Relato. Fatiga pandémica

Necesito un gin-tonic. Pero no uno de esos modernos con pepino y tónica importada. No, más bien un gin-tonic tradicional, de los de antes, de los que bebía en la uni cuando aún no estaba de moda la ginebra.

Hoy en la tele dicen que ya podemos salir a la calle. He esperado este momento desde el día que empezó el confinamiento. Y ahora que ya ha llegado, no sé muy bien qué significa poder salir. ¿Libertad? ¿Normalidad? Me da la sensación que todo eso queda muy lejos, que la vida ya no es la misma después de estos meses, del silencio, de la soledad. O quizá sí soy la misma y yo no sé verlo.

¿Me reconocerá la gente cuando me vea? Ni yo misma lo he hecho cuando he pasado por delante el espejo. Hacía mucho tiempo que me no me veía, me miraba al espejo solo cuando me dibujaba la raya en los ojos para las interminables reuniones por videoconferencia. Pero hoy me he visto de verdad: me he mirado fijamente a los ojos por encima de esas bolsas que me hacen parecer mayor. Acabo de cumplir treinta años y parezco más vieja que mi madre. ¿Puede ser por la falta de sol? ¿Por el exceso de alcohol durante el encierro? ¿Por la ausencia de interacción social? ¿La soledad envejece?

A finales de marzo descubrí una cana en la sien y casi me da un paro cardíaco. ¿A qué edad es aceptable que empiecen a salir? No tengo ni idea. Total, tampoco nadie se dará cuenta si todos estamos encerrados. Pero estos días irreales han marcado un antes y un después de mi existencia. Pero no puedo culpar las canas por ello. No voy a culpar la pandemia de mis mierdas, sería injusto.

Recuerdo perfectamente el día que todo empezó. Llevábamos una semana en nuestras casas y yo estaba muy harta de mi rutina: levantarme, vestirme solo de la parte de arriba por si a mi jefe le daba por pedirme que conectará la cámara, hacerme la raya, sentarme en el escritorio, escribir código inútil para justificar mi alta productividad, terminar de trabajar una o dos horas más tarde lo que lo haría si fuera a la oficina, quitarme la parte de arriba y dormitar en el sofá viendo telebasura que no hablara del coronavirus mientras me bebía la botella de vino blanco que había abierto ese mismo día y terminaría antes de irme a dormir. Y ese día, después de una mala versión de un reality de parejas me acordé de él.

A las dos de la mañana estaba delante del ordenador tecleando su dirección para iniciar sesión en gmail. Dejé el cursor encima de la casilla de contraseña y esperé unos segundos. No sabía cuántas oportunidades tenía antes de bloquearle la cuenta. De hecho creía que no había ni la más remota posibilidad de que yo supiera su clave de acceso, ya que jamás compartimos números secretos. Quizá por eso le dejé por otro. O quizá simplemente no funcionaba. Pero él sí tomaba gin-tonic con pepino, con ginebra de importación. A él siempre le gustó lo bueno.

Y por un momento me acordé que siempre le decía que tenia que aprender a escribir esa marca impronunciable de ginebra, como si fuera algo que tuviera que usar todos los días. ¿Y si esa era su contraseña? La busqué en Google, copié y pegué el nombre impronunciable y dio error. Siempre lo había visto como un hombre simple, pero quizá no lo era. ¿O si?

Volví a pegar el nombre y añadí su año de nacimiento. El navegador se puso a pensar y entró en la bandeja de entrada. Al final resultaba que sí era tan simple como imaginaba. Me paré un minuto o dos mirando fijamente la pantalla, como si no me acabará de creer lo que estaba haciendo. No entendía muy bien por qué lo había hecho. No tenía ningún sentido. Llevaba sin pensar en él más de un año, después de superar el duelo de la separación no le dediqué ni un minuto a echarle de menos.

Sergio nunca entendió por qué lo dejamos. Bueno más bien, le dejé. Porque fui yo quien le abandonó sin una explicación que pudiera calmar su rabia. Él me pidió que fuéramos amigos, pero todo el mundo sabe que no puedes entablar una amistad justo al dejar una relación de más de cinco años. Un tiempo después, quizás. Pero mantener el contacto al romper es solo una manera ruin de alargar el sufrimiento de quien han abandonado.

Empecé a hacer bajar el ratón y me di cuenta que todos los mensajes eran de la misma chica. Laura García. Un nombre difícil de rastrear en las redes sin más información. ¿Cuántas Lauras García podían existir en Madrid? ¿Cientos?

Y, como si de una novela se tratara, leí uno tras otro todos los mails de la tal Laura, mails que empezaban el uno de febrero del año anterior, quince días después de abandonarle. Las contestaciones de Sergio se movían entre el odio a su ex (o sea yo), la pena y el flirteo mal encubierto. Jamás se le dio bien ligar. Era más bien un sujeto pasivo sin gracia. A medida que avanzaba en la historia, reconstruí su duelo, su ira, su rabia, pero también su nueva historia.

Laura era una tía guay. Aguantaba estoicamente las cartas de amor de Sergio que ni siquiera hablaban de ella. En el fondo Sergio me las dirigía a mí, solo que las enviaba a la destinataria equivocada.

Intenté averiguar dónde habían conocido. Por el tono que él usaba para hablar de la “oficina” podrían haberse conocido en el trabajo, en algún momento ella se quejaba de su jefa, que seguramente no era la misma majíssima persona que tenía Sergio como jefa de la que siempre hablaba maravillas. Cada día se intercambiaban cuatro o cinco mensajes que él siempre iniciaba con un “buenos días” para luego vomitar historias sobre mí.

Descubrí que en más de una ocasión condujo hasta mi portal sin atreverse a picar al timbre. Que me vio en el cine con el que el llamaba “el hijo de puta ese”. Que me espió a la salida del trabajo y que un día incluso quiso acercarse a hablar conmigo pero se quedó sin fuerza. Reveló que lloró durante noches enteras. Incluso intentó adivinar la contraseña de mi mail para leer mis correos (al final va a ser verdad que estábamos hechos el uno para el otro) pero que no consiguió deducir mis claves.

Laura le quitó la idea de la cabeza (buena chica, Laura, me caes bien) y siempre, sutilmente, lo llevaba al terreno de “deberías empezar a quedar con otras chicas, distraerte”. Con ella, claro. A ratos la odiaba y quería arrancarle la cabeza. En ocasiones me inspiraba cierta ternura porque echaba de menos lo que los inicios te regalan: inseguridades, emoción, el medir tus palabras para agradar al otro, el exceso de empatía que desaparece con los años, los detalles (gracias por traerme el croissant de chocolate vegano, me ha alegrado la mañana, Sergio). Un momento, ¡a mí jamás me trajo croissants!

Luego llegaron las comparaciones. ¿Por qué nunca se mostró así conmigo? y ¿cuándo se ha vuelto un experto en literatura del siglo XXI si él solo lee Ken Follet? ¿Leyó a Paul Auster antes o después de que yo le dejará? ¿Desde cuándo Vargas Llosa es su favorito?

Pasé de la curiosidad a la rabia. Y luego llegó la envidia. Y a medida que pasaban los días de soledad del confinamiento yo iba montándome mi película romántica en la cabeza, mi propio reality.

Un día por error entré en la carpeta de borradores y la vi. Mi carta. Esa carta que debería haberme escrito cuando estábamos juntos, pero en vez de eso lo dio todo por sentado y nos dejó morir. La leí tres veces y tuve tentación de borrarla, pero hubiera sido muy evidente. Si Sergio hubiera descubierto la invasión de intimidad al que le sometía todas las noches, me hubiera matado.

Y pasaron los días. Todos iguales. Con mis rutinas de día y mis intrusiones de un gmail ajeno por las noches. Un año de mails diarios, conversaciones infinitas y paciencia mal encubierta. Y un año más tarde, el mismo uno de febrero, el último mail. Diferente al resto, solo con una frase: «Laura, creo que ya estoy preparado, ¿quieres tomarte un café?»

Busqué en mensajes borrados, en carpetas, y no encontré una contestación de Laura. En mi mente imaginaba que ella había ignorado el mail porque se había cansado de esperar. Busqué entre sus palabras de mails anteriores hastío, pero no. Seguía con su flirteo que Sergio no entendía o no alcanzaba a ver.

Pasé unos días malos. La historia se había quedado sin final. Entraba compulsivamente en la cuenta para ver conseguía un capítulo más. Pero solo hubo silencio. El silencio se hizo oscuridad.

Pero hoy he entrado, después de días de no hacerlo, y allí estaba, un correo sin leer. “hola, mi amor, te paso los pisos que he encontrado”. Y yo no podía creerlo. ¿han pasado el confinamiento juntos? ¿Cuándo ha pasado Laura de ser su psicóloga para superar mi abandono a su amor?

Hoy podemos salir, después de lo que tenían que ser solo quince días de confinamiento. Y los siento como un final. Por fin tengo el final de mi historia. Pero si te tengo que ser sincera, a mí no me apetece volver al mundo real. Prefiero vivir en mi mundo interior unos meses más.

Relato. Suerte

Me quedé sin batería en el móvil. Eso quizá ahora no tendría importancia, pero en 2005 no estábamos acostumbrados a llevar baterías adicionales, ni cargadores de coche. De hecho, en 2005 el móvil no era tan importante. A no ser que condujeras por una ciudad desconocida, por el lado contrario de la carretera, con un móvil conectado a un artilugio que lo convertía en GPS sirviéndose de magia.

Porque en 2005 no alquilábamos coches con GPS. Ni teníamos móviles con pantallas grandes que se conectaban a Google Maps. En 2005 vivíamos en la prehistoria tecnológica. Pero había gente como él que siempre tenía lo último en tecnología. Y obviamente un aparato que se enchufaba a tu móvil y lo convertía en un GPS era lo más.

Y más si querías cruzarte el norte de Inglaterra así a lo loco de este a oeste, sin tener ni idea de inglés, como si la aventura fuera a salvar una relación que estaba acabada desde hacía tiempo.

Pero me quedé sin batería en el móvil. En medio de Manchester, en lo que parecía ser un día de festival porque las calles estaban repletas de gente con camisetas de los equipos de fútbol de la ciudad.

– Mira, hoy es el derbi. Juegan el Manchester United y el Manchester City. ¡Qué suerte hemos tenido!
– ¿Suerte? ¿En qué mundo vives, David? ¿Tú te piensas que, así porque eres tú, vas a encontrar entradas para ver el partido sin tener que donar un riñón para pagarlo? ¿Tú me has oído cuando te he dicho que me he quedado sin batería en el móvil? No tenemos ni puñetera idea de cómo llegar a Durham, nuestro inglés es una mierda y tú eres suficientemente guay para comprar un aparato que convierte el móvil en GPS pero no lo eres para traer un móvil con batería?
– Claro, ahora será mi culpa que te hayas quedado sin batería, ¡no te jode!
– No, tu culpa es no haber alquilado un GPS, como todo el mundo. Se llaman TomTom ¿sabes? Son súper útiles te llevan a los sitios sin necesidad de tecnología de la NASA. Pagando, vamos.
– Claro, María, como te sobra la pasta…
– Si me sobrara la pasta pagaría a alguien para que te acompañara hasta Durham a ver una catedral que me importa una mierda y que tú solo quieres visitar porque ahí se grabaron algunas escenas de Harry Potter. En serio, ¡madura ya!

Llevábamos desde Liverpool discutiendo por tonterías. Era muy consciente que la idea de recorrer todos los escenarios donde se grabaron las pelis de Harry Potter hasta el momento no era la mejor de mis ocurrencias. Primero, que Harry Potter me importaba un pimiento. Segundo, que intentar salvar una relación en un viaje donde el cincuenta por ciento del tiempo teníamos que estar los dos en el coche, solos, conduciendo por el lado contrario, con el único pasatiempo de criticar lo mal que conducía el otro por el puro placer de discutir no era precisamente un plan romántico.

Sabía que el romanticismo murió mucho antes que la batería del móvil. Mucho antes de aterrizar el avión. Es solo que me resistía a aceptarlo. Pero estar allí, un siete de diciembre, congelada, en una ciudad desconocida y lejos del siguiente hotel sin saber cómo llegar y que él se planteara ver un partido de futbol sabiendo que el deporte me aburría soberanamente, pues eso sí que para mí era el fin.

Decidí no discutir. Salvé como pude el tráfico alrededor de estadio y aparqué. Intenté contener las ganas de estrangularle. Tenía la esperanza de que acabaríamos rápido: haríamos la cola en las taquillas y si con suerte quien nos atendía entendía nuestro inglés de rebajas, nos diría que no había entradas y nos iríamos por donde habíamos venido. Lo peor que podría pasar era que nos ofrecieran unas entradas astronómicamente caras y David se planteara gastarse el presupuesto de lo que nos quedaba de viaje en un simple partido.

Estaba enfadada porque él parecía no entender, por puro egoísmo, que lo único que me apetecía era llegar al hostal en Durham y dormir, olvidarme de los quilómetros de ese día y despertar al día siguiente pensando que esa relación aún se podía salvar. Todos los días ponía el contador de mi paciencia a cero, pero de eso él no se daba cuenta.

David estaba de buen humor mientras esperaba en la cola. Hablaba como si no nos hubiéramos quedado sin batería, como si no hubiéramos tardado una hora en aparcar, como si tuviera alguna esperanza de ver el partido. Hablaba de Cristiano Ronaldo como la estrella del Manchester United, de cómo el estadio Old Trafford era según su punto de vista uno de los estadios más bonitos de Inglaterra. Y, a cada pausa, se me iba agriando la cara y se me iba hinchando la vena del cuello, hasta tal punto que tuve que quitarme la bufanda para no ahogarme.

Era imposible ser borde con la chica que nos atendió; su sonrisa emanaba un optimismo casi insultante, dadas las circunstancias. David empezó a hablar a trompicones y cuando llevaba media frase, la chica de la taquilla levantó la vista y dijo:
– Quillo, ¿tú también eres del sur, no? Me puedes hablar en castellano, que soy de Cádiz.

Me explotó una carcajada en la boca. Tanto pavonearse de su inglés de mierda y cualquiera con tres frases adivinaba su origen. La chica me miró con complicidad y volvió a dirigirse a David.

– Un mal día para intentar conseguir entradas, además hace un frío de mil demonios. La mayoría de entradas que quedan, que son pocas, son carísimas.

Suspiré tranquila. Por fin ya podríamos irnos y empezar a discutir sobre lo realmente importante: el móvil no encendía y no sabíamos cómo llegar a nuestro destino.

– Aunque, siendo paisanos como sois, creo que hay un par de entradas que os podrían gustar. ¿qué os parece si os las dejo por treinta libras?

Y la odié, con todas mis fuerzas. No solo porque se acababa de esfumar la esperanza de no tener que malgastar más de tres horas de mi vida viendo un partido que no me importaba, sino que encima esa chica me había engañado con esa cara de mojigata.

David pagó sin pensar, cogió las entradas y me agarró de la mano para buscar el acceso al palco. Empezamos a caminar entre la multitud, dando vueltas por los bajos del estadio y a cada puerta que descartábamos, empezábamos a pensar que la chica nos había vendido unas entradas que no existían, ya que todas las entradas eran letras y en nuestros tiques especificaba claramente el número “22”.

A la segunda vuelta agotadora, yo había perdido la esperanza de poder volver a casa sin mencionar lo gilipollas que era David y lo fácil que era engañarle, pero él no admitiría tal cosa, así que se acercó a un chico de seguridad y le tendió las entradas.

El chico se puso recto enseguida, hizo una reverencia y nos escoltó hasta una entrada que era diferente al resto. “Private VIP lounge”. Una azafata nos acompañó a un ascensor que nos llevó al último piso lleno de salas privadas enmoquetadas y mesas con cubertería victoriana. Yo no daba crédito, pero David estaba eufórico.

– ¡Qué maja la chica! Nos ha dado entradas VIP.
– En serio, tío, tú naciste con la puta flor en el culo. No solo ha coincidido que hemos llegado a Manchester el día de derbi, que encima te has encontrado con la única vendedora de entradas que tenía dos invitaciones VIP y nos las ha vendido por un precio de mierda. Yo de verdad que alucino. Ya si nos dan de comer, ni me lo creeré.

La azafata se paró ante una puerta y abrió solemnemente, nos presentó nuestro camarero personal y nos deseó una buena velada, no sin antes sugerir una copa de champán y las gambas.

Me espachurré en el sofá, pedí un café con leche, saqué la libreta y tiré el móvil en la mesa. Por decimocuarta vez en los últimos cinco días, abrí la libreta, leí las lista de la columna “razones para dejarle”, giré la página y levanté la vista para observarlo. Y allí estaba él, como un niño chico, emocionado, amorrado al cristal. Y aunque la lista en la columna de “razones para NO dejarle” seguía vacía, me contagió la emoción de la suerte. Y una vez más, me quedé.

Relato: Paralelo

Me marché a pie sin decirle nada. Cerré la puerta con cuidado mientras le oía silbar en la bañera. Imaginé su cuerpo desnudo arrugado como una patata vieja, un cuerpo que para mí acababa de perder cualquier atracción. Nerviosa, esperé el ascensor deseando que no hubiera oído el sonido de las bisagras al irme.

Era imposible que me hubiera oído. Él tenía su propio concierto desafinado montado mientras el agua de la bañera hacía espuma cubriéndole poco a poco. Calculé que no saldría de allí en por lo menos unos cincuenta minutos más. ¿Era ese tiempo suficiente para desaparecer para siempre de su vida? Yo seguía viviendo en la misma casa, él podría encontrarme. Y de repente me di cuenta: no me daba miedo que no me encontrara, lo que realmente me aterraba era que no me buscara. Desde fuera podía parecer que que él no intentara buscarme era el mejor de los finales que podría darle a esta historia. Pero yo jamás fui de buenos finales.

Me devolví la mirada en el espejo del ascensor y reviví los mensajes que había leído.

“¿Nos vemos mañana, mi amor?”
“Claro mi vida kedamos pa comer en casa de mi madre? Haber si mañana dormimos juntos”.

Y subí mentalmente la conversación, día tras día. Y cuanto más recordaba, más increíble me parecía que todo esto hubiera empezado dos años antes de conocerle. O sea: en realidad yo era la otra. Y no ella. En el espejo no me parecía que yo tuviera pinta de ser la amante. De hecho, si me hubieran preguntado jamás hubiera accedido a serlo. Yo siempre fui la única. La hija única, la princesa de papá, la reina de la casa, y la novia que merecía toda su atención.

Me ardía el cerebro. Literal, y no solo por sus faltas de ortografía a las que ya debería estar acostumbrada. La niebla que había empezado al ver un mensaje de casualidad, se convirtió en fuego, en humo que me invadía los pulmones, en un cosquilleo en la frente, en un sudor frío. Un tembleque de manos que no permitía sostener un móvil ajeno. Una visión borrosa, como si fuera una pesadilla. Y un momento de lucidez que derivó en una escapada desesperada y silenciosa. Después de cuatro años de relación jamás pensé que terminaría así. Sin un adiós, aprovechando que él se daba un baño de espuma en la misma habitación del hotel a la que volvíamos una y otra vez.

Y allí descendiendo los cinco pisos en ascensor, tuve que decirle adiós sin palabras. Porque yo me quería más que eso. Porque yo merecía más que eso. Y porque no huía. La huida solo se justifica cuando antes has hecho algo malo.

Descalza en la recepción, con el pelo enredado supe que en realidad eso era lo mejor que podría haber hecho. Pagaría toda una fortuna solo por verle salir del baño, con restos de espuma en el pelo, sin entender nada, en la soledad de una cama deshecha que aún olía a sexo. Hubiera suplicado por ser invisible, por verle esa mirada de perro tristón al darse cuenta que me había marchado. Y nada sería mejor recompensa al ver en la pantalla del móvil su nombre. Y todos esos mensajes que escribiría pidiendo explicaciones, hasta que viera que los mensajes que él no había llegado a ver ya estaban marcados como leídos.

Y quizá su inteligencia le permitiría sacar conclusiones. Deduciría que lo había descubierto. Se desesperaría. Lloraría. Se vestiría rápido, quizá bajaría descalzo como yo. Me buscaría donde mi coche ya no seguiría aparcado. Pediría un taxi. Llamaría a mi timbre y yo jamás le abriría la puerta.

Pero si todo eso ocurría, también significaba que yo jamás tendría una explicación. Y antes de cruzar la puerta de salida del hotel recibí el mensaje que había imaginado durante la huida. Demasiado pronto: debería haberlo recibido en casa. Me preguntaba cómo de rastrero sería pidiendo perdón, con qué faltas de ortografía se disculparía, cuál sería su estrategia para hacerme volver.

“como te atrebes a mirarme el mobil?????”

¿Y eso era todo? Ni una disculpa, ni un arrepentimiento, ni un ápice de intención de hacerse el mártir. Cuatro años, y ¿no merecía ni siquiera un uso correcto de la uve o la be? Eso, ni de lejos era lo que yo había imaginado.

Delante puerta de cristal respiré profundamente y cerré los ojos.

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Y en abrir los ojos por un momento he imaginado que ese día hace cinco años crucé la puerta para no volver. Una vez más el orgullo me jugó una mala pasada, no pude marcharme así, yo merecía algo más que una mierda de mensaje.

Antes de firmar el papel que me divorcia de él definitivamente, le perdono a mi yo del pasado haber caminado sobre sus pasos y vuelto a subir al quinto piso. Le perdono haber entrado en esa habitación, haber perdonado aunque él no lo hubiera pedido. Le perdono haberse quedado, por quererse poco a ella misma. Le perdono estos cinco años de prórroga y los dos hijos de un matrimonio que jamás tuvo que celebrarse.

Y ahora cinco años más tarde, por fin, estoy preparada para salir de este hotel, esta vez sí, sola y con zapatos.

Relato: Gael

Logo Prader-Willi Catalunya

¿Sabes el hambre que tienes cuando de repente el director se acerca a tu mesa y te dice que tienes que preparar un viaje para dentro de dos días? Ese hambre que cuando miras el reloj y ves que son las cinco de la tarde y entre el Power Point, los vuelos a Viena, el hotel y concertar reuniones, te acuerdas que no has comido. Te hierve la cabeza, no puedes pensar, sientes el cerebro en el estómago, porque lo único que piensas es que hoy es Nochebuena de los cojones y comerás hasta reventar. Y no puedes pensar más, porque hace ya casi veinticuatro horas que no comes nada. ¿Tienes clara la sensación? El dolor, el hambre, la mala leche, las pocas ganas de hablar. Solo piensas ¿qué he cocinado hoy? Y ya son las seis y aun no te has sentado a comer. Ahora sí, ¿no? Pues esta es la sensación permanente con la que vive alguien con síndrome de Prader-Willi. Así de crudo, famélico, cruel.

–Aga, ¿qué cenaremos hoy?– dice él mientras le tira la pelota a los pies.

Debería pensar, cuando va a cenar a casa de sus padres, que siempre acaba en el jardín, jugando a pelota y cepillando a la perra. Su atuendo de combinación de zapatos de Steve Madden, comprados en Nueva York, y vestido negro Desigual, de esos que tienen una tela imán para los pelos, no es la adecuada.

–Pues no lo sé, pero acabas de merendar, y mira te acabo de marcar un gol –Aga le contesta como para no darle importancia.

El arte de despistarlo, de tenerlo entretenido para que no recuerde el vacío, la ira, la angustia, el malestar que le provoca el hambre. Él arruga la frente y se indigna, porque ahora la odia mucho, porque tiene hambre.

Esos pequeños neurotransmisores que todos tenemos, que nos avisan que ya estamos saciados, él no los tiene. El síndrome de Prader-Willi se conoce como la enfermedad de los mil síntomas: tan difícil de encontrar, sin cura, una enfermedad rara. Niños con alta empatía, sensibilidad, incapacidad por vomitar, con un retraso del crecimiento, que nacen con las plaquetas bajas (y ¡cómo te das cuenta de la necesidad de tener un buen número de plaquetas en sangre cuando te faltan!), niños que nacen como si fueran sietemesinos, con poco tono muscular, con tendencia a la obesidad, niños con TDAH, etc. Pero lo peor es el hambre: la continuidad de la tragedia, la necesidad vital de controlar un instinto incontrolable. Un sentimiento inhumano.

Y de repente, de la punta de esos Steve Madden, se traslada a la cafetería de la universidad, con la cabeza apoyada en las manos y la nariz hundida en el café con leche y confusión.

–Ostia, que me llevaré tantos años con mi hermano como los que me llevo con mi madre. Mis padre están locos. ¡Joder! – Águeda no se tomaba nunca en serio a su madre con veintitrés años. De hecho ¿quién se toma a sus padres en serio a esa edad? Cuando mamá le dijo hace años que tendría otro hijo, Águeda la miró como si hubiera fumado un porro. Pensó que mamá tenía cosas así a veces, que con cuarenta y cuatro años ya iba cuesta abajo. Y sí, sería hermana mayor, así, sin avisar. ¡Qué responsabilidad! Podría ser la madre de su hermano.

Se llevaba veintitrés años con su madre, se llevaría veintiuno con su hermano. La cosa, en frio, daba un poco de miedo.

–Yo ya le he dicho a mi madre que si es suficiente mayor para tener un hijo, también lo es para entender que yo no cambio pañales ni hago de Mary Poppins.

Y aquí están, diez años más tarde, la perra, Gael y ella. Y no cambió ningún pañal, ni opositó a Mary Poppins del año, pero ahora parece que Gael siempre ha estado en sus vida.

–Aga, pásala! –y le sonríe, porque tiene una sonrisa de niño, de esas que enamoran y los veintitrés años que les separan no son nada: Águeda y Gael son iguales, excepto que él siempre tiene hambre. Ahora él se aparta un mechón de pelo de la cara y Águeda recuerda el café con leche y piensa que quizás no fue una locura.

Y lo vuelve a mirar, se congela de frio y el vestido está lleno de pelos de perra. Han empezado a pincharle la hormona de crecimiento, como a Messi ¡qué honor! porque según parece a los niños con esa enfermedad les va bien, porque no crecen. Y ¡cómo ha crecido! Está en ese punto preadolescente que la nariz le empieza a crecer y los rasgos se afean. Si mira las fotos de hace un año, ha pasado de ser un bebé entrañable a un impertinente de su edad. Y se le acerca y lo abraza porque se da cuenta que el tiempo pasa, y no volverá a ser un niño otra vez.

–Aga, ¡déjame! –realmente era un niño de diez años, dejaba el nido de su superheroína , para hacer las cosas de niño de diez años. Y mira y piensa que hay días que lo estrangularía, pero en el fondo es adorable.

–Va, vamos a cenar –y es decir la palabras mágicas y él deja la pelota, tira la portería al suelo y entra como un cohete a casa. Y cuando Águeda traspasa la puerta, él ya está en la mesa, riendo y moviéndose nervioso. Porque por fin puede comer. Por fin todos pueden comer.