En Instagram suelo escribir reflexiones o MiniRelatos. No me gustaría que te los perdieras. Es por esto que hoy te comparto los dos primeros relatos de la serie «relatos para gente sin tiempo».
Relato «septiembre»
Volver a empezar.
Una y otra vez, una vez más. Como si vivir no fuera suficiente.
Volver a nacer, en cada septiembre que promete un año mejor.
Tiene más vidas que una immortal, pero en realidad no vive en primera persona ninguna de ellas.
Ella prefiere la tercera persona del singular. Es un lugar más seguro, menos comprometido.
La primera persona implica más que respirar, implica actuar.
Volver a empezar, de nuevo, un septiembre lleno de propósitos por cumplir.
¿Y si esta vez es diferente? Y si… esta vez decide que quiere, por fin, conjugar su vida desde el Yo y no el Ella.
Y de repente, vuelve a ser la primera persona del singular.
Fin.
Relato «del amor al odio»
Bebía para reavivarse.
Del susto se había desmayado y él la recogió del suelo y le ofreció agua.
Ella le pidió alcohol, porque ya no tenía nada que perder.
Había ido a verle después de muchos días de evitarla porque le costaba darle la noticia. Se casaba con Isabel.
Y ella hacía días que intentaba encontrarlo para decirle que esperaba un hijo suyo.
Mientras bebía, el ruido del hielo picando en el vaso le recordaba que el alcohol no era para el embarazo.
Calibraba sus opciones mientras escondía una barriga que, por ser demasiado pronto, nadie notaba excepto ella.
Si quería sobrevivir, si su bebé tenía alguna opción de vivir, de no ser un bastardo, solo tenía una opción: Isabel tenía que morir.
No sabía cómo, pero empezó a imaginarse la sensación cuando él le dijera que ya no podía casarse, porque su mujer ya no existía.
Y mientras tanto, él la observaba pensando que esa mirada perdida solo significaba que no le importaba nada de lo que le estaba contando.
Lo que él no sabía era que su vida empezaba a cambiar para siempre.
Hoy te regalo un relato que empieza con una frase de una amiga. Me permitió además usar su historia para inspirarme
Encontrarás aquí mi pequeño homenaje a las persona que en algún momento han tenido dentro la palabra «cáncer». Y también una manera más de agradecerle a mi amiga que me dejara usar su historia.
Todos creían que era una superguerrera, una heroína con capa. Pero en realidad solo era una chica normal con muchos motivos para vivir.
Porque si fuera una superguerrera seguramente esta hubiera sido una lucha más para salvar el mundo, pero en realidad no se vio con fuerzas para salvarse a sí misma.
“Tú puedes” le decían. “Ganarás la batalla” la animaban. “Te curarás, ya lo verás” vaticinaban.
Una vez leyó en un libro una frase que en ese momento odió. Decía así:
“(…) dos años largos de enfermedad—que no de lucha porque el cáncer no es una batalla que se libra contra alguien o alguna cosa, no es nada que dependa del esfuerzo de quien lo padece — (…)”
¿Cómo Sebastià Portell (el autor de la frase) podía ser tan soberbio? Eso lo pensó entonces, ahora entiende la frustración y las palabras de alguien que perdió un ser querido que no tuvo la oportunidad de vivir.
Toda la vida había creído que aquello era una lucha, una batalla contra un mal que según dicen afecta a una de cada ocho mujeres. Pero siempre había pensado que ella era de las del grupo de siete. No porque pensara que era inmortal; en realidad, como muchos, solo entendía la desgracia como algo ajeno a ella.
Y de repente, un día cualquiera, en una revisión cualquiera, encontraron algo que pasó de ser un bulto a ser el número uno del grupo de ocho. Porque…¿quién mierda inventa este tipo de estadística? Tan lejanas, tan ajenas a una misma, tan racionales e inhumanas. Hasta que te toca ser el uno, claro, entonces eso ya no es una estadística, es la realidad.
Estaba allí sentada, el día que le dieron los resultados de las pruebas, intentado convencer al médico que eso no era real, porque era demasiado joven, porque no entraba dentro del grupo de riesgo porque… la boda era en dos meses.
Pero en el fondo la discusión no era con el médico, porque él no podía hacer nada ante la evidencia científica de que, efectivamente, eso era un cáncer de mamá. La discusión era en contra de su propio cuerpo, que por un momento culpó por no saber defenderse.
Para ella, la vida se puso en pausa, y pasó de hacer pruebas de vestido a visitas médicas, a sesiones de quimio y empezó a oír eso de que ella burlaría a la muerte, de que fuera fuerte, de que ganaría. Como si ser fuerte pudiera escogerse.
Entonces entendió por qué no le gustó leer esa frase del libro: porque nos escudamos en que esa es una lucha que podemos ganar o perder. Pero en realidad salimos al campo de batalla con menos fuerza que el enemigo: jugamos con la desventaja de nuestro miedo.
Y ella lo sabía, todas las noches, cuando pensaba en su boda, en su vestido y en ese viaje que no tenía claro que pudiera hacer algún día.
Fue entonces que se dio cuenta que el regalo más grande que le brindo el cáncer fue el placer del tiempo con él. Él que estuvo en todas las sesiones, en todas las visitas posteriores, en todas y cada una de las noches en el baño. Él que le prestó su capa cuando ella estaba harta de fingir que aquella era una batalla que podía ganar. Él que nunca le compadeció, ni le dijo que tenía que luchar para vivir.
Porque “tener que” era una obligación que ella no podía asumir.
El cáncer le robó su boda, su pecho, su pelo, pero le demostró que sí, tenía muchos motivos para vivir.
Y él le mostró que el mayor motivo era la idea de felicidad que dibujaba en su piel cuando se sentaban en el sofá blanco del hospital, cuando la enfermera no le encontraba la vena o cuando se le secaban los labios y estaba tan agotada que no quería beber.
Tras cada uno de los efectos secundarios del tratamientos, allí estaba él, cansado y muerto de miedo, recogiendo el pelo del lavamanos, pero siendo fuerte para ambos, siendo su hogar, su abrazo, su fuerza.
Y cuando todo se volvía más oscuro, cuando ella odiaba que le dijeran “lucha que vencerás”, cuando esas palabras vacías llenaban el silencio, él volvía a recordarle que algún día se casarían y ella llevaría zapatos rojos y bailarían hasta que les dolieran los pies.
Hoy, que se mira las puntas de esos zapatos de Mago de Oz, ha juntado los talones y ha pedido que la lleven a casa, que la devuelvan a Kansas. Y al final del pasillo estaba él, frente al altar, sonriendo y moviendo los labios para recordarle que si seguía el camino de baldosas amarillas llegaría a su hogar.
Y con un “Sí, quiero” Dorothy volvió a casa. Limpia. Viva. Sin capa.
Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.
Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.
Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.
O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.
Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.
Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.
Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.
En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.
Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.
Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.
Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.
Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.
Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.
Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.
No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.
Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.
No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.
No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.
No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.
Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.
Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.
Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.
Que solo me queda este libro que habla de ti.
Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.
Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.
Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.
En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.
Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.
Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.
Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.
Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.
Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.
Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.
–Sois catalanas, ¿verdad?
A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto. –Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.
Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?
Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.
–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado –Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen? –Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá. –Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.
Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.
Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.
–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…
Cuando te he visto entrar, desprendías vitalidad y alegría. Venirte a hacer las uñas para ti ha sido como un día de fiesta. Por lo que he oído llevas seis meses sin poder hacer nada. La razón, según parece, es esa preciosidad de bebé que llevas en el carrito que según tus propias palabras “es muy intensa”.
La intensa, como tú la llamas, es una bebé que no te deja ni un segundo de descanso. A mí me ha dado envidia que hayas aprendido a hacerte la raya de los ojos tan perfecta como la llevabas con una bebé que no debe darte tregua ni cuando estás en la baño. Quizá porque algunas tenéis la suerte de ir monas incluso ante la adversidad. Ojalá yo fuera así.
Mientras yo estaba decidiendo de qué color pintármelas esta vez, tú ya te has tenido que levantar mientras te quitaban el esmalte, coger a tu hija y cambiarla de brazo unas diez veces. Has demostrado una gran habilidad y equilibrio retorcida cual contorsionista haciendo tres cosas a la vez: dejar que te quitaran el esmalte, sacarte la teta y aguantar a tu hija.
Te has empezado a poner nerviosa y sonriendo has dicho que al final te tendrías que ir tu tan preciada manicura. Sé que los has dicho como en broma, pero que en el fondo no estabas para nada convencida de que tu hija no rompiera a llorar en cualquier momento.
Y al final ha pasado. Se ha puesto a llorar con la primera capa de pintura. La niña en el carrito parecía un gremlin mojado. Conozco bien esta sensación, el agobio cuando ya no sabes qué hacer para calmarla. A mí me pasa de madrugada, cuando pienso que es un milagro que mis vecino no se hayan mudado a otro país mientras a Arlet le salen los dientes.
Y, como también era bastante probable, te has puesto a llorar. Desesperada, te has levantado con la primera capa a medio a hacer y has dicho que te ibas. Yo sé que lo hacías por nosotras. Tú ya estás más que acostumbrada al llanto de tu hija, pero te morías de vergüenza por molestar a las que estábamos allí.
En el local había las dos chicas que atienden, una señora que esperaba, tú y yo. Mi primer instinto cuando has roto a llorar ha sido levantarme y ofrecerte coger a tu bebé para que pudieras terminar tu manicura (eso en tiempos de Covid seguro que es delito). Te he visto tan devastada que hubiera renunciado a la mía (parece frívolo decir esto, pero igual que tú, yo estaba desesperada por tener mi momento de mimos y cuidados) solo para que dejaras de llorar y se te quitará la idea de irte de la cabeza.
La señora que estaba esperando se ha levantado decidida mientras tú sollozabas, te ha hecho sentar y te ha dicho tajantemente que no te ibas a ningún lado, que ella iba a calmarla y que tú terminaras con tus uñas. A eso yo sí que le llamo sororidad, empatía y solidaridad. Tanto esa señora (que seguro que alguna vez fue una madre desesperada) como yo podemos entender tus lágrimas más que nadie. Solo alguien que le ha suplicado a un bebé que no te entiende que se calle para no molestar al resto del restaurante sabe de lo que hablo. Solo alguien que ha tenido que pararse en medio de la calle en pleno berrinche para acunar a su bebé puede llegar a entenderlo.
Lo triste de todo esto es que te querías ir de ahí no por ti, sino por nosotras, y eso me da que reflexionar para un rato. Te voy a decir algo: todas las madres merecemos llevar las uñas bonitas. Todas y cada una de nosotras merecemos un masaje y una copa de vino. Todas sin excepción necesitamos un momento para nosotras.
Así que quiero decirte que hoy he pensado en ti todo el día. Se me partió el corazón al verte sufrir aunque no te conozca de nada, pero empatizo con tu posparto, tu tristeza, tu desahogo. No importa cuánto peso puedas llevar en tus espaldas, cuánta carga necesites soltar, no olvides que todas nos merecemos una manicura.
Te envío un abrazo fuerte, mamá desconocida, pero no uno cualquiera, uno de tribu, de esos que te hacen sentir menos sola, de esos que secan lágrimas, de esos de coger tu bebé solo para que tú te puedas tomar el café mientras siga caliente.
Cuando la ve caminar hacia él, se acuerda de lo mucho que odia que vaya descalza por casa. No soporta su manía de sacarse los zapatos y que luego se meta en la cama con pies sucios.
Cuando lo ve ahí esperándola, se acuerda que no aguanta que él ponga cara de asco al mirarle los pies antes de ir a la cama.
No soporta su voz de pito cuando le dice que baje la tapa del váter. ¡Ni que un monstruo pudiera entrar por el agujero!
Le repulsa que deje la tapa del váter abierta, es como si fuera un insulto a la inteligencia humana. ¡Tantos años de evolución y no es capaz de bajar una tapa!
Está harto de recoger las botellas de agua vacías que ella va dejando por toda la casa ¿Tan difícil es tirarlas a la basura? ¿Reciclarlas?
Le irrita la cara de condescendencia cuando coge una de las botellas y la mira como si dejar botellas vacías fuera un delito.
La mataría cuando camina con ese ritmo que parece que no llega tarde, como si el mundo siempre la pudiera esperar. Ahora parece que alarga los pasos incluso para joderlo.
Lo ahogaría cuando camina como si alguien importante lo esperara. No puede soportar que siempre pasee dos metros por delante de ella, como si le importara una mierda que ella vaya detrás intentando seguir el ritmo.
Le saca de quicio que ella no entienda que cuando ve la tele no quiere tener conversaciones trascendentales sobre la vida. Si quiere hablar, ¿por qué no lo dice antes de encender el televisor?
No comprende que no sea capaz de hacer dos cosas a la vez. Si están viendo una serie, ¿por qué no puede articular ni una sola palabra?
–Estamos aquí reunidos…
¡Y esa manía que tiene de no oír el despertador! ¿Cómo es posible? Podría caer una bomba en el jardín y ella ni se inmutaría.
¡Y esa manía que tiene de despertarse temprano! ¿Tan difícil es quedarse en la cama sin hacer nada?
–¿Aceptas a Renata como legítima esposa?
Odia su nombre.
–Sí, quiero.
–¿Aceptas a Severo como legítimo esposo?
Odia su nombre.
–Sí, quiero.
Es la mujer de mi vida.
Es el hombre de mi vida.
–Por el poder que me ha sido concedido, yo os declaro marido y mujer.
La ciudad debería oler a ti, en cambio es el aroma del café el que me recuerda tu imagen. Pero es una cara difusa, desactualizada, una versión antigua de lo que ahora debes ser. Tú ni tan solo bebías café. Es casi un insulto que cada mañana en mi cerebro se active alguna neurona de un recuerdo que no alcanza a ser real. Bebías roibos, siempre sorbiéndolo lentamente, como si quisieras alargar nuestro encuentro. En realidad cuando estabas ahí, delante de mí, en cualquiera de las cafeterías de la ciudad, no había ningún lugar mejor donde estar, donde existir.
Eras tan parte de mí que no consigo pensarte en ningún momento concreto. Es como si fueras parte de mi sangre, de mi ADN. No te puedo destripar, ni arrancar de mi vida pasada, porque no puedo separarte de mí. Tantos años recorriendo los mismos pasos y soy incapaz de materializar ningún recuerdo de todo este tiempo. Es como si la misma ciudad fueras tú, en toda su esencia. Seguramente pisamos los mismos adoquines caminando hacia la catedral, seguro que olimos los mismos libros entre todos los trastos que venden en el mercadillo del domingo. Posiblemente. Pero en mi cabeza no aparece ningún fotograma de ningún instante. Paseando por las mismas aceras donde construimos miles de conversaciones, mi mente no es capaz de montar el puzzle de miles de piezas que debería albergar.
No oigo ningún momento en el que nuestros pasos sonaran al unísono. ¿Cómo puedo haber olvidado casi una vida? ¿Cómo puedes ser tan parte de mí que soy tan torpe como para no recordar que alguna vez, no hace tanto, seguías aquí? Quizá porque jamás imaginé que algún día simplemente no estarías, que algún día tendría algo que contarte y me daría cuenta que incluso he llegado a borrar tu número de móvil. Recuerdo tu fijo, porque lo aprendí cuando los móviles no existían, y esas cosas no se olvidan. Lo marcaría con los ojos cerrados día sí y día también, para contarte todas esas cosas estúpidas que te explicaba mientras yo bebía café y tú infusión. Pero hay algo que sí recuerdo: la tecnología nunca se te dio bien. Nunca pasamos más de dos minutos al teléfono porque la opción, siempre, era vernos.
Y fuiste tan parte de mí que hoy que necesito entender que ya no estás, pero mi ineptitud me impide recordar tu cara, la actual. Fuiste tan yo, que si no fuera porque las redes me dicen que un día como hoy hace cinco años estábamos en un restaurante japonés, no creería que alguna vez tú y yo estuvimos compartiendo sushi en un sitio que ya ni siquiera existe.
Si miro al cielo recuerdo esa vez que me preguntaste (para burlarte de mi vena sabelotodo) por qué el cielo era azul. Es ridículo, después de todo lo que hemos hablado, que sea el cielo lo que me recuerde a ti. El cielo no es algo solo mío.Y después de todas las conversaciones trascendentales, solo soy capaz de rememorar la conversación mas estúpida de nuestra historia. El cielo es azul porque el sol se refleja en el mar. Me salió sin pensar, sin saber si era verdad o no, pero yo siempre lo sé todo.
Olvidé tu voz. Diría por intuición que era grave y pausada, pero esas características no te hacen especial. Olvidar a alguien es como la muerte. No morimos al dejar de respirar. Morimos cuando ya no nos recuerdan. Y quizá por eso te escribo. Te escribo porque hoy me he dado cuenta que ya no te recuerdo. Y el no recordar significa que para mí, ahora ya sí, te has ido para siempre. Y con eso se ha ido también una gran parte de mi vida, de mi pasado.
Para Alba, los días tristes siempre han ido acompañados de lluvia. Sería un insulto a la tristeza que se pusiera a lucir el sol mientras en su interior se libra una batalla contra la melancolía más profunda. Tiene un punto literario que llueva: es como si el agua purificara todo lo que le sobra. Pero hoy no sobra nada, todo está vacío.
Quizá porque mamá ya no está, vivir le cuesta mucho más. El día que murió, llovía. No era una gran tormenta, porque mamá no era de aspavientos: le gustaba ser discreta incluso para la muerte, con sus gotas imperceptibles que empapan poco a poco.
Alba lo supo antes que nadie se lo dijera, no porque fuera medio bruja, que también, sino porque el destino le había enviado tantas señales que se podría haber topado con su difunta madre en medio del paso de zebra, donde un coche estuvo a punto de atropellarla. En ese momento miró al cielo y la vio, con su media sonrisa y su ropa moderna. Alba sabía que su madre era tan original que había escogido para despedirse el momento en que ella cayó al suelo antes de insultar al imbécil del conductor que casi la arrolla sin piedad. Cuando entró en el hospital, el alma de mamá hacía rato que ya no estaba, se había disuelto entre las gotas que resbalaban al otro lado de la ventana y volaba libre.
Se sintió vacía, vacía y mojada, porque el paraguas era un objeto inexistente en sus vidas. A las dos les gustaba mojarse, sobre todo bajo las tormentas de verano, pero ese día de febrero distaba mucho de ser una de esas danzas que bailaban juntas entre charcos.
Se quedó sola. Mamá se fue y aunque estaba segura que su fantasma no dejaría de incordiarla, porque eso era lo que hacía mamá, ya no podría volverla a abrazar.
Pero eso ya no importan mucho. Porque hoy llueve igual que ese día, pero hoy mamá no ha muerto, hace mucho que ya no está y la echa tanto de menos, que por una vez no le vale su imaginación y necesita sentirla. Ha salido de casa con el libro y el móvil tan rápido, tan indignada, que ni siquiera se ha dado cuenta que lleva el cabello de recién levantada y ha cogido el abrigo sin importarle si su ropa va combinada. Lleva las últimas botas que ella le regaló, pero ni siquiera lo ha hecho intencionadamente, como para sentirla más cerca, porque la intención hubiera significado que está dispuesta a pensar y hoy no es un día para eso.
Ha entrado en la cafetería mojada hasta el alma. La humedad en contraste con el calor del interior del local le ha provocado una sensación de bienestar que hacía años que no sentía. Ha pedido un café con leche sin azúcar y ha dejado el móvil encima de la mesa. Le gustaría pensar que él llamará, pero sabe que la última palabra, en su casa, es la última del día. Ya lo decía mamá que este chico no le convenía, pero las madres nunca tienen razón por definición, hasta que ya no están y no les puedes decir “vale, sí, tenías razón” para que se retiren en forma de fantasma para decirles que una vez más no se equivocaban.
¿Qué más da? La razón es algo que ha buscado toda la vida y hoy tener razón ha sido como aceptar que la vida no se puede dominar y eso, para Alba, es el fin: la constatación física de que se ha hecho mayor y se siente vieja. Mamá se ha sentado sin permiso a su derecha, lo ha hecho como si pudiera irrumpir cuando quisiera en su mente, sin la necesidad ni siquiera de llamar a la puerta.
– Ahora no, mamá. – No vengo a decirte que yo tenía razón, para que lo sepas. Solo vengo a hacerte compañía. – Mamá, yo ya no puedo más, me siento… ¡uf! Es que hacerse mayor debería ser algo más, no sé, menos decepcionante. – ¿A qué te refieres? – Ya sabes a qué me refiero, yo tendría que haber hecho grandes cosas, mamá, tenía futuro, era lista. – Bueno siempre destacaste por tu inteligencia, no por ser lista, hija, claro está. – Si has venido a decirme que soy tonta, más vale que te largues un rato al más allá. No tengo tiempo para ti. – Perdona, sigue, decías que eras inteligente, perdona… lista. – Pues eso, que lo tenía todo, mamá, y ¿sabes a qué se ha reducido mi vida? A cantar canciones de cuna mientras mi marido hace estas cosas horribles. – Ay, hija, es que tu marido es poco original hasta para eso. Dices, no sé, se podría haber tirado a la niñera, o a la frutera, pero es que incluso con la secretaria hubiera sido un poco más original, pero es que… ¿A estas alturas aún te sorprendes? Vale, deja de mirarme así… perdona. – Que no, mamá, que no, que yo no firmé con la vida para esto, que yo firmé para hacer algo importante, ¿sabes? Que no me mires así, que sí, que cuatro niños son lo más importante, pero me refería una aportación menos orgánica al mundo, algo que realmente útil, algo que no me hiciera sentir invisible. Y haz el favor de apagar este cigarro, ¡no se puede fumar en las cafeterías! Ni siquiera se podía fumar cuando no estabas muerta. Y no, deja de insultarme con la mirada, que te conozco. – A ver, ¿tú te crees que alguien le va a decir a un fantasma que no puede fumar? Sería la monda que el camarero se acercara y le hablara a un silla vacía en plan “Señora, apague ese cigarrillo, ¿quiere algo para beber?”. Soy invisible para él. – Ya pero es que tú eres invisible porque estás muerta, ¡joder! Que yo no lo estoy y tengo menos presencia que tú. Estoy harta, mamá. La rutina no es para mí. No tengo tiempo para pensar en nada, mi vida gira entorno a mi marido y a mis hijos y yo creo que debería ocuparme con algo más. – Sí, podrías dedicarte a hacer un nuevo calendario de Adviento, claro está, ja, ja, ja. – No, si es que encima te cachondeas. Como él. Vaya panda de capullos estáis hechos. Mamá, el calendario de Adviento era para que se comieran una chocolatina al día, no para que aprendieran que si no se comen el chocolate rápido, alguien se lo comerá por ellos, – Hubiera pagado por saber qué te ha contestado tu marido a eso. – ¿No estabas ahí? Pero ¿tú tienes más cosas que hacer que estar todo el día incordiándome? – Te sorprenderías de todo lo que ofrece el más allá, es un parque de atracciones eterno. – Bah… es igual, pues nada, yo le he dicho precisamente esto: que no quería que los niños aprendieran que deben comerse todas las chocolatinas en un día porque, si no lo hacen, se levantaran al día siguiente y su padre les habrá dejado sin ellas. Y ¿sabes qué me ha contestado su padre? Que le parecía increíble que estuviéramos teniendo esta conversación, que les compra otro calendario y punto. – Claro, práctico, típico de él: soluciones rápidas. Apuesto que en el sexo también es de soluciones rápidas, ¿qué? ¡No me mires así! Cuando estaba viva te daba vergüenza que te preguntara estas cosas, pero esta ausencia de cuerpo es como liberadora: no tengo que pensar lo que digo, sale solo. – Eres terrible, mamá. Pues no, no tiene sentido que les compre un puñetero calendario de Adviento nuevo, eso sería confundirlos. – Mmm…claro, los niños se confundirían, ¿cómo no se le habrá ocurrido a él? – Y entonces va y me dice que los niños ni siquiera saben lo que es el Adviento. ¡Aún peor! Que ni siquiera saben contar, que les compre una tableta de chocolate y… ¡fin de la historia! – Bueno,… Aryan sí sabe contar ¿no? La última vez que lo comprobé, tenía edad para eso. – Mamá, ese no es el punto. El punto es que su padre se ha comido el puñetero calendario por la noche y encima me dice que lo ha hecho porque los niños no saben contar y que ni siquiera saben lo que es Navidad. – Pues no sé, hija, yo creo que les ha hecho un favor, el chocolate que hay en esos calendarios es bastante asqueroso. – Era chocolate suizo, no podía estar malo. En serio, si no vas a ayudar vete un ratito a dar una vuelta por el cielo. – Alba, no te agobies. No quieres comprarles otro calendario, vale, no entiendo. Pero el calendario es solo un símbolo, tu no estás enfadada por el calendario, ni por el chocolate, ni siquiera porque tu marido sea un neandental. Estás enfadada contigo misma por haber escogido mal, por sentir que la vida se te resbala entre los dedos y no puedes hacer nada. Pues en una cosa sí tienes razón: la vida pasa. Y si no quieres seguir gruñendo todo el día, toma un decisión, deja a tu marido, busca lo que te apasiona de verdad y ve a por ello. Tus hijos siempre serán el centro de atención, en el más allá eso no cambia, siempre serás madre, pero no puedes dejar de ser tú.
Dicho esto, mamá se ha levantado y ha desaparecido como si nunca hubiera estado aquí. Alba ha resoplado. El café se le ha quedado frio. Quizá mamá tenga razón. Busca en lo que tiene algo que no va a encontrar. Revuelve en el bolso y saca Anna Karenina. Desaparecerá durante un rato, se volverá invisible una vez más. Al fin y al cabo, eso es lo que mejor se le da.
Después de dos horas inmersa entre líneas recuerda que sigue en la cafetería, levanta la mano para la cuenta y el camarero se le acerca con un papel que no se parece nada a un tique.
– Han dejado esto para ti. Siento decirte que el artista anónimo ya se ha ido.
Alba lo mira extrañada y desdobla el papel. Se ve reflejada en trazos un lápiz sin punta. A través de las pupilas le parece que cualquiera que no la conociera, pensaría que está tranquila, que disfruta de un café sin preocupaciones.
Y de repente se ve. Se palpa porque está viva. Para alguien que se ha tomado un café aquí no ha sido invisible. El artista anónimo que la ha dibujado en una servilleta le ha demostrado que por muy sola que se sienta, en el mundo siempre hay alguien que la ve, ve su alma, su yo más profundo. La mujer de este dibujo bien podría ser su yo más fuerte. Alguien que hoy empieza su vida, de nuevo, una vez más.
Me acabo de encontrar conmigo misma. Mirarme al espejo así, desnuda, ha sido como si me pegaran una hostia. Toda desnuda. Soy yo, yo misma. Mañana dejaré de serlo, pero hoy esta soy yo, con esta gran imperfección, la deformación que me ha perseguido los años de adolescencia. Y ya soy mayor de edad. Mañana ya no seré yo, seré otra, porque todo cambiará.
La primera vez que el médico me vio fue como si se riera en mi cara: malformación genética… ¡Qué cabrón! Pensé que era él el que tenía el cerebro deformado. Pero no, quien tenía esa anomalía en el cuerpo era yo y era muy patente: un seno de la talla cien y uno de niña de doce años. “No, esto no se puede operar hasta que no hayan crecido del todo”. “Sí, hasta que no tengas dieciocho años”. Con doce años, seis años es toda una vida: la adolescencia. Toda una vida sin dejar que te metan mano, toda una vida de esconder la vergüenza que te produce no tener uno de los dos pechos, de rellenarlo con calcetines hechos bola, en una época en el que cualquier pequeño defecto puede ser una excusa para hundirte. “Pues no, no te operaremos hasta los dieciocho… ¡anda! ya te puedes ir”.
Mamá y yo nos hicimos un hartazgo de llorar. Parece una bobada, pero no tener pecho es grave… tenerlos pequeños te puede obsesionar… tenerlos grandes te puede acomplejar… pero tener uno grande y uno pequeño, ¡joder!, esto sí que es una buena burla del karma. Y ahora estoy aquí, delante del espejo, y yo mañana ya no seré yo, porque ya no tendré que usar la prótesis que me ha acompañado durante años cuando abandoné los calcetines improvisados y compré un relleno de silicona. Ya no me tendré que preocupar de cuando me metan mano lo hagan en el seno derecho y no en el izquierdo. Ahora podré ponerme camisetas sin necesidad de ropa interior. Ahora tendré unos pecho perfectos, iguales, simétricos.
Mañana tendré pecho, como si fuera una persona normal, como todas las niñas de dieciocho años. Me quitarán grasa de la barriga, la centrifugarán y me la pondrán en el seno. Me he llegado a plantear que me pongan unas buenas tetas, de esas grandes de revista (las dos, ¿eh? no una, las dos, que nunca se caigan, seré la mujer de ochenta años con los pechos más perfectos del mundo). Técnica Coleman. ¡Qué tío, el tal Coleman! ¡un fenómeno! Aprovechar la odiada grasa de tu propio cuerpo para reconstruirte un pecho. Así, en un pim pam borramos todos mis traumas.
En el espejo parece que esto siempre será así, yo siempre tendré un solo seno. Lo acaricio: he llegado a odiarlo tanto que no sé como despedirme de él. Y ¿mi seno grande? Ojalá no tuviera que decirle adiós, pero para que queden igual tendrán que operarme los dos. Me miro a los ojos, y de reojo me giro para verme el perfil, un perfil que jamás volveré a ver: un pezón planito, esa mama ínfima que me recuerda que sigo siendo una niña de doce años. Y ya han pasado seis años. Esta soy yo. Y me miro el perfil y lloro. Lloro porque me parece increíble que un trauma se pueda borrar así, de golpe, con unas cinco horas de operación, una cicatriz, y a cambio de quince mil euros, yo seré normal. Y hoy me pregunto ¿qué significa ser normal? ¿seguiré siendo yo, mañana? ¿los mismos ojos de color miel? ¿la misma sonrisa? ¿la misma nariz de tulipán? ¿qué cambiará mañana? Mañana tendré pecho, dos, iguales, simétricos. Tendré tetas postizas de barbie, seré un cuerpo falso. ¿Seguiré siendo yo misma después de esta noche?
Entonces me pongo el pijama, para esconder todo lo que he tenido que esconder durante estos años. Acabo de decidir que a partir de mañana dormiré desnuda. Porque sí. Porque puedo. Porque no hay nada que esconder. Mañana seré normal.
“Hoy me he hecho la manicura, me he comprado un coche y he empezado terapia, y nada de esto estaba planeado cuando me he despertado a las 7” “Ah, !qué guay! ¿has ido a hacerte las uñas? Y al final ¿le has dejado hacerte alguna decoración menos aburrida que tú?» le contesta Gina con tres o cuatro emoticonos (un exceso para su gusto) “¿Un coche? pero si tu coche no era viejo, ¿qué coche te has comprado?” Contesta Alba en cuatro líneas. Nunca entenderá porque no puede escribir en párrafos: siempre que ella escribe, el móvil suena cuatro o cinco veces innecesariamente. “¿Terapia? ¿Estás bien? ¿ha pasado algo???????” Mia siempre espera un drama en sus vidas, no puede evitarlo, se aburre soberanamente si no le pone un poco de emoción. “Mmm… estás fatal de la azotea”, sentencia Cristina al cabo de un rato.
Su día ha empezado como uno cualquiera de vacaciones, con pocos planes y mucha pereza, hasta que desayunado y se ha dado cuenta que se le había roto una uña. Esto sería un dato bastante banal si no fuera porque ayer se gastó una pasta en hacérselas. Se ha cagado en todo y ha llamado al centro de estética para ver si se lo podían arreglar. Total, si no fuera porque jamás deja que le hagan cosas estridentes y con purpurina, no habría nada de raro en eso. Pero al llegar, ha resultado que el color de la uñas de ayer se había acabado y con resignación le ha dicho a la chica que le hiciera lo que le apeteciera. Mal, fatal: ha salido de ahí con unas uñas llenas de purpurina, de un rosa muñeca casi insultante. Cuando la ha visto, su chico la ha mirado con cara de “¿quién eres tú y qué has hecho con mi chica?” y ella no ha podido evitar pensar que este toque discordante en su look en el fondo le pega. De ella dirán que es muchas cosas, pero sobretodo dirán que es seria. Poco seria se puede ser con unas uñas de color rosa chicle y mucho brillibrilli.
Volviendo a casa el coche le ha fallado. Le molesta profundamente que las cosas dejen de funcionar. Cuando algo se estropea, deja de tener su función, se vuelve inútil. Y la inutilidad es casi peor que la incompetencia del mecánico que le ha dicho que la reparación le va a costar más que un coche de segunda mano. “Segunda mano, ¿yo?” Ha pensado indignada. Se ha dado cuenta que en el rostro del mecánico había una sombra de satisfacción sádica al dar la mala noticia mientras le miraba de reojo la purpurina de las uñas. Vale, sí, ¿que pasa? Llevo uñas que no pegan conmigo pero, en serio, ¿por eso debes juzgarme y decirme que me compre un coche de segunda mano? Así que ha llamado a su chico y le ha pedido que la acompañe a mirar coches.
Se ha dado cuenta que el comercial también le miraba las uñas, ¡qué manía de juzgar por la imagen! Quizá por eso él hacía ver que ella no existía y le explicaba a su chico que “este motor es mucho mejor, porque en la subidas le puedes dar gas”. En algún momento la ha mirado a ella y le ha sugerido que tienen un gran stock de coches usados. No ha podido evitar mirar a ese chico prepotente con asco, entonces de dentro le ha salido acercarse a un coche de exposición, mirar el precio de reojo para asegurarse que lo podía pagar, y decir. “me llevaré este, gracias”. A su chico se le ha desencajado la mandíbula al ver el precio, ella sabía de sobra que es el doble de lo que él esperaba, pero no puede con el desprecio. Se ha sentido insultada, le hubiera gustado decirle “mira, la que va a pagar el coche soy yo, así que más vale que me enseñes coches a mí y no a él, machista de mierda”. Pero en vez de esto, simplemente ha comprado un coche sin ni siquiera sentarse en él.
En el coche, después de firmar los papeles, el silencio era tan pesado que se paralizaba en los pulmones. Ella se miraba las uñas como si fueran las culpables de sus malas decisiones, aunque cada vez se convencía de que en realidad llevarlas así le daba personalidad y fuerza. Cuando han llegado a casa, él ni siquiera ha mencionado el hecho que “ir a mirar coches” se había convertido en un rápido “me acabo de comprar un coche” y, como él sabía que esperaba su aprobación una vez ya no había vuelta atrás, le ha susurrado “ te has comprado un cochazo, cariño”. Ella solo le ha respondido con un sonrisa.
Mirándose en el espejo del lavabo, ha sacado el móvil del bolsillo de los tejanos y ha llamado a Marta. Sabe que ella no va a poder ayudarla, porque sería muy raro, se conocen demasiado. Al marcar el numero, Marta lo ha cogido al medio tono. No está acostumbrada a las llamadas, con lo que ha pensado que quizá era importante. – Marta, necesito que me des el número del mejor terapeuta que trabaje en tu gabinete.
Marta ni siquiera ha preguntado para qué necesitaba un terapeuta, le ha pasado el número tan rápido que le ha dado la sensación que esperaba esta llamada desde hacía tiempo.
Ha marcado el número del chico aún delante del espejo, como si su aspecto fuera importante en una conversación telefónica, ha aguantado la respiración y cuando él ha descolgado simplemente le ha dicho. – Hoy me he hecho las uñas y me he comprado un coche, ninguna de las dos cosas estaba planeada cuando me he levando, creo que estoy intentando llenar un vacío que no sabia ni que existía, ¿cuándo podemos empezar con la terapia? Ni por un momento se ha planteado ni presentarse. Ha oído una carcajada al otro lado de la línea. – Podemos hacer una videoconferencia ahora mismo. Y cuando ha empezado la sesión ella ha sentido que un enorme peso se le caía de las espaldas, como si la decisión de empezar terapia, fuese algo que llevaba tiempo pensando. Lo que le sorprende es que jamás antes se lo había planteado, ni siquiera sabía que lo necesitaba hasta que ha empezado a hablar y se ha caído tan mal a ella misma que le han dado ganas de darse un par de bofetones. Pero en el fondo sabe que las hostias no lo arreglaran, pero quizá este chico sí que la ayuda a arreglarlo. Él le ha sugerido que deje de controlarlo todo y que la próxima vez se pinte las uñas de un color más extremo.