriba por si a mi jefe le daba por pedirme que conectará la cámara, hacerme la raya, sentarme en el escritorio, escribir código inútil para justificar mi alta productividad, terminar de trabajar una o dos horas más tarde lo que lo haría si fuera a la oficina, quitarme la parte de arriba y dormitar en el sofá viendo telebasura que no hablara del coronavirus mientras me bebía la botella de vino blanco que había abierto ese mismo día y terminaría antes de irme a dormir. Y ese día, después de una mala versión de un reality de parejas me acordé de él.

A las dos de la mañana estaba delante del ordenador tecleando su dirección para iniciar sesión en gmail. Dejé el cursor encima de la casilla de contraseña y esperé unos segundos. No sabía cuántas oportunidades tenía antes de bloquearle la cuenta. De hecho creía que no había ni la más remota posibilidad de que yo supiera su clave de acceso, ya que jamás compartimos números secretos. Quizá por eso le dejé por otro. O quizá simplemente no funcionaba. Pero él sí tomaba gin-tonic con pepino, con ginebra de importación. A él siempre le gustó lo bueno.

Y por un momento me acordé que siempre le decía que tenia que aprender a escribir esa marca impronunciable de ginebra, como si fuera algo que tuviera que usar todos los días. ¿Y si esa era su contraseña? La busqué en Google, copié y pegué el nombre impronunciable y dio error. Siempre lo había visto como un hombre simple, pero quizá no lo era. ¿O si?

Volví a pegar el nombre y añadí su año de nacimiento. El navegador se puso a pensar y entró en la bandeja de entrada. Al final resultaba que sí era tan simple como imaginaba. Me paré un minuto o dos mirando fijamente la pantalla, como si no me acabará de creer lo que estaba haciendo. No entendía muy bien por qué lo había hecho. No tenía ningún sentido. Llevaba sin pensar en él más de un año, después de superar el duelo de la separación no le dediqué ni un minuto a echarle de menos.

Sergio nunca entendió por qué lo dejamos. Bueno más bien, le dejé. Porque fui yo quien le abandonó sin una explicación que pudiera calmar su rabia. Él me pidió que fuéramos amigos, pero todo el mundo sabe que no puedes entablar una amistad justo al dejar una relación de más de cinco años. Un tiempo después, quizás. Pero mantener el contacto al romper es solo una manera ruin de alargar el sufrimiento de quien han abandonado.

Empecé a hacer bajar el ratón y me di cuenta que todos los mensajes eran de la misma chica. Laura García. Un nombre difícil de rastrear en las redes sin más información. ¿Cuántas Lauras García podían existir en Madrid? ¿Cientos?

Y, como si de una novela se tratara, leí uno tras otro todos los mails de la tal Laura, mails que empezaban el uno de febrero del año anterior, quince días después de abandonarle. Las contestaciones de Sergio se movían entre el odio a su ex (o sea yo), la pena y el flirteo mal encubierto. Jamás se le dio bien ligar. Era más bien un sujeto pasivo sin gracia. A medida que avanzaba en la historia, reconstruí su duelo, su ira, su rabia, pero también su nueva historia.

Laura era una tía guay. Aguantaba estoicamente las cartas de amor de Sergio que ni siquiera hablaban de ella. En el fondo Sergio me las dirigía a mí, solo que las enviaba a la destinataria equivocada.

Intenté averiguar dónde habían conocido. Por el tono que él usaba para hablar de la “oficina” podrían haberse conocido en el trabajo, en algún momento ella se quejaba de su jefa, que seguramente no era la misma majíssima persona que tenía Sergio como jefa de la que siempre hablaba maravillas. Cada día se intercambiaban cuatro o cinco mensajes que él siempre iniciaba con un “buenos días” para luego vomitar historias sobre mí.

Descubrí que en más de una ocasión condujo hasta mi portal sin atreverse a picar al timbre. Que me vio en el cine con el que el llamaba “el hijo de puta ese”. Que me espió a la salida del trabajo y que un día incluso quiso acercarse a hablar conmigo pero se quedó sin fuerza. Reveló que lloró durante noches enteras. Incluso intentó adivinar la contraseña de mi mail para leer mis correos (al final va a ser verdad que estábamos hechos el uno para el otro) pero que no consiguió deducir mis claves.

Laura le quitó la idea de la cabeza (buena chica, Laura, me caes bien) y siempre, sutilmente, lo llevaba al terreno de “deberías empezar a quedar con otras chicas, distraerte”. Con ella, claro. A ratos la odiaba y quería arrancarle la cabeza. En ocasiones me inspiraba cierta ternura porque echaba de menos lo que los inicios te regalan: inseguridades, emoción, el medir tus palabras para agradar al otro, el exceso de empatía que desaparece con los años, los detalles (gracias por traerme el croissant de chocolate vegano, me ha alegrado la mañana, Sergio). Un momento, ¡a mí jamás me trajo croissants!

Luego llegaron las comparaciones. ¿Por qué nunca se mostró así conmigo? y ¿cuándo se ha vuelto un experto en literatura del siglo XXI si él solo lee Ken Follet? ¿Leyó a Paul Auster antes o después de que yo le dejará? ¿Desde cuándo Vargas Llosa es su favorito?

Pasé de la curiosidad a la rabia. Y luego llegó la envidia. Y a medida que pasaban los días de soledad del confinamiento yo iba montándome mi película romántica en la cabeza, mi propio reality.

Un día por error entré en la carpeta de borradores y la vi. Mi carta. Esa carta que debería haberme escrito cuando estábamos juntos, pero en vez de eso lo dio todo por sentado y nos dejó morir. La leí tres veces y tuve tentación de borrarla, pero hubiera sido muy evidente. Si Sergio hubiera descubierto la invasión de intimidad al que le sometía todas las noches, me hubiera matado.

Y pasaron los días. Todos iguales. Con mis rutinas de día y mis intrusiones de un gmail ajeno por las noches. Un año de mails diarios, conversaciones infinitas y paciencia mal encubierta. Y un año más tarde, el mismo uno de febrero, el último mail. Diferente al resto, solo con una frase: «Laura, creo que ya estoy preparado, ¿quieres tomarte un café?»

Busqué en mensajes borrados, en carpetas, y no encontré una contestación de Laura. En mi mente imaginaba que ella había ignorado el mail porque se había cansado de esperar. Busqué entre sus palabras de mails anteriores hastío, pero no. Seguía con su flirteo que Sergio no entendía o no alcanzaba a ver.

Pasé unos días malos. La historia se había quedado sin final. Entraba compulsivamente en la cuenta para ver conseguía un capítulo más. Pero solo hubo silencio. El silencio se hizo oscuridad.

Pero hoy he entrado, después de días de no hacerlo, y allí estaba, un correo sin leer. “hola, mi amor, te paso los pisos que he encontrado”. Y yo no podía creerlo. ¿han pasado el confinamiento juntos? ¿Cuándo ha pasado Laura de ser su psicóloga para superar mi abandono a su amor?

Hoy podemos salir, después de lo que tenían que ser solo quince días de confinamiento. Y los siento como un final. Por fin tengo el final de mi historia. Pero si te tengo que ser sincera, a mí no me apetece volver al mundo real. Prefiero vivir en mi mundo interior unos meses más.

Soledad desconocida

Artista desconocido

Para Alba, los días tristes siempre han ido acompañados de lluvia. Sería un insulto a la tristeza que se pusiera a lucir el sol mientras en su interior se libra una batalla contra la melancolía más profunda. Tiene un punto literario que llueva: es como si el agua purificara todo lo que le sobra. Pero hoy no sobra nada, todo está vacío.

Quizá porque mamá ya no está, vivir le cuesta mucho más. El día que murió, llovía. No era una gran tormenta, porque mamá no era de aspavientos: le gustaba ser discreta incluso para la muerte, con sus gotas imperceptibles que empapan poco a poco.

Alba lo supo antes que nadie se lo dijera, no porque fuera medio bruja, que también, sino porque el destino le había enviado tantas señales que se podría haber topado con su difunta madre en medio del paso de zebra, donde un coche estuvo a punto de atropellarla. En ese momento miró al cielo y la vio, con su media sonrisa y su ropa moderna. Alba sabía que su madre era tan original que había escogido para despedirse el momento en que ella cayó al suelo antes de insultar al imbécil del conductor que casi la arrolla sin piedad. Cuando entró en el hospital, el alma de mamá hacía rato que ya no estaba, se había disuelto entre las gotas que resbalaban al otro lado de la ventana y volaba libre.

Se sintió vacía, vacía y mojada, porque el paraguas era un objeto inexistente en sus vidas. A las dos les gustaba mojarse, sobre todo bajo las tormentas de verano, pero ese día de febrero distaba mucho de ser una de esas danzas que bailaban juntas entre charcos.

Se quedó sola. Mamá se fue y aunque estaba segura que su fantasma no dejaría de incordiarla, porque eso era lo que hacía mamá, ya no podría volverla a abrazar.

Pero eso ya no importan mucho. Porque hoy llueve igual que ese día, pero hoy mamá no ha muerto, hace mucho que ya no está y la echa tanto de menos, que por una vez no le vale su imaginación y necesita sentirla. Ha salido de casa con el libro y el móvil tan rápido, tan indignada, que ni siquiera se ha dado cuenta que lleva el cabello de recién levantada y ha cogido el abrigo sin importarle si su ropa va combinada. Lleva las últimas botas que ella le regaló, pero ni siquiera lo ha hecho intencionadamente, como para sentirla más cerca, porque la intención hubiera significado que está dispuesta a pensar y hoy no es un día para eso.

Ha entrado en la cafetería mojada hasta el alma. La humedad en contraste con el calor del interior del local le ha provocado una sensación de bienestar que hacía años que no sentía. Ha pedido un café con leche sin azúcar y ha dejado el móvil encima de la mesa. Le gustaría pensar que él llamará, pero sabe que la última palabra, en su casa, es la última del día. Ya lo decía mamá que este chico no le convenía, pero las madres nunca tienen razón por definición, hasta que ya no están y no les puedes decir “vale, sí, tenías razón” para que se retiren en forma de fantasma para decirles que una vez más no se equivocaban.

¿Qué más da? La razón es algo que ha buscado toda la vida y hoy tener razón ha sido como aceptar que la vida no se puede dominar y eso, para Alba, es el fin: la constatación física de que se ha hecho mayor y se siente vieja. Mamá se ha sentado sin permiso a su derecha, lo ha hecho como si pudiera irrumpir cuando quisiera en su mente, sin la necesidad ni siquiera de llamar a la puerta.

– Ahora no, mamá.
– No vengo a decirte que yo tenía razón, para que lo sepas. Solo vengo a hacerte compañía.
– Mamá, yo ya no puedo más, me siento… ¡uf! Es que hacerse mayor debería ser algo más, no sé, menos decepcionante.
– ¿A qué te refieres?
– Ya sabes a qué me refiero, yo tendría que haber hecho grandes cosas, mamá, tenía futuro, era lista.
– Bueno siempre destacaste por tu inteligencia, no por ser lista, hija, claro está.
– Si has venido a decirme que soy tonta, más vale que te largues un rato al más allá. No tengo tiempo para ti.
– Perdona, sigue, decías que eras inteligente, perdona… lista.
– Pues eso, que lo tenía todo, mamá, y ¿sabes a qué se ha reducido mi vida? A cantar canciones de cuna mientras mi marido hace estas cosas horribles.
– Ay, hija, es que tu marido es poco original hasta para eso. Dices, no sé, se podría haber tirado a la niñera, o a la frutera, pero es que incluso con la secretaria hubiera sido un poco más original, pero es que… ¿A estas alturas aún te sorprendes? Vale, deja de mirarme así… perdona.
– Que no, mamá, que no, que yo no firmé con la vida para esto, que yo firmé para hacer algo importante, ¿sabes? Que no me mires así, que sí, que cuatro niños son lo más importante, pero me refería una aportación menos orgánica al mundo, algo que realmente útil, algo que no me hiciera sentir invisible. Y haz el favor de apagar este cigarro, ¡no se puede fumar en las cafeterías! Ni siquiera se podía fumar cuando no estabas muerta. Y no, deja de insultarme con la mirada, que te conozco.
– A ver, ¿tú te crees que alguien le va a decir a un fantasma que no puede fumar? Sería la monda que el camarero se acercara y le hablara a un silla vacía en plan “Señora, apague ese cigarrillo, ¿quiere algo para beber?”. Soy invisible para él.
– Ya pero es que tú eres invisible porque estás muerta, ¡joder! Que yo no lo estoy y tengo menos presencia que tú. Estoy harta, mamá. La rutina no es para mí. No tengo tiempo para pensar en nada, mi vida gira entorno a mi marido y a mis hijos y yo creo que debería ocuparme con algo más.
– Sí, podrías dedicarte a hacer un nuevo calendario de Adviento, claro está, ja, ja, ja.
– No, si es que encima te cachondeas. Como él. Vaya panda de capullos estáis hechos. Mamá, el calendario de Adviento era para que se comieran una chocolatina al día, no para que aprendieran que si no se comen el chocolate rápido, alguien se lo comerá por ellos,
– Hubiera pagado por saber qué te ha contestado tu marido a eso.
– ¿No estabas ahí? Pero ¿tú tienes más cosas que hacer que estar todo el día incordiándome?
– Te sorprenderías de todo lo que ofrece el más allá, es un parque de atracciones eterno.
– Bah… es igual, pues nada, yo le he dicho precisamente esto: que no quería que los niños aprendieran que deben comerse todas las chocolatinas en un día porque, si no lo hacen, se levantaran al día siguiente y su padre les habrá dejado sin ellas. Y ¿sabes qué me ha contestado su padre? Que le parecía increíble que estuviéramos teniendo esta conversación, que les compra otro calendario y punto.
– Claro, práctico, típico de él: soluciones rápidas. Apuesto que en el sexo también es de soluciones rápidas, ¿qué? ¡No me mires así! Cuando estaba viva te daba vergüenza que te preguntara estas cosas, pero esta ausencia de cuerpo es como liberadora: no tengo que pensar lo que digo, sale solo.
– Eres terrible, mamá. Pues no, no tiene sentido que les compre un puñetero calendario de Adviento nuevo, eso sería confundirlos.
– Mmm…claro, los niños se confundirían, ¿cómo no se le habrá ocurrido a él?
– Y entonces va y me dice que los niños ni siquiera saben lo que es el Adviento. ¡Aún peor! Que ni siquiera saben contar, que les compre una tableta de chocolate y… ¡fin de la historia!
– Bueno,… Aryan sí sabe contar ¿no? La última vez que lo comprobé, tenía edad para eso.
– Mamá, ese no es el punto. El punto es que su padre se ha comido el puñetero calendario por la noche y encima me dice que lo ha hecho porque los niños no saben contar y que ni siquiera saben lo que es Navidad.
– Pues no sé, hija, yo creo que les ha hecho un favor, el chocolate que hay en esos calendarios es bastante asqueroso.
– Era chocolate suizo, no podía estar malo. En serio, si no vas a ayudar vete un ratito a dar una vuelta por el cielo.
– Alba, no te agobies. No quieres comprarles otro calendario, vale, no entiendo. Pero el calendario es solo un símbolo, tu no estás enfadada por el calendario, ni por el chocolate, ni siquiera porque tu marido sea un neandental. Estás enfadada contigo misma por haber escogido mal, por sentir que la vida se te resbala entre los dedos y no puedes hacer nada. Pues en una cosa sí tienes razón: la vida pasa. Y si no quieres seguir gruñendo todo el día, toma un decisión, deja a tu marido, busca lo que te apasiona de verdad y ve a por ello. Tus hijos siempre serán el centro de atención, en el más allá eso no cambia, siempre serás madre, pero no puedes dejar de ser tú.

Dicho esto, mamá se ha levantado y ha desaparecido como si nunca hubiera estado aquí. Alba ha resoplado. El café se le ha quedado frio. Quizá mamá tenga razón. Busca en lo que tiene algo que no va a encontrar. Revuelve en el bolso y saca Anna Karenina. Desaparecerá durante un rato, se volverá invisible una vez más. Al fin y al cabo, eso es lo que mejor se le da.

Después de dos horas inmersa entre líneas recuerda que sigue en la cafetería, levanta la mano para la cuenta y el camarero se le acerca con un papel que no se parece nada a un tique.

– Han dejado esto para ti. Siento decirte que el artista anónimo ya se ha ido.

Alba lo mira extrañada y desdobla el papel. Se ve reflejada en trazos un lápiz sin punta. A través de las pupilas le parece que cualquiera que no la conociera, pensaría que está tranquila, que disfruta de un café sin preocupaciones.

Y de repente se ve. Se palpa porque está viva. Para alguien que se ha tomado un café aquí no ha sido invisible. El artista anónimo que la ha dibujado en una servilleta le ha demostrado que por muy sola que se sienta, en el mundo siempre hay alguien que la ve, ve su alma, su yo más profundo. La mujer de este dibujo bien podría ser su yo más fuerte. Alguien que hoy empieza su vida, de nuevo, una vez más.

Maternidad apocalíptica: Soledad, sororidad, sentimiento

La maternidad es de las cosas más solitarias que existen. Está muy mal que lo diga, porque lo que queda bien socialmente es decir que la maternidad es lo más. Sí, a veces es lo más, pero en ocasiones es demasiado.

No quiero decir con eso que el padre de mi hija no haga lo que debe hacer (que no es ayudarme en ningún caso; ayudar significaría decir que el peso recae sobre mí y eso no es así: él hace su parte y yo la mía. Bueno, para ser sinceros a veces él hace la parte de los dos). Ojalá todos los bebés del mundo tuvieran un padre tan dedicado, tan paciente y dicharachero como el que tiene Arlet. Creo que, si existieran más padres como él, el mundo se ahorraría mucho dinero en terapia. Pero no, eso no deja de significar que la maternidad es de lo más solitario del mundo.

Llegas a casa después del parto con una persona nueva (vamos a obviar una pandemia mundial que te impide salir ni hacer nada de lo que se supone que deberías hacer cuando tienes todo el tiempo del mundo y acabas de ser madre) y ni siquiera os conocéis. Parece muy obvio, pero nadie te lo explica. Tu bebé es una persona nueva con su carácter, no contaminado con las mierdas de los adultos, vale, pero no deja de ser un nuevo miembro al que te debes amoldar y te das cuenta que no sabes nada. Y aquí empieza un sentimiento terrible: la soledad.

Te puedes sentir solo muchas veces en la vida, aún y rodeado de gente. Me pareció sublime la frase de Rose en Titanic que decía algo así como que le parecía estar en una sala llena de gente gritando y nadie se giraba a ayudarla (he parafraseado la frase porque obviamente no tengo tiempo de tragarme una peli de tres horas y cuarto). Así te sientes a veces siendo madre, te falta algo vital para la crianza: la tribu. Nuestros antepasados criaban los niños en tribu, hoy en día eso es muy difícil porque en el mundo moderno lo que mola es la individualidad, el poder con todo, ser superwoman. Hasta que no he sido madre no he entendido el porqué de criar en grupo. Encima, júntale a todo eso el que las únicas personas que conoces que tienen hijos (aunque sean de otra edad, con lo que encima están en una fase completamente distinta de la vida: ellas ven la luz y tu sigues en la puta cueva), que podrían entenderte, vivan a más de una hora en coche. Porque las que hay cerca no tienen hijos y eso me lleva al siguiente punto: la sororidad.

A mi me sorprende cuando una palabra se pone de moda. A día de hoy no paro de ver en las redes gente que se llena la boca con la palabra “sororidad”. La primera vez que la escuché la tuve que buscar en la RAE (será un defecto de traductora que llevo en las venas: los diccionarios me parecen muy útiles). Según su definición sororidad es “la relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento.” Bueno, la descripción es genial, pero aplicarla aún sería mejor.

Nos falta mucho de eso, lo digo en serio. A mi me sorprende gente que conozco que no tiene hijos y juzgan a sus anchas sin que, dicho sea de paso, tú no les hayas pedido la opinión. Me parece la hostia de la paradoja cuando quien critica es alguien que sí que tiene hijos. Tanto unas como otras son gente que se pasa la solidaridad y la empatía por el forro de los ovarios. Me encantan las que dicen que estar embarazada no significa estar enferma y que deberías hacer vida normal. Bueno, claro, si tienes un buen embarazo, ¿no? Porque ¿y si tienes un embarazo de mierda? Pero no, te juzgan si expresas que lo estás pasando mal. La sororidad significa empoderamiento, y no te empodera criticar a las embarazadas si, por desgracia, tienen un mal embarazo, si necesitan, por una vez en la vida, cuidarse a si mismas primero y, si es necesario, coger una baja a las ocho, diez o veinte semanas. No te hace menos mujer trabajar hasta la semana cuarenta, si sientes que tu cuerpo no da para más.

Las hay también las que te dicen que tener un hijo no les afectará a su vida profesional, que para eso esta su pareja que también criará a sus hijos y blablabla. Sí, perfecto: pon un cóctel hormonal postparto, añádele una pizca de pandemia, mézclalo con unas gotas de la mirada de tu bebé y dime que no te vas a sentir miserable el día que empieces a trabajar ocho horas y tengas que mandar a tu retoño a la guardería. En ese momento, cuando pases por esto, entonces si quieres intercambiamos opiniones, pero hoy yo no necesito que tú me juzgues. Si entiendes la sororidad y el empoderamiento como el hacer ver que tu vida sigue siendo la misma, como renunciar a la crianza de tu bebé, o peor aún, criticar a las madres que renuncian a la vida profesional para dedicarse a criar los suyos, entonces no has entendido nada. Te invito a que pases tú por las contradicciones constantes que significan pasar de ser primera persona del singular a primera persona del plural y sobretodo a dejar de juzgar. No te hace más malamadre escoger tu vida profesional, ni te hace más buenamadre criar a tu hijo/a el 100% de tu tiempo. Formas de entender la maternidad hay tantas como mujeres que son madres y cada una escogerá la suya. Y ¿sabes qué? La que escojas estará bien, por muchas opiniones no deseadas que escuches.

Luego hay esas personas que no entienden que tu agenda se ha llenado de una única actividad, a veces muy placentera y otras no tanto, que es la de estar con tu hija. Y si le sumas que eso te apetece un montón, ni te digo. Esto significa que la espontaneidad se ha reducido bastante para cualquier interacción social. Me explico: tu antes un viernes podías decir «¡vamos a tomar algo!» y no tenías que cuadrar con nadie el salir de casa en tacones y un bolso de mano pequeño. Ahora lo tienes que saber con tiempo, porque está claro que tu hija no se va a poder quedar sola por lo menos hasta el siglo que viene (con suerte) con lo que uno de los dos va a tener que quedarse en casa. Y aquí empieza la negociación: o sales tú o sale él y cuanto antes tengas esta conversación, antes podrás hacer planes. Me empieza a salir urticaria con esa gente que siempre va de culo y cuando intentas hacer planes a tres días vista (porque ya no te puedes permitir hacerlos a tres horas vista) te dices que “¡uf! es que con tanta antelación, no sé”. La antelación es la clave. Ahora puedo llegar a planear a dos semanas de vista una cena (y obviamente salgo de casa en tacones y un bolso ridículamente pequeño con el que tengo problemas para que quepan el móvil y las llaves del coche, porque el bolso pequeño significa que hoy no necesito más que eso: ni bibis, ni el chupete, ni el dudu, ni el mordedor, etc. Significa que por una noche soy yo, otra vez en singular). Pero es tan complicado a veces que agota.

Te he de decir que te salva el sentimiento de amor incondicional. Cosa que aunque te rebatan todas aquellas personas que no tienen hijos, existe y es inexplicable. Sí, mi hija a veces me saca de quicio, especialmente cuando llora porque tiene sueño y no se puede dormir. La parte positiva es que al final siempre se duerme, con esa cara de felicidad y ese reflejo de estar tan a gustito en tus brazos que por un momento esto te vale, no necesitas nada más, es suficiente.

Por desgracia, hay días en que eso es solo una parte de tu vida, que tu vida ves que ya no es tuya, que pasas de puntillas y no llegas a todo, o si llegas, llegas mal. Y la culpa, que se instala en tu ser desde el minuto uno, no te deja dormir. Pero por suerte tu bebé sigue dormido en tus brazos, porque para él/ella tú eres todo lo que necesita. Aunque tú necesites más. ¿te digo un secreto? Con el tiempo mejora, te lo aseguro.