Relato: el camino negro de baldosas amarillas

Hoy te regalo un relato que empieza con una frase de una amiga. Me permitió además usar su historia para inspirarme

Encontrarás aquí mi pequeño homenaje a las persona que en algún momento han tenido dentro la palabra «cáncer». Y también una manera más de agradecerle a mi amiga que me dejara usar su historia.

Todos creían que era una superguerrera, una heroína con capa. Pero en realidad solo era una chica normal con muchos motivos para vivir.

Porque si fuera una superguerrera seguramente esta hubiera sido una lucha más para salvar el mundo, pero en realidad no se vio con fuerzas para salvarse a sí misma.

“Tú puedes” le decían.
“Ganarás la batalla” la animaban.
“Te curarás, ya lo verás” vaticinaban.

Una vez leyó en un libro una frase que en ese momento odió. Decía así:

“(…) dos años largos de enfermedad—que no de lucha porque el cáncer no es una batalla que se libra contra alguien o alguna cosa, no es nada que dependa del esfuerzo de quien lo padece — (…)”

¿Cómo Sebastià Portell (el autor de la frase) podía ser tan soberbio? Eso lo pensó entonces, ahora entiende la frustración y las palabras de alguien que perdió un ser querido que no tuvo la oportunidad de vivir.

Toda la vida había creído que aquello era una lucha, una batalla contra un mal que según dicen afecta a una de cada ocho mujeres. Pero siempre había pensado que ella era de las del grupo de siete. No porque pensara que era inmortal; en realidad, como muchos, solo entendía la desgracia como algo ajeno a ella.

Y de repente, un día cualquiera, en una revisión cualquiera, encontraron algo que pasó de ser un bulto a ser el número uno del grupo de ocho. Porque…¿quién mierda inventa este tipo de estadística? Tan lejanas, tan ajenas a una misma, tan racionales e inhumanas. Hasta que te toca ser el uno, claro, entonces eso ya no es una estadística, es la realidad.

Estaba allí sentada, el día que le dieron los resultados de las pruebas, intentado convencer al médico que eso no era real, porque era demasiado joven, porque no entraba dentro del grupo de riesgo porque… la boda era en dos meses.

Pero en el fondo la discusión no era con el médico, porque él no podía hacer nada ante la evidencia científica de que, efectivamente, eso era un cáncer de mamá. La discusión era en contra de su propio cuerpo, que por un momento culpó por no saber defenderse.

Para ella, la vida se puso en pausa, y pasó de hacer pruebas de vestido a visitas médicas, a sesiones de quimio y empezó a oír eso de que ella burlaría a la muerte, de que fuera fuerte, de que ganaría. Como si ser fuerte pudiera escogerse.

Entonces entendió por qué no le gustó leer esa frase del libro: porque nos escudamos en que esa es una lucha que podemos ganar o perder. Pero en realidad salimos al campo de batalla con menos fuerza que el enemigo: jugamos con la desventaja de nuestro miedo.

Y ella lo sabía, todas las noches, cuando pensaba en su boda, en su vestido y en ese viaje que no tenía claro que pudiera hacer algún día.

Fue entonces que se dio cuenta que el regalo más grande que le brindo el cáncer fue el placer del tiempo con él. Él que estuvo en todas las sesiones, en todas las visitas posteriores, en todas y cada una de las noches en el baño. Él que le prestó su capa cuando ella estaba harta de fingir que aquella era una batalla que podía ganar. Él que nunca le compadeció, ni le dijo que tenía que luchar para vivir.

Porque “tener que” era una obligación que ella no podía asumir.

El cáncer le robó su boda, su pecho, su pelo, pero le demostró que sí, tenía muchos motivos para vivir.

Y él le mostró que el mayor motivo era la idea de felicidad que dibujaba en su piel cuando se sentaban en el sofá blanco del hospital, cuando la enfermera no le encontraba la vena o cuando se le secaban los labios y estaba tan agotada que no quería beber.

Tras cada uno de los efectos secundarios del tratamientos, allí estaba él, cansado y muerto de miedo, recogiendo el pelo del lavamanos, pero siendo fuerte para ambos, siendo su hogar, su abrazo, su fuerza.

Y cuando todo se volvía más oscuro, cuando ella odiaba que le dijeran “lucha que vencerás”, cuando esas palabras vacías llenaban el silencio, él volvía a recordarle que algún día se casarían y ella llevaría zapatos rojos y bailarían hasta que les dolieran los pies.

Hoy, que se mira las puntas de esos zapatos de Mago de Oz, ha juntado los talones y ha pedido que la lleven a casa, que la devuelvan a Kansas. Y al final del pasillo estaba él, frente al altar, sonriendo y moviendo los labios para recordarle que si seguía el camino de baldosas amarillas llegaría a su hogar.

Y con un “Sí, quiero” Dorothy volvió a casa. Limpia. Viva. Sin capa.