Relato. Lo que la casualidad me regaló.

Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.

Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.

Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.

O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.

Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.

Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.

Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.

En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.

Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.

Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.

Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.

Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.

Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.

Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.

No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.

Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.

No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.

No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.

No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.

Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.

Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.

Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.

Que solo me queda este libro que habla de ti.

Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.

Que no es casualidad que encontrara.

Que, por fin, te dejé ir.

Relato. Fatiga pandémica

Necesito un gin-tonic. Pero no uno de esos modernos con pepino y tónica importada. No, más bien un gin-tonic tradicional, de los de antes, de los que bebía en la uni cuando aún no estaba de moda la ginebra.

Hoy en la tele dicen que ya podemos salir a la calle. He esperado este momento desde el día que empezó el confinamiento. Y ahora que ya ha llegado, no sé muy bien qué significa poder salir. ¿Libertad? ¿Normalidad? Me da la sensación que todo eso queda muy lejos, que la vida ya no es la misma después de estos meses, del silencio, de la soledad. O quizá sí soy la misma y yo no sé verlo.

¿Me reconocerá la gente cuando me vea? Ni yo misma lo he hecho cuando he pasado por delante el espejo. Hacía mucho tiempo que me no me veía, me miraba al espejo solo cuando me dibujaba la raya en los ojos para las interminables reuniones por videoconferencia. Pero hoy me he visto de verdad: me he mirado fijamente a los ojos por encima de esas bolsas que me hacen parecer mayor. Acabo de cumplir treinta años y parezco más vieja que mi madre. ¿Puede ser por la falta de sol? ¿Por el exceso de alcohol durante el encierro? ¿Por la ausencia de interacción social? ¿La soledad envejece?

A finales de marzo descubrí una cana en la sien y casi me da un paro cardíaco. ¿A qué edad es aceptable que empiecen a salir? No tengo ni idea. Total, tampoco nadie se dará cuenta si todos estamos encerrados. Pero estos días irreales han marcado un antes y un después de mi existencia. Pero no puedo culpar las canas por ello. No voy a culpar la pandemia de mis mierdas, sería injusto.

Recuerdo perfectamente el día que todo empezó. Llevábamos una semana en nuestras casas y yo estaba muy harta de mi rutina: levantarme, vestirme solo de la parte de arriba por si a mi jefe le daba por pedirme que conectará la cámara, hacerme la raya, sentarme en el escritorio, escribir código inútil para justificar mi alta productividad, terminar de trabajar una o dos horas más tarde lo que lo haría si fuera a la oficina, quitarme la parte de arriba y dormitar en el sofá viendo telebasura que no hablara del coronavirus mientras me bebía la botella de vino blanco que había abierto ese mismo día y terminaría antes de irme a dormir. Y ese día, después de una mala versión de un reality de parejas me acordé de él.

A las dos de la mañana estaba delante del ordenador tecleando su dirección para iniciar sesión en gmail. Dejé el cursor encima de la casilla de contraseña y esperé unos segundos. No sabía cuántas oportunidades tenía antes de bloquearle la cuenta. De hecho creía que no había ni la más remota posibilidad de que yo supiera su clave de acceso, ya que jamás compartimos números secretos. Quizá por eso le dejé por otro. O quizá simplemente no funcionaba. Pero él sí tomaba gin-tonic con pepino, con ginebra de importación. A él siempre le gustó lo bueno.

Y por un momento me acordé que siempre le decía que tenia que aprender a escribir esa marca impronunciable de ginebra, como si fuera algo que tuviera que usar todos los días. ¿Y si esa era su contraseña? La busqué en Google, copié y pegué el nombre impronunciable y dio error. Siempre lo había visto como un hombre simple, pero quizá no lo era. ¿O si?

Volví a pegar el nombre y añadí su año de nacimiento. El navegador se puso a pensar y entró en la bandeja de entrada. Al final resultaba que sí era tan simple como imaginaba. Me paré un minuto o dos mirando fijamente la pantalla, como si no me acabará de creer lo que estaba haciendo. No entendía muy bien por qué lo había hecho. No tenía ningún sentido. Llevaba sin pensar en él más de un año, después de superar el duelo de la separación no le dediqué ni un minuto a echarle de menos.

Sergio nunca entendió por qué lo dejamos. Bueno más bien, le dejé. Porque fui yo quien le abandonó sin una explicación que pudiera calmar su rabia. Él me pidió que fuéramos amigos, pero todo el mundo sabe que no puedes entablar una amistad justo al dejar una relación de más de cinco años. Un tiempo después, quizás. Pero mantener el contacto al romper es solo una manera ruin de alargar el sufrimiento de quien han abandonado.

Empecé a hacer bajar el ratón y me di cuenta que todos los mensajes eran de la misma chica. Laura García. Un nombre difícil de rastrear en las redes sin más información. ¿Cuántas Lauras García podían existir en Madrid? ¿Cientos?

Y, como si de una novela se tratara, leí uno tras otro todos los mails de la tal Laura, mails que empezaban el uno de febrero del año anterior, quince días después de abandonarle. Las contestaciones de Sergio se movían entre el odio a su ex (o sea yo), la pena y el flirteo mal encubierto. Jamás se le dio bien ligar. Era más bien un sujeto pasivo sin gracia. A medida que avanzaba en la historia, reconstruí su duelo, su ira, su rabia, pero también su nueva historia.

Laura era una tía guay. Aguantaba estoicamente las cartas de amor de Sergio que ni siquiera hablaban de ella. En el fondo Sergio me las dirigía a mí, solo que las enviaba a la destinataria equivocada.

Intenté averiguar dónde habían conocido. Por el tono que él usaba para hablar de la “oficina” podrían haberse conocido en el trabajo, en algún momento ella se quejaba de su jefa, que seguramente no era la misma majíssima persona que tenía Sergio como jefa de la que siempre hablaba maravillas. Cada día se intercambiaban cuatro o cinco mensajes que él siempre iniciaba con un “buenos días” para luego vomitar historias sobre mí.

Descubrí que en más de una ocasión condujo hasta mi portal sin atreverse a picar al timbre. Que me vio en el cine con el que el llamaba “el hijo de puta ese”. Que me espió a la salida del trabajo y que un día incluso quiso acercarse a hablar conmigo pero se quedó sin fuerza. Reveló que lloró durante noches enteras. Incluso intentó adivinar la contraseña de mi mail para leer mis correos (al final va a ser verdad que estábamos hechos el uno para el otro) pero que no consiguió deducir mis claves.

Laura le quitó la idea de la cabeza (buena chica, Laura, me caes bien) y siempre, sutilmente, lo llevaba al terreno de “deberías empezar a quedar con otras chicas, distraerte”. Con ella, claro. A ratos la odiaba y quería arrancarle la cabeza. En ocasiones me inspiraba cierta ternura porque echaba de menos lo que los inicios te regalan: inseguridades, emoción, el medir tus palabras para agradar al otro, el exceso de empatía que desaparece con los años, los detalles (gracias por traerme el croissant de chocolate vegano, me ha alegrado la mañana, Sergio). Un momento, ¡a mí jamás me trajo croissants!

Luego llegaron las comparaciones. ¿Por qué nunca se mostró así conmigo? y ¿cuándo se ha vuelto un experto en literatura del siglo XXI si él solo lee Ken Follet? ¿Leyó a Paul Auster antes o después de que yo le dejará? ¿Desde cuándo Vargas Llosa es su favorito?

Pasé de la curiosidad a la rabia. Y luego llegó la envidia. Y a medida que pasaban los días de soledad del confinamiento yo iba montándome mi película romántica en la cabeza, mi propio reality.

Un día por error entré en la carpeta de borradores y la vi. Mi carta. Esa carta que debería haberme escrito cuando estábamos juntos, pero en vez de eso lo dio todo por sentado y nos dejó morir. La leí tres veces y tuve tentación de borrarla, pero hubiera sido muy evidente. Si Sergio hubiera descubierto la invasión de intimidad al que le sometía todas las noches, me hubiera matado.

Y pasaron los días. Todos iguales. Con mis rutinas de día y mis intrusiones de un gmail ajeno por las noches. Un año de mails diarios, conversaciones infinitas y paciencia mal encubierta. Y un año más tarde, el mismo uno de febrero, el último mail. Diferente al resto, solo con una frase: «Laura, creo que ya estoy preparado, ¿quieres tomarte un café?»

Busqué en mensajes borrados, en carpetas, y no encontré una contestación de Laura. En mi mente imaginaba que ella había ignorado el mail porque se había cansado de esperar. Busqué entre sus palabras de mails anteriores hastío, pero no. Seguía con su flirteo que Sergio no entendía o no alcanzaba a ver.

Pasé unos días malos. La historia se había quedado sin final. Entraba compulsivamente en la cuenta para ver conseguía un capítulo más. Pero solo hubo silencio. El silencio se hizo oscuridad.

Pero hoy he entrado, después de días de no hacerlo, y allí estaba, un correo sin leer. “hola, mi amor, te paso los pisos que he encontrado”. Y yo no podía creerlo. ¿han pasado el confinamiento juntos? ¿Cuándo ha pasado Laura de ser su psicóloga para superar mi abandono a su amor?

Hoy podemos salir, después de lo que tenían que ser solo quince días de confinamiento. Y los siento como un final. Por fin tengo el final de mi historia. Pero si te tengo que ser sincera, a mí no me apetece volver al mundo real. Prefiero vivir en mi mundo interior unos meses más.

El tranvía a la memoria

Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.

Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.

En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.

Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.

Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.

Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.

Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.

Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.

Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.

–Sois catalanas, ¿verdad?

A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto.
–Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.

Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?

Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.

–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado
–Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen?
–Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá.
–Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.

Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.

Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.

–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…

Valiente. Increíble.
Mi abuelo fue un héroe.

Manías

Foto de Blasco Visual Media

Cuando la ve caminar hacia él, se acuerda de lo mucho que odia que vaya descalza por casa. No soporta su manía de sacarse los zapatos y que luego se meta en la cama con pies sucios.

Cuando lo ve ahí esperándola, se acuerda que no aguanta que él ponga cara de asco al mirarle los pies antes de ir a la cama.

No soporta su voz de pito cuando le dice que baje la tapa del váter. ¡Ni que un monstruo pudiera entrar por el agujero!

Le repulsa que deje la tapa del váter abierta, es como si fuera un insulto a la inteligencia humana. ¡Tantos años de evolución y no es capaz de bajar una tapa!

Está harto de recoger las botellas de agua vacías que ella va dejando por toda la casa ¿Tan difícil es tirarlas a la basura? ¿Reciclarlas?

Le irrita la cara de condescendencia cuando coge una de las botellas y la mira como si dejar botellas vacías fuera un delito.

La mataría cuando camina con ese ritmo que parece que no llega tarde, como si el mundo siempre la pudiera esperar. Ahora parece que alarga los pasos incluso para joderlo.

Lo ahogaría cuando camina como si alguien importante lo esperara. No puede soportar que siempre pasee dos metros por delante de ella, como si le importara una mierda que ella vaya detrás intentando seguir el ritmo.

Le saca de quicio que ella no entienda que cuando ve la tele no quiere tener conversaciones trascendentales sobre la vida. Si quiere hablar, ¿por qué no lo dice antes de encender el televisor?

No comprende que no sea capaz de hacer dos cosas a la vez. Si están viendo una serie, ¿por qué no puede articular ni una sola palabra?

–Estamos aquí reunidos…

¡Y esa manía que tiene de no oír el despertador! ¿Cómo es posible? Podría caer una bomba en el jardín y ella ni se inmutaría.

¡Y esa manía que tiene de despertarse temprano! ¿Tan difícil es quedarse en la cama sin hacer nada?

–¿Aceptas a Renata como legítima esposa?

Odia su nombre.

–Sí, quiero.

–¿Aceptas a Severo como legítimo esposo?

Odia su nombre.

–Sí, quiero.

Es la mujer de mi vida.

Es el hombre de mi vida.

–Por el poder que me ha sido concedido, yo os declaro marido y mujer.

Relato: Gael

Logo Prader-Willi Catalunya

¿Sabes el hambre que tienes cuando de repente el director se acerca a tu mesa y te dice que tienes que preparar un viaje para dentro de dos días? Ese hambre que cuando miras el reloj y ves que son las cinco de la tarde y entre el Power Point, los vuelos a Viena, el hotel y concertar reuniones, te acuerdas que no has comido. Te hierve la cabeza, no puedes pensar, sientes el cerebro en el estómago, porque lo único que piensas es que hoy es Nochebuena de los cojones y comerás hasta reventar. Y no puedes pensar más, porque hace ya casi veinticuatro horas que no comes nada. ¿Tienes clara la sensación? El dolor, el hambre, la mala leche, las pocas ganas de hablar. Solo piensas ¿qué he cocinado hoy? Y ya son las seis y aun no te has sentado a comer. Ahora sí, ¿no? Pues esta es la sensación permanente con la que vive alguien con síndrome de Prader-Willi. Así de crudo, famélico, cruel.

–Aga, ¿qué cenaremos hoy?– dice él mientras le tira la pelota a los pies.

Debería pensar, cuando va a cenar a casa de sus padres, que siempre acaba en el jardín, jugando a pelota y cepillando a la perra. Su atuendo de combinación de zapatos de Steve Madden, comprados en Nueva York, y vestido negro Desigual, de esos que tienen una tela imán para los pelos, no es la adecuada.

–Pues no lo sé, pero acabas de merendar, y mira te acabo de marcar un gol –Aga le contesta como para no darle importancia.

El arte de despistarlo, de tenerlo entretenido para que no recuerde el vacío, la ira, la angustia, el malestar que le provoca el hambre. Él arruga la frente y se indigna, porque ahora la odia mucho, porque tiene hambre.

Esos pequeños neurotransmisores que todos tenemos, que nos avisan que ya estamos saciados, él no los tiene. El síndrome de Prader-Willi se conoce como la enfermedad de los mil síntomas: tan difícil de encontrar, sin cura, una enfermedad rara. Niños con alta empatía, sensibilidad, incapacidad por vomitar, con un retraso del crecimiento, que nacen con las plaquetas bajas (y ¡cómo te das cuenta de la necesidad de tener un buen número de plaquetas en sangre cuando te faltan!), niños que nacen como si fueran sietemesinos, con poco tono muscular, con tendencia a la obesidad, niños con TDAH, etc. Pero lo peor es el hambre: la continuidad de la tragedia, la necesidad vital de controlar un instinto incontrolable. Un sentimiento inhumano.

Y de repente, de la punta de esos Steve Madden, se traslada a la cafetería de la universidad, con la cabeza apoyada en las manos y la nariz hundida en el café con leche y confusión.

–Ostia, que me llevaré tantos años con mi hermano como los que me llevo con mi madre. Mis padre están locos. ¡Joder! – Águeda no se tomaba nunca en serio a su madre con veintitrés años. De hecho ¿quién se toma a sus padres en serio a esa edad? Cuando mamá le dijo hace años que tendría otro hijo, Águeda la miró como si hubiera fumado un porro. Pensó que mamá tenía cosas así a veces, que con cuarenta y cuatro años ya iba cuesta abajo. Y sí, sería hermana mayor, así, sin avisar. ¡Qué responsabilidad! Podría ser la madre de su hermano.

Se llevaba veintitrés años con su madre, se llevaría veintiuno con su hermano. La cosa, en frio, daba un poco de miedo.

–Yo ya le he dicho a mi madre que si es suficiente mayor para tener un hijo, también lo es para entender que yo no cambio pañales ni hago de Mary Poppins.

Y aquí están, diez años más tarde, la perra, Gael y ella. Y no cambió ningún pañal, ni opositó a Mary Poppins del año, pero ahora parece que Gael siempre ha estado en sus vida.

–Aga, pásala! –y le sonríe, porque tiene una sonrisa de niño, de esas que enamoran y los veintitrés años que les separan no son nada: Águeda y Gael son iguales, excepto que él siempre tiene hambre. Ahora él se aparta un mechón de pelo de la cara y Águeda recuerda el café con leche y piensa que quizás no fue una locura.

Y lo vuelve a mirar, se congela de frio y el vestido está lleno de pelos de perra. Han empezado a pincharle la hormona de crecimiento, como a Messi ¡qué honor! porque según parece a los niños con esa enfermedad les va bien, porque no crecen. Y ¡cómo ha crecido! Está en ese punto preadolescente que la nariz le empieza a crecer y los rasgos se afean. Si mira las fotos de hace un año, ha pasado de ser un bebé entrañable a un impertinente de su edad. Y se le acerca y lo abraza porque se da cuenta que el tiempo pasa, y no volverá a ser un niño otra vez.

–Aga, ¡déjame! –realmente era un niño de diez años, dejaba el nido de su superheroína , para hacer las cosas de niño de diez años. Y mira y piensa que hay días que lo estrangularía, pero en el fondo es adorable.

–Va, vamos a cenar –y es decir la palabras mágicas y él deja la pelota, tira la portería al suelo y entra como un cohete a casa. Y cuando Águeda traspasa la puerta, él ya está en la mesa, riendo y moviéndose nervioso. Porque por fin puede comer. Por fin todos pueden comer.

Fragmento: Todo empieza con un libro de Faulkner

Este es un fragmento de un capítulo de mi novela Volver a empezar que narra la historia de Águeda, una chica que se ve obligada a reconstruir su vida y a enmendar los errores del pasado. La novela aún no la he publicado pero espero que algún día vea la luz 😀

Hay un hombre en una de las mesas que lee Winesburg, Ohaio. Águeda nunca ha oído hablar de este libro y siempre que ve a alguien que lee algo que no conoce, no puede evitar sentir curiosidad. Le mira y concluye que si rebobinara 15 años ese sería el tipo de hombre que se hubiera llevado a la cama un jueves de fiesta. Este era un patrón que se repetía constantemente por aquel entonces: un chico que se quedaba en la barra sin bailar, haciendo ver que aquello de las fiestas universitarias no iba con él, con chaqueta de cuero y semblante superior. Se lo imaginaba bebiendo Ballantine’s con Red Bull, porque en aquella época no estaba de moda aún el gin-tonic con pepino ni ninguna de estas cosas que cuando tenía veinte años le parecían pijadas.

Se lo imaginaba en la barra, con la misma actitud que ahora que está sentado en una terraza de la playa con ademán de “acabo de llegar”. Lee con las piernas cruzadas, ignorando el mundo. Entre el tipo de chico de la uni y este solo debe haber unos treinta años de diferencia.

Ya no quedan hombres que lean en los bares y, aún menos, hombres que lean libros que Águeda no conoce. ¿Qué habría hecho Águeda con veinte años? Le habría provocado sin piedad. ¿Qué hará ahora? Nada, ahora solo es un vago recuerdo de la energía de cuando era jovencita. Sin embargo no puede evitar acercársele, porque la única mesa vacía es la que está a su lado. En realidad la del hombre y la vacía son dos mesas demasiado juntas para decir que están separadas y demasiado separadas para decir que están juntas. Águeda decide que no están juntas y camina hacía él con paso firme y mirada desafiante. Él la ignora detrás del libro. Como en la uni. Normal: un tío demasiado interesante para dirigirte la palabra, Águeda. Pero ella ha jugado mil veces a este juego: en la barra de los locales, en la cafetería de la uni, en el trabajo, en la biblioteca y, en realidad, en cualquier sitio donde hubiera un hombre interesante. Y él es un hombre interesante y, además, ella nunca lo ha intentado en un bar de la playa.

De acuerdo, esta mañana se ha prometido que no caería en los errores del pasado, pero… ¿puede destruir treinta y pico años de historia en cinco días?

En la universidad, Águeda se le habría acercado y le habría invitado a “lo que sea que esté bebiendo este chico que no sabe bailar” y él hubiera rechazado la copa sin apartar la mirada del infinito, que era mucho más interesante que cualquier pija de la Pompeu Fabra. Sin embargo, Águeda no desistía, ponía los codos sobre la barra y decía:
— Pudiendo estar leyendo Faulker y aquí estamos, escuchando Shakira.
Entonces le sonreiría, se mordería el labio (el labio era la clave, nunca fallaba) y le dejaría la copa al lado para ir directa a la cabina del DJ para pedir alguna canción de Shakira. Se pondría a bailar, como si el mundo no existiera, como si solo bailara para él, sin mirarlo. Él tenía el tiempo de una canción para acercarse y preguntarle quién era Faulkner o para decirle que no habían leído nada suyo. Si no lo conocía, dependiendo de su estado etílico, le valdría para una noche.

Sorprendentemente, algunos sabían quién era Faulkner y cuando les preguntaba cuál era su libro favorito y contestaban Sartoris, ella ya se había bajado las bragas. Todo tan simple, tan superficial.

Superficial. Es una palabra que le duele y no quiere que la defina, pero lo piensa mientras mira los dedos de este hombre y se los imagina recorriéndole el cuerpo. Empieza a preocuparle que los hombres cada vez le gustan mayores. ¿Cuántos años puede tener? ¿Casi 50? Tiene un gran polvo, de una noche, y le adivina una V por debajo los tejanos.
Se le escapa una risa; recuerda que la primera vez que le contó a su hermana Nana qué significaba cuando un hombre tenía una V casi se mea de risa. Es esa forma de V que tienen los hombres que están en forma, le dijo, que les recorre el estómago siguiendo el camino hasta el hueso de la cadera, al lado de los abdominales, y que acaba justo encima del pubis. Y Nana no entendía por qué las V eran importantes, pero Águeda estaba demasiado ocupada para explicárselo.

Sí, este chico, este hombre, debe tener una V insultante. Por esto piensa que quizás no ha cambiado tanto desde la uni. Y entonces de fondo suena Shakira, su preferida. El karma y ella empiezan a entenderse: esto es claramente una señal.
—¿Qué tal es el libro? —le pregunta Águeda con una caída de ojos. Mordisco en el labio, esto no puede fallar.
Él levanta la vista y ni se inmuta. De acuerdo, un tío dificil, puede trabajar con esto.
—Como París era una fiesta —le contesta sin levantar la vista de las página.
¿Qué quiere decir con esto? ¿En estilo? París no tiene nada que ver con Ohaio. Debería haber mirado en Amazon la reseña del libro. De haberlo hecho, hubiera descubierto que el autor de Winesburg se había visto influenciado por Hemingway. Él ha cometido el error de subestimarla y dañarle el orgullo
—Tú, ¿qué lees? ¿Megan Maxwell?—le pregunta el hombre fingiendo interés.
Águeda le clava la mirada como para matarle. ¿La está insultando, o qué? ¿Tiene ella pinta de leer Megan Maxwell? ¡Joder! Nicholas Sparks aún, pero ¿Maxwell?
—Casi… Leo a Jean Valjean—si no sabía ni quién era el protagonista de Los miserables no le valdría ni para echar un polvo. Ella lo mira desafiante.
—¡Ahm! 24601, ¿eh?— entona él como un silbido.
Un momento, piensa Águeda, si se sabe de memoria el número de prisionero de Jean Valjean se merece hasta sexo oral. Sonrisa. Mordisco en el labio. Movimiento de cuello a la izquierda. El camarero interrumpe para preguntarle qué quiere.
—Una cerveza, gracias, que sea Estrella Damm —contesta Águeda. Si tiene que vivir en un anuncio de Formentera, como mínimo que sea con nombre propio.
—Yo la invito —dice él marcando territorio— Victor Hugo está bien, pero yo soy más del estilo de Faulkner ¿has leído algo suyo?
¿Está hablando en serio? Acaba de encontrar el único tío en el planeta que usa la misma estrategia que ella para ligar. ¿Está de coña?
—Brutal, Sartoris, ¿verdad? De mis top 10 —le contesta ella simulando que duda.
—Yo prefiero El ruido y la furia.
—No lo he leído—Águeda lo dice con vergüenza fingida, sabiendo que se le ve a la legua cuando miente.
—Te lo puedo dejar, no puedes ir por el mundo sin haber leído la mejor obra de Faulkner— lo dice mientras pide la cuenta.

Ha sido más fácil de lo que esperaba. Se acaba la cerveza mientras él le alarga el casco. Llegan al aparcamiento de la playa y a Águeda le da reparo decir que le dan miedo las motos. Él le explica que ir caminando es un palo, que todo es subida y que después la bajara al coche, pero que ahora no le apetece pasear. Cuando él arranca, ella se da cuenta que se ha olvidado de preguntarle cómo se llama. Pero para ella tampoco es una información esencial ahora mismo.