Relato. Lo que la casualidad me regaló.

Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.

Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.

Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.

O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.

Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.

Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.

Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.

En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.

Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.

Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.

Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.

Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.

Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.

Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.

No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.

Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.

No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.

No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.

No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.

Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.

Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.

Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.

Que solo me queda este libro que habla de ti.

Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.

Que no es casualidad que encontrara.

Que, por fin, te dejé ir.

El tranvía a la memoria

Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.

Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.

En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.

Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.

Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.

Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.

Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.

Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.

Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.

–Sois catalanas, ¿verdad?

A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto.
–Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.

Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?

Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.

–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado
–Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen?
–Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá.
–Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.

Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.

Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.

–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…

Valiente. Increíble.
Mi abuelo fue un héroe.

Relato: Adiós

La ciudad debería oler a ti, en cambio es el aroma del café el que me recuerda tu imagen. Pero es una cara difusa, desactualizada, una versión antigua de lo que ahora debes ser. Tú ni tan solo bebías café. Es casi un insulto que cada mañana en mi cerebro se active alguna neurona de un recuerdo que no alcanza a ser real. Bebías roibos, siempre sorbiéndolo lentamente, como si quisieras alargar nuestro encuentro. En realidad cuando estabas ahí, delante de mí, en cualquiera de las cafeterías de la ciudad, no había ningún lugar mejor donde estar, donde existir.

Eras tan parte de mí que no consigo pensarte en ningún momento concreto. Es como si fueras parte de mi sangre, de mi ADN. No te puedo destripar, ni arrancar de mi vida pasada, porque no puedo separarte de mí. Tantos años recorriendo los mismos pasos y soy incapaz de materializar ningún recuerdo de todo este tiempo. Es como si la misma ciudad fueras tú, en toda su esencia. Seguramente pisamos los mismos adoquines caminando hacia la catedral, seguro que olimos los mismos libros entre todos los trastos que venden en el mercadillo del domingo. Posiblemente. Pero en mi cabeza no aparece ningún fotograma de ningún instante. Paseando por las mismas aceras donde construimos miles de conversaciones, mi mente no es capaz de montar el puzzle de miles de piezas que debería albergar.

No oigo ningún momento en el que nuestros pasos sonaran al unísono. ¿Cómo puedo haber olvidado casi una vida? ¿Cómo puedes ser tan parte de mí que soy tan torpe como para no recordar que alguna vez, no hace tanto, seguías aquí? Quizá porque jamás imaginé que algún día simplemente no estarías, que algún día tendría algo que contarte y me daría cuenta que incluso he llegado a borrar tu número de móvil. Recuerdo tu fijo, porque lo aprendí cuando los móviles no existían, y esas cosas no se olvidan. Lo marcaría con los ojos cerrados día sí y día también, para contarte todas esas cosas estúpidas que te explicaba mientras yo bebía café y tú infusión. Pero hay algo que sí recuerdo: la tecnología nunca se te dio bien. Nunca pasamos más de dos minutos al teléfono porque la opción, siempre, era vernos.

Y fuiste tan parte de mí que hoy que necesito entender que ya no estás, pero mi ineptitud me impide recordar tu cara, la actual. Fuiste tan yo, que si no fuera porque las redes me dicen que un día como hoy hace cinco años estábamos en un restaurante japonés, no creería que alguna vez tú y yo estuvimos compartiendo sushi en un sitio que ya ni siquiera existe.

Si miro al cielo recuerdo esa vez que me preguntaste (para burlarte de mi vena sabelotodo) por qué el cielo era azul. Es ridículo, después de todo lo que hemos hablado, que sea el cielo lo que me recuerde a ti. El cielo no es algo solo mío.Y después de todas las conversaciones trascendentales, solo soy capaz de rememorar la conversación mas estúpida de nuestra historia. El cielo es azul porque el sol se refleja en el mar. Me salió sin pensar, sin saber si era verdad o no, pero yo siempre lo sé todo.

Olvidé tu voz. Diría por intuición que era grave y pausada, pero esas características no te hacen especial. Olvidar a alguien es como la muerte. No morimos al dejar de respirar. Morimos cuando ya no nos recuerdan. Y quizá por eso te escribo. Te escribo porque hoy me he dado cuenta que ya no te recuerdo. Y el no recordar significa que para mí, ahora ya sí, te has ido para siempre. Y con eso se ha ido también una gran parte de mi vida, de mi pasado.

Un café en Viena

Gira a la derecha y entra en Schwarzspanierstrasse, camina unos metros y entra en su local. No ha podido evitar colocar el montón de cartas que reposaban en la repisa de la entrada, ¿por qué nunca nada está en su sitio? En serio, ¿le es tan complicado al camarero ordenar las cosas como Dios manda? ¿Es que tiene mucho más trabajo que servir cafés y ensaladas? Mientras reordena el montoncito le lanza una mirada asesina que hace que el pobre chico se ponga a limpiar mesas compulsivamente, como si el trapo con desinfectante le fuera a salvar de una tormenta que se avecina bastante convulsa.

Pero él tiene demasiado de que preocuparse, pasa el dedo por la madera y, una vez comprobado que el nivel de polvo está bajo mínimos, se dirige a la cocina con un tic nervioso en el ojo. Al entrar, la cocinera se pone rígida: ni un fallo, ni un atisbo de imperfección le está permitido. Entonces él pone la bolsa de tela sobre el mármol y, como aún no se han puesto de moda y son un objeto de los hipsters y los ecologistas sin remedio, ella le felicita por haberse pasado a la tela y dejar el plástico. Él murmura algo mientras busca en el fondo de la bolsa, lo saca y le pide que le cocine algo delicioso con ello.

Aún le tiemblan las manos, desde que ha salido del supermercado el objeto le ha estado acusando de incívico y deshonesto. Pero una vez se ha dado cuenta, ya no podía tirar marcha atrás. Así que ha decidido encargar a la cocinera de su cafetería que le cocine algo con lo que pueda disfrutar.

Se sienta en la mesa que da a la calle. Al ver los cubiertos no puede evitar sacar la cinta métrica y colocarlos exactamente a un centímetro y medio de separación. Sonríe con satisfacción: sabe que el camarero le mira de reojo esperando el momento de la bronca. Pero hoy está demasiado preocupado para eso. Lo que ha pasado hoy debería darle una pista de que algo no va bien, algo desentona en su vida, como un acorde de piano con una tecla disonante. Mira a través del ventanal y ve una pequeña mota de polvo. Hace una seña al camarero para que le preste el trapo con desinfectante y limpia minuciosamente hasta que no hay rastro alguno de suciedad en su campo visual del cristal.

Ahora ya todo parece perfecto, se puede relajar mirando por la ventana. En el fondo, la localización le gusta. Cuando dejó Madrid, sus ruidos y suciedad, jamás pensó que acabaría poniendo una cafetería/bar/restaurante de estudiantes en la calle Schwarzspanier de Viena. El local se llama “El mundo”, así en español, para intentar sentirse como en casa cuando va a trabajar. Nunca ha sido un sitio del todo definido. Le gusta que sea así, porque aporta el único punto de desorganización que no se permite tener en el resto de su vida. Todavía le sigue sorprendiendo el éxito al que le ha llevado el caos de no saber si es un sitio de desayunos, comidas o cafés. A estos estudiantes vieneses de clase alta les encanta: creen que por venir a un sitio que parece medio bohemio, ellos se contagian un poco de esa proletariedad de la que tanto carecen.

En su campo visual aparece la placa en la que se lee el nombre de la calle. ¿En serio nadie en el ayuntamiento se ha dado cuenta que esta placa tiene una grieta? No, claro que no, está plagado de funcionarios incompetentes. Cuarenta y cuatro veces ha llamado para que alguien le explique si el nombre de la calle se refiere a Beethoven o a la iglesia. Porque él sinceramente escogió la calle porque le pareció sublime que Viena, la ciudad de Mozart, tuviera un guiño tan soberbio a Beethoven (a quién llamaban español negro, o sea, schwarzspanier). Pero resultó que encontró por internet que la calle no se llamaba así por él, sino por la iglesia benedictina de la esquina (o lo que queda de ella). Le pareció un insulto.

¿Por qué tarda tanto en hacerle la comida? No se pueden hacer tantas cosas con lo que le ha dado. ¡Incompetente, se podría espabilar un poco!

Cada vez que llamaba al ayuntamiento por el tema de Beethoven, la recepcionista se lo sacaba de encima con una educación mal disimulada, pero es que a él le parece importante. Si alguien tuvo las agallas de nombrar una calle en honor a Beethoven en la ciudad que adora Mozart, lo mínimo que pueden hacer es honrar esa osadía, pero no: en los registros consta como que se nombró por una iglesia benedictina. ¡Qué vulgar!

A ver si aparece esta inútil. Con el tiempo que ha necesitado más le vale que sea de estrella michelin. La emoción no le deja respirar; con el mal rato que ha pasado, espera que por lo menos esté delicioso.

En la cola del supermercado suele ponerse nervioso en España, aquí en cambio la gente es ordenada y respeta su espacio vital, nadie empieza a poner las cosas en la cinta corredera si él no ha acabado de colocar la compra en bolsas. Para él es un ritual: despliega cuatro bolsas de tela y va ordenando minuciosamente los productos según si son verduras o fruta, carne o pescado, comestibles que no necesitan nevera y resto de cosas. Hoy por alguna razón que desconoce en vez de cuatro, había cinco bolsas. Un pequeño despiste al que no está acostumbrado. Con una mueca, ha dejado la que no necesitaba en el carrito mientras hacía su pequeño ritual. Cuando ha terminado ha cogido el carro y ha salido del supermercado. Lo ha aparcado y ha recogido las bolsas. Entonces se le ha helado la sangre. No se lo podía creer: ahí se le había quedado, sin pagar, exportado desde Murcia, con un color intenso, perfecto, un ejemplar de tamaño extragrande. Un sudor frío le ha recorrido la frente: ha robado. ¿se considera robar si lo ha hecho inconscientemente? Seguramente ante un tribunal sí. No le exime del delito el hecho de no saber que lo ha cometido.

Levanta la vista y, por fin, la cocinera sale triunfal con el plato. Por su sonrisa, más le vale que sea el plato más elaborado que ha cocinado hasta hoy. Al ponérselo delante, él no ha podido evitar una cara que ella ha interpretado como asco, pero en realidad él no quería esconder que era de decepción. ¡Schnitzel! Acompañado de su pequeño e insignificante delito. El schnitzel es un poco como Viena: muy de aparentar y poca sustancia. Que el plato más famoso de la ciudad sea un triste escalope empanado le deprime, aunque lo llamen escalope a la vienesa, que es como para darle importancia. Por no mencionar que lo que lo acompaña, debería ser algo excepcional, no unas simples tiras a la plancha que encima están chamuscadas por las puntas. Su delito reducido a cuatro tristes trozos de verdura.

Se pone una tira en boca, lo saborea, hay un punto entre dulzón y amargo que no recordaba tan intenso, lo mastica poco a poco y de repente nota la desagradable sensación de algo parecido a un plástico. Lo escupe sin hacer ruido, hurga entre el verde intenso y encuentra la razón de su disgusto: una piel. ¿Tan difícil era quitar la piel antes de servirlo? Esto le ha acabado de hundir en el malestar. Por lo menos, ya que ha cometido un delito imperdonable, la cocinera se lo podría haber preparado con cariño. Pues no, seguro que se lo ha hecho adrede.

Corta un trozo de escalope y se lo pone en la boca. Lo mastica y le da una arcada: demasiado seco. Esto es imperdonable. Tira los cubiertos desordenados y mira otra vez la terrible grieta en la placa de la calle.

Hoy se ha equivocado y ha cogido una bolsa de más. Nadie le ha hecho caso en el ayuntamiento al quejarse del nombre de la calle en su llamada número cuarenta y cinco. Respira asqueado. Echa de menos la carne empanada de su madre y no este plato con pretensiones decepcionantes.

Si su madre estuviera viva, la hubiera llamado. Le hubiera dicho algo así como “hoy he robado un pimiento importado de Murcia. Mamá, creo que es hora de volver a casa”. Y al pensarlo se da cuenta que Viena ya no tiene nada que ofrecerle. Después de tanto tiempo, es el momento de dejar esta calle de Beethoven clandestina. Antes de poner un anuncio para traspasar el local, escribirá un artículo en Viquipedia por si algún día alguien busca también el nombre de Schwarzspanierstrasse. Que el mundo sepa que “El mundo” estuvo allí por ser el único trozo de ciudad que no se le dedica a Mozart.

Impulsos

Uñas hechas por Miriam estètica

“Hoy me he hecho la manicura, me he comprado un coche y he empezado terapia, y nada de esto estaba planeado cuando me he despertado a las 7”
“Ah, !qué guay! ¿has ido a hacerte las uñas? Y al final ¿le has dejado hacerte alguna decoración menos aburrida que tú?» le contesta Gina con tres o cuatro emoticonos (un exceso para su gusto)
“¿Un coche? pero si tu coche no era viejo, ¿qué coche te has comprado?” Contesta Alba en cuatro líneas. Nunca entenderá porque no puede escribir en párrafos: siempre que ella escribe, el móvil suena cuatro o cinco veces innecesariamente.
“¿Terapia? ¿Estás bien? ¿ha pasado algo???????” Mia siempre espera un drama en sus vidas, no puede evitarlo, se aburre soberanamente si no le pone un poco de emoción.
“Mmm… estás fatal de la azotea”, sentencia Cristina al cabo de un rato.

Su día ha empezado como uno cualquiera de vacaciones, con pocos planes y mucha pereza, hasta que desayunado y se ha dado cuenta que se le había roto una uña. Esto sería un dato bastante banal si no fuera porque ayer se gastó una pasta en hacérselas. Se ha cagado en todo y ha llamado al centro de estética para ver si se lo podían arreglar. Total, si no fuera porque jamás deja que le hagan cosas estridentes y con purpurina, no habría nada de raro en eso. Pero al llegar, ha resultado que el color de la uñas de ayer se había acabado y con resignación le ha dicho a la chica que le hiciera lo que le apeteciera. Mal, fatal: ha salido de ahí con unas uñas llenas de purpurina, de un rosa muñeca casi insultante. Cuando la ha visto, su chico la ha mirado con cara de “¿quién eres tú y qué has hecho con mi chica?” y ella no ha podido evitar pensar que este toque discordante en su look en el fondo le pega. De ella dirán que es muchas cosas, pero sobretodo dirán que es seria. Poco seria se puede ser con unas uñas de color rosa chicle y mucho brillibrilli.

Volviendo a casa el coche le ha fallado. Le molesta profundamente que las cosas dejen de funcionar. Cuando algo se estropea, deja de tener su función, se vuelve inútil. Y la inutilidad es casi peor que la incompetencia del mecánico que le ha dicho que la reparación le va a costar más que un coche de segunda mano. “Segunda mano, ¿yo?” Ha pensado indignada. Se ha dado cuenta que en el rostro del mecánico había una sombra de satisfacción sádica al dar la mala noticia mientras le miraba de reojo la purpurina de las uñas. Vale, sí, ¿que pasa? Llevo uñas que no pegan conmigo pero, en serio, ¿por eso debes juzgarme y decirme que me compre un coche de segunda mano? Así que ha llamado a su chico y le ha pedido que la acompañe a mirar coches.

Se ha dado cuenta que el comercial también le miraba las uñas, ¡qué manía de juzgar por la imagen! Quizá por eso él hacía ver que ella no existía y le explicaba a su chico que “este motor es mucho mejor, porque en la subidas le puedes dar gas”. En algún momento la ha mirado a ella y le ha sugerido que tienen un gran stock de coches usados. No ha podido evitar mirar a ese chico prepotente con asco, entonces de dentro le ha salido acercarse a un coche de exposición, mirar el precio de reojo para asegurarse que lo podía pagar, y decir. “me llevaré este, gracias”. A su chico se le ha desencajado la mandíbula al ver el precio, ella sabía de sobra que es el doble de lo que él esperaba, pero no puede con el desprecio. Se ha sentido insultada, le hubiera gustado decirle “mira, la que va a pagar el coche soy yo, así que más vale que me enseñes coches a mí y no a él, machista de mierda”. Pero en vez de esto, simplemente ha comprado un coche sin ni siquiera sentarse en él.

En el coche, después de firmar los papeles, el silencio era tan pesado que se paralizaba en los pulmones. Ella se miraba las uñas como si fueran las culpables de sus malas decisiones, aunque cada vez se convencía de que en realidad llevarlas así le daba personalidad y fuerza. Cuando han llegado a casa, él ni siquiera ha mencionado el hecho que “ir a mirar coches” se había convertido en un rápido “me acabo de comprar un coche” y, como él sabía que esperaba su aprobación una vez ya no había vuelta atrás, le ha susurrado “ te has comprado un cochazo, cariño”. Ella solo le ha respondido con un sonrisa.

Mirándose en el espejo del lavabo, ha sacado el móvil del bolsillo de los tejanos y ha llamado a Marta. Sabe que ella no va a poder ayudarla, porque sería muy raro, se conocen demasiado. Al marcar el numero, Marta lo ha cogido al medio tono. No está acostumbrada a las llamadas, con lo que ha pensado que quizá era importante.
– Marta, necesito que me des el número del mejor terapeuta que trabaje en tu gabinete.

Marta ni siquiera ha preguntado para qué necesitaba un terapeuta, le ha pasado el número tan rápido que le ha dado la sensación que esperaba esta llamada desde hacía tiempo.

Ha marcado el número del chico aún delante del espejo, como si su aspecto fuera importante en una conversación telefónica, ha aguantado la respiración y cuando él ha descolgado simplemente le ha dicho.
– Hoy me he hecho las uñas y me he comprado un coche, ninguna de las dos cosas estaba planeada cuando me he levando, creo que estoy intentando llenar un vacío que no sabia ni que existía, ¿cuándo podemos empezar con la terapia?
Ni por un momento se ha planteado ni presentarse. Ha oído una carcajada al otro lado de la línea.
– Podemos hacer una videoconferencia ahora mismo.
Y cuando ha empezado la sesión ella ha sentido que un enorme peso se le caía de las espaldas, como si la decisión de empezar terapia, fuese algo que llevaba tiempo pensando. Lo que le sorprende es que jamás antes se lo había planteado, ni siquiera sabía que lo necesitaba hasta que ha empezado a hablar y se ha caído tan mal a ella misma que le han dado ganas de darse un par de bofetones. Pero en el fondo sabe que las hostias no lo arreglaran, pero quizá este chico sí que la ayuda a arreglarlo. Él le ha sugerido que deje de controlarlo todo y que la próxima vez se pinte las uñas de un color más extremo.

A mí no me pasará

Al entrar he mirado qué marca de café utilizan porque un buen café depende de tres factores cruciales: la calidad de la máquina, la calidad del café y la maña que tenga quien te lo va a servir. Una vez certificada la marca y la máquina solo queda dejar al destino que el/la camarero/a te lo haga como toca. Me he quedado un segundo observando en la puerta, he visto como la camarera presionaba bien el soporte del filtro y justo antes de encajarlo en la máquina ha cerrado los ojos y ha olido el café. Buena señal, respeta el ritual, así que me he sentado en la mesa de la esquina, la más alejada de la puerta para que no me molesten, y he pedido una taza de café largo (pero no me pongas agua, ¿eh? Hazme un café cargado) y he sacado el e-book. García Márquez se merece el mejor ambiente y el mejor café.

Ella ha llegado tres o cuatro minutos más tarde. Es como diez años mayor que yo. Tiene una presencia inquisitiva, imponente. Ha entrado como si el local fuera suyo. Llevaba un bolso perfectamente combinado con el resto de sus accesorios y un vestido de vuelo de esos que parecen tan caros. Me he preguntado si la ropa interior también se la ha puesto a conjunto. Seguro que sí, parecía una de esas mujeres que lo tiene todo planificado. Se ha parado unos segundos en la puerta y ha mirado a la camarera, que preparaba mi café. Era como si evaluara el local para decidir si el café estaba a su nivel. Me ha parecido una de esas persona que succiona la energía de todo aquel que se cruza en su camino, como si en el mundo la importante solo fuera ella. Se ha sentado en la mesa de al lado y, sin ni siquiera darme los buenos días, ha sacado un libro del bolso y se ha puesto a leer. Seguro que es una snob, he pensado, de estas que leen superventas y escogen un libro por la portada.

Parece una tía arrogante, de esas personas que te hacen sentir ridícula a su lado. Un carácter fuerte. La gente dice que yo también lo tengo, pero ella parece mucho más fuerte que yo. Ha levantado la vista cuando ha entrado otra chica, con los labios rojos, parecía de esas personas que se pasan horas delante el espejo. Al sentarse no se han dado dos besos y daba la sensación que ambas luchaban por consumir la energía de la otra. Me ha recordado mucho a la relación que tengo yo con Sara: una especie de amor-odio, una carrera hacia quién de las dos es la más popular en todo. Pero a diferencia de estas dos chicas, Sara y yo siempre nos damos dos besos al vernos.
–¿Qué lees, Raquel?– ni siquiera le ha dicho hola.
–Un libro sobre el incendio de la biblioteca de Los Ángeles en 1986. Pero me está poniendo un poco triste– ha respondido la tal Raquel con una voz que no cuadraba con su apariencia, una voz dulce y tímida. ¡Qué tema tan turbio y poco comercial! A lo mejor me he equivocado y soy yo la que ha juzgado un libro por su portada
–Eres un poco freak, ¿lo sabes, no? Parece un poco tostón, ¿tiene serie en Netflix?
–Susana, hija, a tu edad ya deberías aprender a tener suficiente concentración para leerte un libro de principio a fin. Sigo sin entender cómo hemos conseguido seguir siendo amigas hasta los 33, no coincidimos en nada, en el cole teníamos más en común.

He sonreído detrás del libro, realmente parecían la noche y el día. La tal Raquel se mueve como si fuera la dueña del sitio, de su vida, como si estuviera por encima del resto de los mortales. En cambio la tal Susana parece un poco más dócil, más preocupada por agradar que por conquistar. Entre ellas hay una tensión invisible constante, como si compitieran por un trofeo inexistente.

–¿No te pasa que a veces lees un libro y te acuerdas de alguien a quien te gustaría recomendárselo?
–No lo sé, Raquel, quizá si leyera algún libro me pasaría pero… no. Supongo que no te habrá hecho pensar en mi, ¿verdad?
–Sabes de sobra que pensaba en Covi, tratándose de un libro sobre una biblioteca. Hace tanto tiempo que no hablamos con ella que no sé, pero de repente me ha dado pena no poder decirle que le encantaría este libro.
–¡Bah! Es ella la que decidió irse, para mi ni siquiera es una amiga ya, es una extraña, no sé qué le contaría ahora si quedáramos con ella, hace más de medio año que se fue, creo que ni siquiera recuerdo su cara.
–¿Cómo puedes decir eso? A Covi la conocíamos desde… ya ni siquiera me acuerdo cuánto tiempo hace.
–¿Y qué? El tiempo no es lo importante, Raquel, lo importante es quién se queda al cabo de los años, quizá tengas mas cosas en común con alguien que acabas de conocer que con alguien que conociste en la adolescencia. La gente evoluciona, tu deberías hacer lo mismo. Olvídate de Covi, ella tiene su vida y tú, la tuya.

Las he mirado de reojo. Susana habla de esta tal Covi con un tono de desprecio sorprendente. ¿Cómo puede ser tan cínica? Si algún día fueron amigas algo de aprecio le debería quedar. Espero que no sea por la edad, me veo un poco reflejada en Raquel, pero a diferencia de ella, para mí mis amigas son imprescindibles.

–El otro día la vi, en la cafetería de antes – Raquel lo ha dicho como si fuera un secreto, como si esperara que la reacción de su amiga fuera un volcán a punto de erupcionar –No hablé con ella, eh… yo… estaba en la terraza y entré para ir al baño y entonces la vi ahí con el ordenador, muy concentrada.
–Pero, a ver, para ir al baño seguro que pasaste cerca de ella,¿no?
–Sí, pero ya te digo, debía estar corrigiendo exámenes, ya sabes como se ponía de seria, podría haber estallado una bomba en la calle y ella no se hubiera ni inmutado.
–Le podrías haber dicho algo, Raquel, tampoco es que nos hiciera nada, no sé, un día simplemente dejó de venir y ya.
–Supongo que no le dije nada porque para mí es como si me hubiera traicionado y si la hubiera saludado, tampoco hubiera sabido qué decirle.
–Seguro que tenías un montón de cosas que decirle, tú y ella teníais una conexión especial, erais muy amigas.
–Pues, no sé, Susana, quizá porque me cuesta aceptar que ahora simplemente tiene otra vida, que nos hemos hecho mayores y lo que teníamos antes ya no le interesa.
–En el fondo te entiendo, yo creo que si me la encontrara también haría ver que no la veo y ya está. Pero en el fondo también la echo mucho de menos.
–Qué mierda hacerse mayor, ¿no? – ha dicho Susana mientras ha hecho un gesto la camarera para pagar.
–Y pensar que a los veinte creímos que después de tantos años de conocernos, seríamos amigas para siempre, que superada la infancia y la adolescencia nada nos podría separar. Y por cierto, yo no me hago mayor, pequeño saltamontes, yo me hago mejor.

Se han ido, y me han dejado un rastro de angustia que no he sabido gestionar. ¿Y si es verdad? ¿Y si hacerse mayor es perder la gente que tengo ahora? Había algo en esa chica, en la segura de si misma, que me ha hecho pensar en mí, como un aire, un presagio. Hay cosas de ella que me han gustado pero otras que me han generado un poco de aversión. No sabría decir si la conociera si me caería bien o mal. Quizás jamás congeniaríamos, porque yo también tengo carácter. La he visto como un reflejo, parecía dolida y triste, muy triste. Yo no sé que haría sin mi mejor amiga, hace tanto que nos conocemos que no concibo que un día simplemente ya no esté aquí.

Al tener este pensamiento me ha dado un pinchazo en el corazón. He dejado el libro y
la he llamado. Jamás le he recomendado Cien años de soledad, ya va siendo hora que se lo lea.

Nosotras tenemos algo especial, una relación diferente.
A nosotras no nos pasará.
A mí no me pasará.

Relato: Terapia

Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke por Pixabay

— Ana, ¿cuántas veces has ido a este restaurante? ¿Mil? ¿Cómo puede ser que te equivoques de salida?
— Va, Cris, que si doy otra vuelta te hago una ruta turística.
— Lo sabes que no puedes ir por aquí ¿verdad? Tienes que girar en el cambio de sentido que hay en la próxima salida.
— ¡No me jodas! Bueno, suerte que vamos con tiempo.
— Ana, ¡para!
— ¿Qué?
— ¡Joder! No pares aquí en medio, vuelve a girar la rotonda.
— Pero ¿qué te pasa ahora? —(casi me da un ataque al corazón)
— Había una mujer en ese descampado, parecía que pedía ayuda —(si no te hubieras equivocado de salida, no la habríamos visto; seguro que esto significa algo…)
— Ayudadme, por favor, ¡mi marido! Por favor, explícale al 061 dónde estamos, no consigo que me entiendan para que venga la ambulancia.
— Cálmese, tranquila, déme el teléfono, yo se lo explico. Ana, para el coche detrás del del señor que estamos en medio y provocaremos un accidente — (Joder, ¡Vaya Mercedes! Este coche debe costar como 100.000 euros) — ¿Sí? Hola, perdone, el señor ha parado el coche en la rotonda de la nacional, salida 33. No… Sí… no, no le conozco —(uf, ¿en serio? ¿Cómo voy a saber yo si está teniendo un ataque al corazón? No, no sé la edad del señor)— Ana, pregúntale la edad. ¿40? No, hombre no, la edad de la señora no, la del señor. 49. Si, 49. No… está consciente. Si… le duele el brazo izquierdo. A ver, yo creo que tiene un ataque de ansiedad: hormigueo, le cuesta respirar, corazón a mil, pero claro también podría ser un ataque al corazón no soy médico yo no sabría decirle.
— Si, Cris, parece un ataque de ansiedad— (Señora, ¿se ha planteado hacer alguna cosa útil a parte de llorar?)
— ¡Que todo el mundo se calme!— (A ver si recuerdo alguna técnica de relajación del curso de gestión de estrés, al final va ser verdad y me sirvió para algo. Este señor parece que está muy jodido)— ¿Cómo se llama?… Bien Joaquín, mírame a los ojos levanta la cabeza, muy bien, así— (Si me coges más fuerte la mano se me gangrenarán los dedos, ¡Ai!)— Ana, necesito una bolsa de plástico, tiene las manos agarrotadas— (Señora, siéntese me está poniendo nerviosa)— Venga, Joaquín, respira conmigo: inspira, cuenta hasta tres, espira contando hasta seis. Per-fec-to— (Me cago en todo, ¡mi mano! Me la vas a romper, ¿piensa llegar la ambulancia, ya? Yo no sé cuanto rato podré tenerlo calmado a este hombre, parece de verdad que se está muriendo)— No mires al suelo, mírame a mi, no pienses en lo que te ha pasado, tranquilo.— (¿Qué coño te ha pasado para que tuvieras que parar así de repente y ponerte como te has puesto?)— Señora, aguántele la bolsa que no se le separe de la boca.
— ¡No quiero que ella se me acerque!
— Vale, Joaquín, tranquilo. Ana, aguántale tú la bolsa— (Vete tú a saber lo que le ha hecho su mujer para que lleve este cabreo…)
— Tranquila señora, ya lo hago yo. —(Qué buen rollo se respira en esta familia)— Cris, ya oigo la ambulancia —(Suerte que ya vienen, este hombre está al borde de un ataque al corazón, no tengo tan claro que sea ansiedad)
— Venga, Joaquín, respira conmigo, ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor? ¿No? ¿Dónde te duele ahora?
— Me duele el corazón.
— Es normal, Joaquín, has tenido un ataque de ansiedad, el corazón te va a mil ¿verdad?— (Ana, llévate un ratito a la mujer que me está poniendo nerviosa)
— No, lo tengo roto.
— Joaquín, no llores, mira la ambulancia ya está aquí —(¿En serio esto es por un desamor? Y yo soy la dramática, ¿sabes?)
— Mi amor, la ambulancia ya está aquí, dame la mano que te acompaño.
— ¡Ni se te ocurra tocarme!
—Está bien, Joaquín, ya te ayudamos nosotras. Ana, cógele del brazo— (¡Cuánto amor!)
— Venga mi amor, que ya vamos a ver el doctor, dame la mano.
— ¡Te he dicho que no me toques! A ver si piensas las cosas antes de hacerlas.
— Perdone, señora, antes de irnos, le recomiendo cerrar el coche y quitar los intermitentes. Estamos en un descampado, de hecho no creo que deba dejarlo aquí.
— Está bien. Ana, dile a la señora que coja el coche y yo me subo con Joaquín al la ambulancia — (¿En serio pensaba olvidarse del coche?)
— Es que yo no sé conducir esté coche, es de mi marido y es automático.
— Tranquila, ya se lo traigo yo al CAP, Ana, tú irás detrás y yo conduzco el coche de Joaquín —(Ya he conducido automáticos antes no puede ser tan difícil)— bueno nos vemos en el CAP
— Y ahora, Cris, ¿qué hacemos? ¿Tú sabes conducir esto?
— Fácil, Ana, es automático. Solo hay que poner la palanca a la D y ya está. ¿Dónde está la puta palanca?
— ¿Qué quieres decir con esto de dónde está la palanca?
— Joder pues que los coches automáticos tienen una palanca donde los coches normales tienen a caja de cambios. La R es para marcha atrás y a D para tirar hacía delante. ¿Dónde está la palanca? Y, ahora que lo veo, ¿dónde está el botón de freno de mano?
— Escucha, ¿tu ex no tenia un Mercedes?
— A ver, Ana, ¿crees que llamaré a mi ex, a quien dejé plantado en el altar el día de la boda, para preguntarle como se conduce su coche?
— Yo no conozco mucha gente más que tenga un coche de lujo como este, la verdad, Cris, estamos jodidas, a ver si éstos van a pensar que les hemos robado el coche.
— ¡Espera! Conozco a alguien más que podría saber de coches de estos! Dame mi móvil.
— ¿Conoces a otra persona con un coche así? ¿Soy la única persona que conoces que tiene un coche normalito?
— Tschhhh… ¿Arnau? ¿Cómo estás? Escucha, luego te cuento, pero me tendrías que explicar cómo se conduce tu coche. Si… todo bien… bueno resulta que tengo que mover un coche y no encuentro la palanca de cambios y es el mismo modelo que el tuyo… Aha… o sea las marchas están en el volante… si, ya las veo… hace un ruido raro el coche… hay un aviso que debo sacar el freno de mano… ¡ah! Está donde en mi coche esta lo de abrir el capó, ¡claro! Bueno ya está te dejo ¿eh?…Si, si ya hablaremos. Muchas gracias.
— No quiero empeorar la situación, Cris, pero le podrías haber preguntado como subir el respaldo, te va a ser muy complicado conducir con el respaldo tan inclinado, por cierto ¿quién es Arnau?
— ¡Mierda con el respaldo! Bueno, es igual, no voy a volverlo a llamar por esto. ¿Arnau? Ah! Nada, mi ex de la uni. No preguntes, solo hacía 10 años que no hablaba con él. Anda, ¡nos vamos!
— Vamos, todo tan normal…

— Joaquín, qué bien que ya te hayan atendido, ¿Cómo te encuentras? —(Te ha cambiado la cara, ¿eh?
— Hola, mucho mejor, muchas gracias.
— No llores, hombre, ya ha pasado — (Qué vulnerable que parece un hombre de su edad llorando)
— ¿Le puedes dar tu teléfono a mi mujer?
— Claro Joaquín, no te preocupes, mejórate.
— Dame un abrazo antes de irte.

— Cris, ¿te das cuenta de la suerte que ha tenido este señor de que paráramos nosotras y no dos milenials desentrenados en el arte de la ansiedad?
—Si, Ana. ¿Qué le ha debido pasar?
— ¿En serio me lo preguntas? ¿No tienes ninguna historia de la tuyas en cabeza? Me decepcionas.
— Si, la tengo, pero estaba esperando que me la preguntaras. Ella le ha puesto los cuernos con el jefe de él, se lo ha dicho mientras iban en el coche camino a su segunda residencia de lujo a pie de playa, ¿Qué te pasa? No me mires así, mujer.
— Cris, si algún día quieres ser escritora, haz el favor de inventarte historias menos convencionales. ¿No querrás acabar siendo una E.L. James? O, peor, ¿una Stephenie Meyer?
— Joder, ¡al menos ellas están forradas! Vale pensaré algo mejor. ¿tú crees que llamará?
— Cris, claro que llamará, le has salvado la vida.
— Ana, eres una exagerada, no era un ataque de corazón, era un ataque de ansiedad.

— ¿Si?
— Hola, Cris, soy Joaquín. ¿Te acuerdas de mi? El tío que se moría en la carretera…
— Ostras, Joaquín, claro que me acuerdo de ti, ¿cómo estás?
— Bien… quería agradecerte lo que hiciste por mi el otro día, fuiste una gran terapeuta. ¿Dónde pasas consulta?
— ¿Consulta? No, no, no soy terapeuta. ¡qué va!
— Necesito terapia
— Si, Joaquín, todos necesitamos terapia.

—¿Por qué no le has preguntado qué le había pasado? Ahora nos quedaremos con la incógnita.
— Ana, a veces es mejor imaginar la vida que no que te cuenten lo que pasó de verdad.
— También es verdad, ¿has desarrollado ya una historia mejor? Cuéntamela.