Todo pasa (y otras cosas que una madre no necesita escuchar)

Foto de Blasco Visual Studio

“Todo pasa” es una de las frases más repetidas. Ya en sí misma es una frase vacía que solo llena la conciencia de quien la dice. Porque ya sabemos que todo pasa, que nada dura para siempre, que las guerras se acaban. Pero ahora, ahora que estás triste, ahora que te sientes agobiada, sola, sobrepasada, que todo lo haces mal, no te consuela saber que todo pasa. Porque cuando pase, tendrás otras cosas en la cabeza y es ahora que lo estás pasando mal. Y no, ahora mismo no todo pasa.

Hoy vengo a hablarte del posparto. Pero del posparto que tiene más sombras que luces. Porque de las luces hablamos todos. En las redes inunda la positividad tóxica, las super mamás que lo pueden todo y no les falta nada, los bebés vestidos de blanco sin una mancha de leche agria, las parejas felices que se miran a los ojos con dos niños pequeños sonriendo. De cara a la galería todo es tan bonito, tan perfecto, tan armónico, que las sombras se disipan entre tanta sonrisa.

Pero no le vamos a dar solo la culpa a las hormonas de las sombras. Sí, es verdad, las hormonas son una mierda, pero no son todo lo que pasa en el posparto. Esas pequeñas cabronas no ayudan, nada, pero son tan invisibles que mucha gente cree que no existen. Hay gente que piensa que lo de las hormonas es una excusa que nos inventamos para poder justificar nuestro comportamiento irracional.

“Tienes que encontrar tiempo para ti”. A ver, vamos a ser realistas porque de verdad que esto de llegar a todo nos está hundiendo la vida. Sí, soy muy consciente que antes de ser madre, soy persona, y mujer, pero… con dos bebés en casa y una de ellas con escasas semanas, ¿en serio te crees que hay una remota posibilidad que tenga tiempo para mí? Si lo tuviera, probablemente me tomaría un gin-tonic en un bar con alguien con quien realmente quiera invertir mi tiempo. Gracias por decirme esto, pero hoy aún es pronto para el tiempo para mí.

“Tenéis que encontrar tiempo para vosotros”. Llegamos a la cama tan cansados que a veces me doy cuenta que en todo el día ni nos hemos mirado a los ojos. En un posparto inmediato el “nosotros” pasa a un segundo (o quinto) plano. En un posparto con dos bebés, el “nosotros” se diluye entre los biberones, las rabietas, las cacas explosivas y la vida entera. No, ahora no podemos encontrar tiempo para nosotros, porque primero tenemos que recolocarnos, reestructurarnos y encontrar nuestro sitio.

Y no me malinterpretes: el tiempo en pareja, solo dos, es muy importante. Lo sé, la teoría me la sé. Te lo juro. Pero también me sé la realidad: estoy en un momento en el que no me planteo aún dejar a Cloe con nadie (ni siquiera dejo que nadie la coja) y Arlet está en plena aDOSlescencia así que no quiero que nadie cargue con sus rabietas. Así que asumo que la pareja se ha puesto en pausa. Vendrán momentos para nosotros dos, incluso viajes o fines de semana. No sé si será en seis meses o dos años, pero sé que volverán las citas en la playa, las noches sin terrores nocturnos y los días que por fin tengamos un segundo para mirarnos a los ojos y reconocernos. Pero ahora no es ese momento. Ahora toca asumir cada uno su rol, transitar con nuestra bebé mayor el cambio, cuidar de nuestra bebé pequeña y darle el vinculo que necesita sin interferencias.

Eso no significa que nos dejemos de querer, que incluso durmamos abrazados o que no nos robemos besos. Solo significa que ahora el rol que tenemos durante unos meses es el de padre o madre. El de marido y mujer volverá, cuando todos nos encontremos.

“Tienes dos hijas preciosas deberías estar contenta” Estamos de acuerdo: tengo dos hijas preciosas, pero el plural a veces me abruma. Me siento sobrepasada, regularmente triste y a menudo la más incompetente de mundo mundial. Lloro todos los días por chorradas y como ya te he contado tengo que asumir que esto es temporal, pero la temporalidad duele y ahoga. Y todo ese dolor, las lágrimas y el estrés no me lo va a curar el hecho de tener dos hijas que son un milagro.

“A ver, que tú querías tener hijos, no se porque te quejas”. Pues me quejo porque me sale de los ovarios, no te digo… me quejo si me da la gana. Sí, he escogido yo ser madre, y doy gracias por haber podido escoger, pero es que a veces parece como que si querías tener hijos ahora no te puedes quejar. Me quejo porque me paso el día con un cachorro encima mío, me quejo porque no tengo un minuto de desconexión. Me quejo porque ahora mismo no sé quién soy. Me quejo porque tengo todo el derecho del mundo a quejarme. A ver si por el hecho de ser madre se me ha revocado el privilegio de poder compartir mis mierdas.

Así que si algún día escuchas a una madre quejarse, no le digas nada de eso. No ayudas. Si quieres ayudar, llévale túpers, escúchala sin darle soluciones o regálale un masaje. Porque muchas veces simplemente necesitamos vomitar lo que nos pasa por la cabeza, como una vía de escape, pero lo que definitivamente no necesitamos son juicios de valor.

De Grinch infantil a opositora a súper mami

Foto de Blasco Visual Media.

A mí antes no me gustaban los niños (bueno mi sobrinos sí, pero para un rato porque son intensos a morir) porque me parecían seres extraños que nunca supe cómo manejar. Cuando daba clases de inglés los trataba como adultos, hasta que un niño me pidió que le acompañara al lavabo para limpiarle el culo y yo pensé “¿por qué no se lo limpia él?” Pues obvio… no tiene ni cuatro años. Yo antes era una Grinch de los niños. Ni siquiera cogía bebés porque pensaba que se les podía caer la cabeza. De hecho, no cogí nunca ninguno hasta que nació Arlet y, por ser la madre, quedaba un poco mal decir que me daba miedo que el cuello se le partiera en dos y la cabeza saliera rodando como si de una bola de bolos se tratara.

A Arlet jamás se le ha caído la cabeza. Bueno, de hecho, ella la aguanta desde muy muy pequeña (como salga hiperactiva como su padre, los facturo a los dos a un internado en Irlanda, sin remordimientos, cuando ella entre en la pubertad). Antes de conocerla no tenía ni idea de nada que tuviera que ver con el mundo bebé. Si veía un nene por la calle era incapaz de decir si tenía 2 meses o 10 (aunque ahora las diferencias me parecen obvias), tampoco sabía que los bebés a veces tienen sueño y lloran porque no pueden dormir. Cuando esto le pasa a mi hija de casi 4 meses le digo que cierre los ojos y se relaje (obviamente eso no funciona, pero yo sigo intentándolo).

Me he dado cuenta que miro a los bebés diferente. Y a las madres, también. El otro día me estaba tomado un café sola en una terraza (sí, también oposito a malamadre y me tomo tiempo para mí) y vi un bebé mucho más pequeño que mi hija. Hay dos cosas que me sorprendieron de ese momento. La primera: fui capaz de distinguir que ese bebé no tenia apenas dos meses. La segunda: odié a la madre por estar tan delgada teniendo un retoño de esa edad. Lo siento, pero da mucha rabia ver mujeres en pleno postparto con una figura sin señal alguna de embarazo reciente. Esto debería estar prohibido para preservar la autoestima de las madres cuyo cuerpo va a tardar más de 9 meses a volver a ser lo que era antes (si algún día llega a ser igual, yo a mi entrenadora le he dicho que quiero que mi cuerpo sea mejor que antes, me podéis llamar optimista si queréis).

Ser madre me ha convertido en alguien a quien me cuesta reconocer. A veces me sorprendo cuando mi madre coge a mi hija y camina con ella en brazos como si fuera un saco de patatas y pienso “Mamá, ¡joder! que lo que llevas ahí es mi heredera, no una pelota de rugby”. Pero mi madre ha criado a tres niños con éxito y los tres hemos sobrevivido, así que intento sacarle hierro a la asunto; seguro que de niños sabe ella más que yo. Lo que no me explico es como hemos sobrevivido con mi padre. Supervivencia pura, supongo, el ser humano está diseñado para sobrevivir a pesar de tener padres despistados. Sin embargo me cuesta entender como las madres (en general, no la mía que se guarda mucho de decirme nada) son capaces de dar consejos como si fueran expertas. Tener un niño no te convierte en especialista, yo llevo una L de novata tan grande que puede llegar a doblarme el cuello. Cada niño es un mundo y probablemente a la persona que te está escuchando no necesita tus consejos en plan “yo sé más que tu porque ya soy madre”, sino simplemente quiere desahogarse.

El desahogo es importante. Está bien asumir que no puedes con todo. Esta bien decir que estás hasta los cojones de algo. Porque con una bebé todo parece que es más intenso y dramático (súmele encima tu tendencia innata a ser una drama queen por definición), sin una válvula de escape las posibilidades de estallar son muy altas. Yo llevo 4 meses imaginándome como una olla a presión hirviendo.

Yo antes tenia aficiones, lo digo en serio, me encantaban los restaurantes caros, pasar el día en Barcelona e ir al teatro. En realidad lo que me gustaba era salir de casa, en exceso. Hoy puedo decir que mi pasatiempo favorito es ver como mi gremlin se echa siestas a lo rollo koala encima de mi pecho. Es casi tan intenso como una obra de teatro en el TNC, solo que las siestas son gratis y van sin IVA. Jamás hubiera pensado que me apetecería tanto estar en casa. De hecho el plan para salir y separarme de ella tiene que compensarme y mucho, sino directamente digo que no puedo, que no me apetece o que la niña hoy tiene un mal día (sin quererlo se ha convertido en la excusa más rápida y efectiva. Y si alguien la cuestiona, pues la verdad es que tampoco me importa mucho).

Ser madre se ha convertido en mi trabajo favorito, y el que sorprendentemente hago mejor. Esto me hace pensar que quizás he sido una incompetente en los otros trabajos, porque estoy segura que este no lo hago tan bien (al menos no lo hago tan bien como el padre que tiene una paciencia infinita cuando la bebé no puede dormir y, en vez de intentar racionalizar con ella como hago yo, la acuna y la mece hasta que se duerme). Ojalá pudiera ser solo eso, ser mamá, sin importar el resto, me gustaría tener tiempo infinito y regalárselo a ella. Como por desgracia esto no es así valoro el tiempo más que antes. Así de rápido te cambia el cerebro al parir, tus prioridades y tu vida en general.

Sé que me vida no volverá a ser como antes. Mi experiencia vital postbebé me ha cambiado. Ahora mismo los niños me encantan (pero creo que solo mi hija y mis sobrinos, así que quizás sigo siendo la misma persona). Quizá por la pandemia o por la maternidad, o por una combinación de ambas, me gusta más que nunca estar en casa. Me he hecho un master en YouTube con Super simple songs, me paso el día cantado Incy Wincy Spider y Arlet se descojona, me invento historias con los peluches (que obviamente todos tienen nombre muy a Los Miserables: elefantine, león Marius, la rana Cossete y el dudú Jan Valjean. Si no sabes lo que es un dudú no te preocupes, significa que no tienes hijos, ya lo aprenderás algún día). Mi hija me mira como si yo fuera la persona más divertida del planeta. Y esto no hay obra de teatro ni Celler de Can Roca que lo supere.

Relatos confinados: Y el mundo cambió…

Entré en el hospital siendo Phoebe Buffay de Friends y salí convertida en Rick Grimes en Walking Dead. Mi hija Arlet nació el 12 de marzo de 2020 y salimos del hospital el 18 de marzo. Por si acaso, guardé el periódico de ese día, porque estoy segura que si le cuento esta historia cuando sea mayor va a pensar que estoy senil y yo no quiero olvidar ninguna de las lágrimas de impotencia que derramé esos días.

El 13 de marzo, mientras yo aún seguía con las hormonas puestas, mis ojeras y un moño enredado en el pelo, el gobierno anunció el estado de alarma. Nadie lo vio venir. Recuerdo interrogar a mi marido con la mirada y él contestarme con su sonrisa de optimista en plan “todo irá bien”. Maldita frase esta de “ todo irá bien”. No, nada estaba bien, pero yo aún no me había dado cuenta porque vivíamos en una burbuja con vistas a la calle más transitada de la ciudad, que permaneció demasiado desierta durante el fin de semana. Y mi burbuja estalló el lunes cuando me dijeron que mi bebé tenía que seguir ingresada (por algo que por suerte no tenía nada que ver con el coronabicho y no era grave) y por lo tanto no nos podíamos ir a casa: nos tuvimos que quedar ingresados y confinados.

Al darme el alta a mí, la doctora me dijo que si me apetecía podía ir a tomarme un café. justo después de decirlo aguantó la respiración y rectificó: mejor no salgas de aquí. En ese momento me pareció una exagerada. Decidí salir a buscar comida para mi marido, porque me apetecía respirar aire fresco y caminar. Obviamente hay muchas cosas que no te cuentan del postparto, como el terrible efecto de la gravedad la primera vez que te pones de pie después de dar a luz, pero hay cosas que una madre primeriza no debería vivir: el bofetón de realidad de salir del hospital y ver una calle desolada a las 12 de la mañana de un día laborable. De repente me faltó el aire y la voz y me fijé que los pocos transeúntes que caminaban por las aceras parecían trapecistas en la cuerda floja esquivando a cualquier persona que se cruzaban, porque todos éramos sospechosos de llevar una arma de destrucción masiva en el interior.

Cuando entré en el super me invadió el pánico. El silencio era tan pesado que costaba respirar, el cansancio me nublaba el juicio (no, tampoco te cuentan que en el postparto más inmediato caminar 200 metros es como correr una maratón) y la tensión de no tocar nada innecesario me creó un estrés que tardé horas en olvidar. Recuerdo, como si fuera hoy, escuchar mis propios pasos en el asfalto mientras me aguantaba las ganas de llorar. Mi vida había cambiado, sí, pero resultaba que el mundo también.

El virus me robó en un pispás mis primeros meses de maternidad donde yo tendría que haber estado tomando café mirando el mar, presumiendo de retoño y escondiendo mis quilos de más bajo un nuevo outfit de primavera verano conjuntado con toda la ropita perfecta que había preparado para Arlet y sus primeros meses de vida (ropa que dicho sea de paso, nunca nadie, excepto mi marido y yo, pudo ver y alabar). El virus también me robó el primer encuentro con mi madre, para mostrarle el ser tan perfecto que he creado, su lagrimilla recorriéndole la mejilla y achuchando a mi hija mientras yo hubiera hecho esfuerzos para pedirle que no la estruje así, que me la rompe. El dichoso virus me robo que mis sobrinos entraran en la habitación del hospital intentando ser silenciosos, que el mayor le cogiera el dedito con sus delicadas manos y que a la prima pequeña le diera un poquito de celos por haberla destronado de su bien interpretado papel de la pequeña de la casa. El virus me robó que mi padre estuviera ahí y me fuera a buscar un bocadillo de jamón (del bueno ¿eh? Papá, no me seas tacaño) y un café con doble de cafeína y que mi hermana me trajera todo lo que no pude comer durante el embarazo.

Nadie lo vio venir, nadie, porque esto se suponía que era una gripe, porque hasta ese día la coronavirus era solo un bicho asiático que los descuidados italianos contrajeron sin saber muy bien cómo . Pues llegó, llegó como llegó mi hija: con mucho llanto a su paso y dolor, un dolor mucho más intenso que una contracción, un terrible dolor que se nos aferró a las entrañas y ya nunca nos soltará.