Lo que 2020 debería haberme enseñado (y yo, en realidad, ya sabía)

Durante el confinamiento, escuché cosas que me parecían demasiado optimistas. Yo no confío mucho en el ser humano, me parece increíble que aún no nos hayamos extinguido, supongo que es cuestión de pura suerte. Porque si no, no me lo explico, en serio. Me harté de escuchar cosas como “cuando podamos salir, nos tomaremos la vida de otra manera”, o bien, “valoraremos mucho más lo que tenemos”. Pues está claro que no, porque somos tan imbéciles que cometemos los mismos errores que antes: seguimos inmersos en nuestra vida, en el trabajo, en todo aquello que no es importante. En realidad creo que incluso somos peores que antes: porque no hemos aprendido nada, pero es que encima muere gente todos los días y ni nos inmutamos. Antes éramos así por desconocimiento, ahora somos iguales pero con una pandemia de experiencia.

El 2020 debería haberme enseñado que la realidad supera la ficción. Bueno, solo tengo que recordarte que mi hija nació el doce de marzo, con esto te lo digo todo. Ya te expliqué que entré en el hospital y el mundo era normal. Cuando salí, era un puñetero capítulo de una serie mala de zombies. Jamás volveré a reírme de los guionistas de las películas estúpidas sobre el fin del mundo, a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido que habría saqueos en el supermercado por nuestro bien más preciado: el papel de váter. En muchos aspectos creo que el guionista de mi vida debe ser un mono borracho con un bate de béisbol en una tienda de productos de cristal. Pero el guionista de la historia mundial se merece el Óscar este año. Como mi vida siempre ha sido un cúmulo de situaciones surrealistas, tengo que decirte que lo siento, 2020, pero no has venido a enseñarme esto.

Este año debería haberme enseñado que la vida nunca es como esperas. Te lo dice alguien que ha estudiado Traducción e interpretación, que entiende seis idiomas, cuatro de los cuales lo habla con más o menos dignidad. Te lo dice alguien que estudió un máster de Enseñanza de segunda lengua, uno de Dirección de marketing y comunicación y un MBA, que por si no lo sabes es un máster de administración de empresas ejecutivo. Y dirás, ¿por qué esto es importante? Pues porque no me dedico a nada de lo que estudiado: voy dando tumbos por la vida como si supiera lo que quiero ser de mayor. Esto no es lo que había planeado, ni de lejos: resulta que me he hecho mayor y no sé lo que quiero hacer con mi vida. Así que no, la vida no se puede controlar, no ha venido el coronabicho de mierda a enseñarme algo que el karma hace años que me quiere hacer ver y yo, para variar, me voy haciendo la ciega. Así me va…

2020 debería haberme enseñado a ser mamá. Bueno, pues, se ve que eso no te lo puede enseñar nadie: estamos por definición preparadas para ello, sale solo con más o menos dignidad. En mi caso resulta que me he pasado la vida entrenándome para ello y ni siquiera era consciente de que mi gran logro sería en realidad poner en práctica toda la capacidad de aprendizaje, artes de organización y reacción rápida ante conflictos. Estas cualidades no vinieron solas con la llegada de Arlet. No, te hablo de un entrenamiento militar que ha pasado por muchos aprendizajes prácticos para poder decir que me ha servido de algo mi carácter de mierda.

Mi capacidad de aprendizaje se demostró cuando me escogieron para un un trabajo del que no tenía ni idea (trabajo en una empresa de software, ¿te recuerdo lo que he estudiado?). Esto me ha servido para entender que da igual lo que leas sobre ser mamá, que te puedes apuntar a cursos de BLW y primeros auxilios para bebés (sí, lo he hecho también, ¿qué pasa? Soy adicta a los títulos inútiles), o te podrán dar miles de consejos, pero todo eso no te servirá de nada en el día a día. A ser mamá se aprende sola, más sola que la una.

Mis artes de organización empezaron hace muchos años, cuando empecé hacer Excel para todo. No, no te hablo de Excel de ingresos y gastos, o bases de datos de libros, que eso también, te hablo de hojas de cálculo en plan “Problemas y soluciones”: un archivo en el que hay todos los grandes obstáculos que me he encontrado en el camino y qué solución le di en su momento, si la solución fue satisfactoria y, si en algún momento se ha repitiera el problema, qué otras opciones tendría (obviamente con porcentajes de probabilidades de éxito en la última columna). Sí, estoy enferma, lo sé. Pero si no fuera por haber llevado al extremo el control seria incapaz de cenar a las siete de la tarde con Arlet o que en mi cabeza no explotará el caos de intentar todos los días llegar a todo.

Mi reacción rápida ante conflictos viene de familia creo. Y dirás… ¿para qué sirve esto si ser mamá no se aprende? Bueno siempre va bien alguien con capacidad resolutiva, ¡qué quieres que te diga! Un bebé en sí mismo ya puede generar conflictos: con la pareja, la familia o con cualquiera que se crea con el derecho de dar su opinión aunque tú no la hayas pedido. A lo largo de mi vida me he visto envuelta en situaciones límite bastante variopintas, y he aprendido mucho con ellas. Te voy a citar unas cuantas: realizar un boca boca en un paro cardíaco en mi pausa para la comida, atender más de un ataque de ansiedad crítico sirviéndome de técnicas poco ortodoxas o como aquella vez que sin pensar me metí en una pelea para pararla y acabé lesionada. Si ahora miro atrás, todas esas vivencias me han servido para tomarme la vida con relativa calma. No, no hay ninguna situación cotidiana que se me resista ni me quite el sueño, he aprendido a relativizar y eso me ha dado mucha salud.

Pues mira ahora que lo veo con perspectiva, gracias a que mi karma juegue a los dados conmigo, he desarrollado una aptitudes que me van a ir muy bien en este viaje. Pero no, esto tampoco me lo ha enseñado el 2020.

He decido que este año no comeré uvas. Visto lo visto, ya no creo en eso de que si no te las acabas vas a tener un año de mala suerte. Mira, en serio, esto más que un año de mala suerte ha sido una broma de mal gusto en un día de los Inocentes perpetuo. Yo paso de preguntar si el 2021 puede ser peor. Cada vez que pienso este tipo de cosas, pasa algo que me hace creer que estaba engañada, que siempre puede ser peor. Yo por mi parte voy a ser muy agradecida al 2020, porque habrá hecho muchas cosas, pero nos ha regalado algo que teníamos muy olvidado: el exceso de tiempo. Y tener tiempo, para mí, para mi familia, para estar en casa, para no hacer nada, ha sido el regalo más fantástico, a parte de convertirme en mamá, que me ha dado este año de mierda.

Desengáñate, no nos despertaremos mañana como si todo hubiera sido una pesadilla. Así que por muchas frases motivadoras que leas, no, no tienes ni idea de lo que nos espera el 2021. Ni yo tampoco. Y esa es la gracia de la vida. ¡Feliz año!

Ha valido la pena

Hoy cumplo 37 años. Esto es un información poco relevante, lo admito: no hay nada de mérito propio en cumplir años. El tiempo pasa sin más y nos hacemos mayores. Fin. No es como sacarse una carrera o un máster donde un porcentaje muy alto de éxito depende del propio esfuerzo. Cumplir años no requiere que tú hagas nada. Pasa y punto. En algunas familias los cumpleaños no son importantes. Para mí lo son, y mucho. Yo soy de esas típicas personas que si llegas a casa diciéndome que ya has comprado mi regalo te enviaré al súper con cualquier excusa para poder buscar hasta en los lugares mas recónditos. Me gustan las sorpresas, pero prefiero el control.

Hago listas de regalos para que a nadie se le ocurra innovar. Mis listas son cerradas y no dejo margen para la imaginación. La imaginación la dejo en mis relatos, jamás dejo al azar un regalo que yo deba recibir: soy de ideas fijas y caprichos específicos.

Mis cumpleaños son como bodas gitanas (o como mi boda, que me pasé tres días celebrando). Me encanta empezar un par de días antes y le pongo cara a Miguel en plan “va, vamos a ese sitio a comer que en dos días es mi cumpleaños”. Así me puedo pasar cinco días.

También soy de costumbres: el día de mi cumpleaños siempre, siempre sin excepción, pido que mi padre cocine entrecot al corinto y mi madre haga pastel francés. Me parece sorprendente que mi madre siga preguntándome qué pastel quiero, me parece aún más sorprendente que la pregunta exacta sea “¿qué pastel quieres que compre para el día siete?” ¿Comprar? ¿Cómo? ¿Desde cuándo? ¡La duda ofende, mamá! Lo del entrecot al corinto estoy segura que no se llama así, ni siquiera sé de donde saco la receta mi padre pero se reduce a un trozo de carne en salsa de crema de leche con pasas y piñones. Tampoco tengo claro que mi madre no se inventara hace muchos años el nombre de su postre, pero me encanta y no lo perdono ningún año. Es un pastel hecho de galletas, café y mantequilla. En mi casa no se admite la innovación culinaria y menos en los cumpleaños. La receta tiene que ser siempre la original. Una día a mi madre se le ocurrió poner un ingrediente nuevo y casi le tiramos el pastel a la cabeza.

Pero hoy no vengo a hablarte de esto, cada uno tiene sus cosas de loco y yo soy un caso de terapia. Te vengo a hablar de las expectativas que tenemos respecto a nuestro futuro. De esto me doy cuenta siempre el día de mi cumpleaños. Entre muchos de mis pequeños rituales tengo uno que empecé hace mucho tiempo: me escribo cartas. Sí, sí, a mi yo del futuro. Siempre, el siete de diciembre cuando todo ha pasado y ya no me quedan velas que soplar (incluso cuando salía de fiesta y llegaba a casa en situación poco digna), me pongo a escribirme una carta. A la futura Rosa de un año aleatorio. Luego la guardo en un sobre y le pongo en número de los años que tendré el día que la lea. La cierro en una caja que solo abro ese día para sacar el sobre con el número de los años que tengo en el momento. Las guardo todas en orden pero no las he escrito cronológicamente. A los treinta le escribí a la Rosa de los treinta y cinco, a los veinticinco le escribí a la de los cuarenta. En 2006 le escribí a la de hoy. Y ¡qué gracia me hace pensar que en el fondo sigo siendo la misma!

No sabría decirte cómo escojo el año ni si tiene alguna razón oculta en mi subconsciente. Hoy se me ha ocurrido que si hago el esfuerzo todos los años de escribir a mi futuro, debería ser capaz de darle las gracias a mi pasado.

Hay tantas cosas que le diría al Rosa de veintitrés años que no sé por dónde empezar. Empezaría con algo así como “No te agobies, la mitad de películas de tu cabeza jamás llegan a la gran pantalla”. Porque han ocurrido miles de cosas en catorce años y todas y cada una de ellas han pasado, sin más. Seguro que me he llevado por el camino algún que otro trauma acompañado de lloros, pero es que yo soy de lágrima fácil ¡qué quieres que te diga! Pero ojalá a los veintitrés hubiera sabido que no es importante si tienes un BMW, un traje Escada o un bolso Prada (dicho sea de paso, Rosa, el BMW no era apto para niños y lo cambiaste por algo más mami friendly, pero no por ello menos glamouroso). Ojalá le pudiera decir a esa Rosa, que vivía en Durham y que empezó el día cayéndose por a bajada de su casa en tacones en plena nevada, que los tacones serán lo último que se pondrá a los treinta y siete.

No, no podré salvarte de tus miedos, pero si que te ayudaré con tus sueños. Seguirás pensando que no lo haces bien, pero por suerte hacerlo bien a veces es relativo. El miedo que tienes ahora no es ni una décima parte del que tendrás el día que seas madre y sepas que hacerlo mal puede tener consecuencias devastadoras. Te seguirá gustando la música de mierda, pero la combinarás con algo más cultural, para que tu hija tararee algo más que Torero de Chayanne (aunque esa también se la pondrás). Y sí, te casarás, no con quien tu pensabas pero eso es otro cantar.

La vida jamás dejará de sorprenderte. Entenderás que pasar la noche en vela será solo por cosas importantes, por ejemplo que a Arlet le salgan los dientes y se transforme en un gremlin mojado. Pero no volverás a no dormir por problemas que ahora te parecen insalvables.

Seguirán gustándote los restaurantes caros, pero preferirás mil veces cocinar el domingo por la mañana para no ir de culo toda la semana. Los fines de semana te levantarás a las siete de la mañana, en vez de irte a dormir a esa hora, porque pasear con Natalia sin tu hija te parecerá tu noche de fiesta.

Te seguirá preocupando qué hacer con tu vida. Eso no va a cambiar, pero te darás cuenta que has ido en la dirección equivocada. El verdadero viaje no es tu objetivo sino el camino que recorrerás para darte cuenta que en realidad el trabajo no vale tu salud, ni tu tiempo de calidad con la familia. Habrá días que lo que querrás en realidad es mandarlo todo a la mierda, pero ¿sabes qué? Verás que Arlet empieza a intentar gatear y se te olvidará cualquier mal rollo del viernes anterior. Lo que sí te puedo decir es que ahora, con solo veintitrés años, buscarás incesantemente qué quieres ser de mayor, y con treinta y siete ya serás mayor y seguirás buscando algo que te remueva por dentro. La buena noticia es que en 2020 encontrarás lo que quieres hacer, solo te quedará hacerlo. Pero si te ha costado tanto tiempo encontrarlo, que era lo realmente difícil, pues hacerlo tampoco debería ser complicado.

Aprenderás que Tarragona ya no te parece el peor sitio del mundo, aunque ya empieza a entenderlo porque Silvia te ha picado a la puerta para preguntarte si ya es hora de cenar y os habéis dado cuenta que solo son las tres y media de la tarde. Como ella diría: “Quilla, es que oscurece tan pronto que parecen las diez y yo qué quieres que te diga, tengo hambre y quiero tu pastel de chocolate”. Pues sí. Hoy no has tenido un pastel francés, pero tu compañera gaditana de piso te ha decorado el salón con globos y te comprará una corona de reina, además de comerse contigo un pote de medio kilo de Nutella (eso tienes que dejar de hacerlo ya, porque por la noche te va a doler la barriga). Ya empiezas a echar de menos el mar. Tranquila, todo llega y volverás a casa, y acabarás viviendo tan cerca de casa que ni siquiera tendrás la sensación de que te has ido de allí.

Ser madre no está en tus planes, de hecho pasarán diez años y seguirá sin estar en ellos. Pero de todos los momentos catárticos posibles, convertirte en “mamá” será el más intenso y bonito del mundo (también lo será ser tía por primera vez, pero para ser tía no tienes que sufrir contracciones y eso, amiga, es un punto importante a considerar). No, a los treinta y siete ya no vivirás en un loft, pero tendrás una zona de lectura tan bonita que te encantará pasarte horas ahí contando cuentos infantiles. Te sorprenderás al descubrir que de todos los trabajos que has hecho el que mejor se te da es el de criar a Arlet y pasar por todos esos maravillosos momentos será más intenso que la primera vez que escuchaste “On my own” en Londres.

Tu vida no es ni de lejos lo que tú imaginabas. Pero te diré un secreto: es mucho mejor. Así que disfruta del camino que debes recorrer hasta hoy, porque sin duda, Rosa, valdrá la pena.

El parto

En serio, la persona que dijo que los dolores de parto son como reglas un poco más dolorosas era un/a psicópata. O era un tío, o nunca se puso de parto, porque no me lo explico. Voy aclarar aquí que sí; hay mujeres que tienen la suerte de no tener dolor, algunas incluso tienen la suerte de no sufrir. Yo recuerdo que la fisio del suelo pélvico, Blanca, en su preparación preparto nos dijo que parir “dolía que te cagas” pero nosotras podíamos prepararnos para no sufrir, para manejar el dolor, para que él no nos dominara a nosotras.

Mi parto fue inusual, según dicen. A mí me gusta pensar que fue, y ya está. Yo me estaba preparando una maravillosa tortilla para desayunar cuando noté algo raro. Mi madre me escribió en el grupo familiar un “¿cómo está Arlet hoy?” Y yo contesté con un ambiguo “rara, está rara”. Y ella, bruja y categórica como siempre ha sido, contestó “cuando una embarazada está rara significa que está de parto” y yo aquí me rayé. No podía estar de parto, estaba incómoda, cansada, dormida y hambrienta. Me comí la tortilla porque pensé “si te pones de parto, no te van a dejar comer” y créeme un parto es cansado, puede durar horas, es como si corrieras tres maratones seguidas sin la posibilidad ni siquiera de beber agua.

Me pasé de las 10 de la mañana a las 12 aproximadamente decidiendo si esos pequeños dolorcillos/molestias eran contracciones. Recuerdo que me puse a hacer quinoa por alguna razón que solo mi cerebro sabrá. Pero entonces vino la prueba inequívoca que aquello sí que eran contracciones: un dolor de regla intensísimo. Vale, respira, si todas son así, esto lo tienes controlado.

Cuando vi que era incapaz de hacer algo que parece tan sencillo como poner un cronómetro para saber cada cuantos minutos venían los dolores, escribí a Miguel (que se fue tan ricamente a trabajar como un día más) y le dije algo así como “creo que estoy de parto, me iría bien que me controlaras tú el tiempo porque yo no puedo”.

Tenía dolor, sí, pero sin sufrir. Como aún estaba demasiado consciente, por mucho que doliera yo me quedaba encima de la pelota recordando que la comadrona de las clases preparto me dijo “si no quieres epidural, quédate en casa hasta que no aguantes más”. Y Miguel cada cinco minutos me decía “pero ¿seguro que no nos tenemos que ir ya? Hace mucho que estás así”.

Llamó mi hermana para preguntar cómo estaba su sobrina y Miguel con su ingenuidad de primerizo le dijo “ todo bien, solo tiene contracciones cada minutos y medio”. “¡Joder, Miguel, que mi hermana está de parto!”. Entonces él me miró y me dijo “Cariño, que tu hermana dice que estás de parto” y le devolví una mirada de contracción chunga y un sonido gutural que él llegó a interpretar como “méteme en la ducha y déjame en paz”.

Por la intensidad supe que estaba de parto (en realidad lo estaba desde hacía rato pero yo llevaba una L de novata), o por lo menos lo empezaba a estar. Me quedé en la ducha un buen rato, respirando como si no hubiera un mañana y hablando con mi hija, haciendo pactos inútiles en plan “cariño, si no me desgarras, te prometo que te compraré un iPhone” o “ si no me duele mucho, te llevaré a Disneyland”. Todo seguía su curso. Hasta que salí de la ducha.

Te voy hacer un inciso aquí: yo no recuerdo nada desde el momento que salí de la ducha hasta que me pusieron a Arlet encima acabada de salir del horno. Según Blanca esto se llama “planeta parto”, según parece la mejor manera de parir: la desconexión total de la parte racional del cerebro, la transformación de humano a animal y su consecuente pérdida de filtro entre aquello que piensas y lo que dices. Bueno va, te voy a ser sincera, yo nunca he tenido este filtro, pero en ese momento menos. Todo lo que te contaré ahora me lo ha explicado él, según lo recuerda, y viene sesgado por su vivencia, porque la mía está en algún lugar de mi subconsciente.

Yo quería quedarme en casa hasta que la niña estuviera casi cayéndose entre las piernas, pero al salir de la ducha rompí aguas. Y fueron verdes. Lección uno de primero de columpios de la clase de parto primeriza: si las aguas no son transparentes vete al hospital pitando porque algo está mal. ¡Joder! Salieron verdes, verdes, verdes como la cagada de un pato. Y mi cerebro hizo click: desapareció el dolor para dejar paso al sufrimiento. Las contracciones duelen (si tienes mala suerte y eres como yo), pero las contracciones con bolsa rota desgarran. Imagínate que te abren en canal, te estiran los intestinos y los usan para enrollarte la garganta y estrangularte. ¿lo tienes?, pues esto serían cosquillas comparado con aquello. Recuerdo una sola contracción antes de perder mi conexión con el cuerpo, pero esa fue suficiente para que Miguel entendiera que teníamos que ir cagando leches al hospital.

Entre los muchos superpoderes que desarrollé durante el trabajo de parto apareció el del cambio de sitio instantáneo. Cerré los ojos en el baño de mi casa y aparecí en la recepción de urgencias en medio de una contracción que me hizo ponerme de cuclillas en el suelo y gritar de dolor. Tengo un recuerdo borroso de ver la silueta de mi padre que salió del despacho y bajó al rellano de urgencias para soltarme un casual “niña, ¿pero qué haces aquí en el suelo?”. Con mi carácter lo podría haber mandado a la mierda, pero según parece ya me había partido en dos en medio del parking y en el camino de 500 metros del coche al hospital con los ojos en sangre y un dolor sufrido desde dentro, así que estaba demasiado agotada para ni siquiera intentar contestar. En mi cerebro solo había la idea que eso parecía inminente, que mi hija estaba sufriendo (recordemos que la gremlin cago en mi útero) y que era tan intenso que podría haber parido allí mismo en el pasillo. O eso creía yo.

Entré en la zona de maternidad a las 15.25 gritando que necesitaba antibiótico (me he olvidado de decir que di positivo en el estreptococo lo que significa que necesitaba dos dosis de antibiótico para que mi hija estuviera a salvo de bichos, sí, una de las muchas cosas del embarazo, las bacterias vaginales es lo que tienen). Una de las comadronas salió corriendo al unísono de mi contracción arrebatadora que dobló e hizo que diera un golpe a una bandeja llena de utensilios médicos que quedaron desparramados por el suelo a modo de caos profundo. En ese momento hubiera cogido un bisturí y me hubiera cortado las venas, y probablemente hubiera dolido menos que mi útero.

Tengo algún que otro flash de pequeños momentos. Recuerdo que mientras me desvestía la enfermera/comadrona/auxiliar o persona no identificada me dijo algo así como “contrólate” y yo la miré con una cara de esas que te dan una hostia mental de las que te quedas medio lerdo para el resto de tu vida. A eso yo le llamó empatía de mierda, lo siento. He de decir que luego la chica fue super amorosa y encantadora y respetuosa, que me dio un acompañamiento que le deseo a todas las parturientas del mundo mundial. Pero, tía, es que no entraste con buen pie.

Mi marido estaba aún con los papeles, la admisión o con lo que fuera y entonces la comadrona me dijo “ahora te pondremos la epidural” por lo que se ve yo ya iba preparada para eso y murmuré un “no quiero epidural y no me toques” muy digno y poco convincente. Mi marido entró y escuchó a las dos enfermeras susurrando con cara de flipe “¿ha dicho que no quiere epidural?” Entonces entró el ginecólogo (que dicho sea de paso me parece un hombre entrañable y fue magnífico conmigo) y me soltó algo así como “Mujer, Rosa, creo que ahora ya no tienes dolor, tienes sufrimiento, y si sufres esto va a ser muy largo, bueno vamos a ver cómo estás y luego decidimos, ¿vale?”

Y estaba… de tres mierda de centímetros. Lo digo así, porque no sé como expresar la desesperación que en ese momento demostré, fue como un jarrón de agua fría que me desencadenó en una angustia incontrolable. Porque con tres centímetros te podrían mandar a casa. He de reconocer que a mi me dieron un trato VIP y nadie, en mi estado de alteración de conciencia, sugirió que me volviera por donde había venido. Quizá porqué no había ningún parto en ese momento, quizá porque les apetecería hacer su trabajo, quizá porque me vieron incapaz de hacer nada que no fuera gritar, o porqué simplemente les di pena.

Creo que mi marido me pidió replantearme todas las ideas preconcebidas que había madurado durante los últimos 9 meses. Me dijo algo así como “¿te acuerdas cuando la comadrona nos dijo que aceptáramos cualquier forma en la que Arlet decidiera venir al mundo?” Pues, joder, podría haber escogido una menos dolorosa.

Allí había amor a raudales, lo digo en serio, las comadronas fueron cariñosas a morir. O por lo menos eso me contó Miguel, que se enamoró de ellas. Es una pena que eso lo haya olvidado y en cambio recuerde a la sin nombre de la anestesista. Porque lo suyo no tiene nombre y yo soy una señorita y no insulto a nadie, o si insulto lo hago con mucho glamour. Entró la chica, según cuentan, en medio de otro dolor de esos que te desgarran el alma y se instauran en el cerebro y tal cual la muy profesional dijo “Ah no, yo así no te pongo la epidural, si no te vas a estar quietecita me marcho y parirás con dolor”. Lo dijo con tono y rintintín, que si hubiera dicho con amor «necesito que te quedes muy quieta porque esto es muy delicado y si no lo consigo no te podré poner la epidural y me sabría muy mal porque no te voy a poder aliviar el dolor”, pues mira, la cosa cambia. Pero yo a estas alturas de mi vida ya sé que hay gente imbécil y que en su casa no se lo han dicho, y la ignorancia es muy mala. Estoy segura que esa anestesista es de la misma familia que la mala persona que dijo que las contracciones son como dolores de regla muy fuertes.

Puedo imaginarme a Miguel poniéndose tenso al otro lado de la cortina, vaticinado lo que sería la lluvia de sapos y salamandras que llegó a salir de mi boca ante tal muestra de violencia verbal en una situación tan y tan vulnerable. Seguramente solté insultos poco educados y la miré con esa mirada que solo los que me conocen identifican como el fin del mundo. No sé como la comadrona logró calmarme, seguramente con mucha mano dulce, pero me pusieron la epidural que yo no quería, quizá porque me sentía derrotada, quizá porque en mi cerebro se instauró el «yo no puedo hacer esto” y me rendí. Le cogí el gusto a no sentir dolor, muy probablemente porque pensé que si eso iba para largo, pues lo mejor era que me relajara. Pedí droga dura, para caballos. Y no te vayas hasta que no sienta ni el dedo del pie.

Yo es que soy del todo o nada, si ya no podía tener un parto sin epidural, ya me daba igual todo, así que no sentir nada en ese momento era lo único que me reconfortaba. Miento. Sentir, sentía muchas cosas, lo que no sentía era dolor. Asumí que si solo estaba de 3 cm mi hija no iba a nacer el 12 de marzo, sino el 13. Que en el mundo estuviera a punto de descontrolarse una pandemia mundial es una cosa sobre la que ya hablaré otro día. Yo estaba ahí con mi marido esperando que el tiempo pasará y tan relajada que si me hubieran traído un mojito y una hamaca me hubiera sentido como en el Caribe.

A las 17.17 (hora local del cerebro de Miguel) entró otra vez el médico, yo creo que más porque su jefe (mi padre) pululaba por allí que no porque tuviera la esperanza de que pasara nada. Y al examinarme se ve que soltó algo así como “Ui, niña si ya estás de 8 cm ¿cómo lo has hecho?” y yo, que estaba en el Caribe con mi copa balón y mis rollos, me reí y le dije algo así “ es que yo he entrenado mucho para esta maratón” Nadie me dijo la hora, yo no pensé en preguntar.

A las 18.20 volvió a entrar, supongo que porque sospechó que me habría dormido ante tanta ebriedad. Y al examinarme dijo “ bueno, pues esto ya está, ¿eh? Vamos a tener que empujar” ¿perdona? ¿Vamos a tener que empujar? No, no, no, ¡eh! Que yo no estoy preparada, como que ¿vamos? No, no, voy, que esto es algo que voy a tener que hacer yo. Se ve que le miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas y en algún lugar de mi cerebro se manifestó mi lado racional “Pero a ver, doctor, ¿qué horas es? No, no puede ser, hombre, que hace poco rato que he llegado. Yo aún no estoy preparada para esto, paso. Vamos a esperar un rato.”

Claro, como si esto se pudiera decidir. ¡Olé tú, Rosa!

Parí tumbada, sí, sí, como recomendó que no lo hiciera mi fisio del suelo pélvico, pero tenía, como yo había pedido, droga en sangre por encima de mis posibilidades. Parí tumbada y saqué a mi hija con toda la fuerza que ni siquiera yo sabía que tenía. (Otro día hablamos si te apetece de cómo empodera el momento parto. Algo tan brutal, tan fuerte, nos tiene que hacer sentir todopoderosas, se habla poco de eso, creo yo).

Había varias cosas que me daban miedo del parto antes de ese momento y que marcaron el transcurso de ese día. La primera era tener que usar epidural porque epidural significaba muchas cosas: oxitocina, posible episiotomía, fórceps… Yo es que soy de carácter dramático: si puede ir algo mal, irá mal. Vamos todo lo que yo no quería. Le tenía pánico a que me cortaran, en serio. Y por encima de todo no quería que nadie me practicara una maniobra de Kristeller. Lo tenía clarísimo. Pensaba arrancarle la cabeza a cualquiera que intentara acercarse a mi barriga con la intención de apretar para que mi pequeña alien saliera rápido. Bueno mira, tú, cada uno tiene sus manías.

Por lo que se ve yo iba amenazando al médico diciéndole que no me cortara y él, que debía flipar, me contestaba que “Niña, no te voy a cortar porque sí, solo si fuera necesario”. También amenace a la comadrona cuando se puso a mi lado, “como me aprietes te corto la mano”. Pero ella me tocaba la barriga para saber cuando venían las contracciones, pero yo por si acaso ya la había amenazado.

Mi hija salió al mundo a las 19.05. Con tres pujos y un, “ ¿en serio? ¿ya?”. Según Miguel , mi hija salió haciendo el tornillo porque yo pedí que el médico no la ayudara a salir, que le dejara su espacio, que los bebés, como tú sabes, ya se saben el camino.

Arlet salió al mundo rápido, con ganas de vivir y mucha luz. Y en el momento en que la tuve en mi pecho, el resto de cosas perdieron intensidad. Ahí recuperé la conciencia y perdí la noción del tiempo. Bueno esto lo perdí al romper aguas. Lo que fueron tres horas y media a mi me parecieron un suspiro.

Le canté “On my own” mientras la sostenía encima de mi pecho escuchando su corazón y oliendo su aroma, mezclado de sangre, y vida. Y en ese momento el mundo cambió.

Lo que yo no podía imaginar es que el 12 de marzo de 2020 el mundo no solo cambió para mi, sino para todos.

Hoy entiendo por qué no todos somos hijos únicos: el dolor del parto se olvida. Es como si te resetearan el cerebro al sostener a tu retoño por primera vez. Me pregunto si tuviera un segundo parto si tardaría dos horas en decidir si ese dolor de regla es una contracción o una simple molestia. ¡qué lista es la naturaleza, la jodida!

Maternidad apocalíptica: Soledad, sororidad, sentimiento

La maternidad es de las cosas más solitarias que existen. Está muy mal que lo diga, porque lo que queda bien socialmente es decir que la maternidad es lo más. Sí, a veces es lo más, pero en ocasiones es demasiado.

No quiero decir con eso que el padre de mi hija no haga lo que debe hacer (que no es ayudarme en ningún caso; ayudar significaría decir que el peso recae sobre mí y eso no es así: él hace su parte y yo la mía. Bueno, para ser sinceros a veces él hace la parte de los dos). Ojalá todos los bebés del mundo tuvieran un padre tan dedicado, tan paciente y dicharachero como el que tiene Arlet. Creo que, si existieran más padres como él, el mundo se ahorraría mucho dinero en terapia. Pero no, eso no deja de significar que la maternidad es de lo más solitario del mundo.

Llegas a casa después del parto con una persona nueva (vamos a obviar una pandemia mundial que te impide salir ni hacer nada de lo que se supone que deberías hacer cuando tienes todo el tiempo del mundo y acabas de ser madre) y ni siquiera os conocéis. Parece muy obvio, pero nadie te lo explica. Tu bebé es una persona nueva con su carácter, no contaminado con las mierdas de los adultos, vale, pero no deja de ser un nuevo miembro al que te debes amoldar y te das cuenta que no sabes nada. Y aquí empieza un sentimiento terrible: la soledad.

Te puedes sentir solo muchas veces en la vida, aún y rodeado de gente. Me pareció sublime la frase de Rose en Titanic que decía algo así como que le parecía estar en una sala llena de gente gritando y nadie se giraba a ayudarla (he parafraseado la frase porque obviamente no tengo tiempo de tragarme una peli de tres horas y cuarto). Así te sientes a veces siendo madre, te falta algo vital para la crianza: la tribu. Nuestros antepasados criaban los niños en tribu, hoy en día eso es muy difícil porque en el mundo moderno lo que mola es la individualidad, el poder con todo, ser superwoman. Hasta que no he sido madre no he entendido el porqué de criar en grupo. Encima, júntale a todo eso el que las únicas personas que conoces que tienen hijos (aunque sean de otra edad, con lo que encima están en una fase completamente distinta de la vida: ellas ven la luz y tu sigues en la puta cueva), que podrían entenderte, vivan a más de una hora en coche. Porque las que hay cerca no tienen hijos y eso me lleva al siguiente punto: la sororidad.

A mi me sorprende cuando una palabra se pone de moda. A día de hoy no paro de ver en las redes gente que se llena la boca con la palabra “sororidad”. La primera vez que la escuché la tuve que buscar en la RAE (será un defecto de traductora que llevo en las venas: los diccionarios me parecen muy útiles). Según su definición sororidad es “la relación de solidaridad entre las mujeres, especialmente en la lucha por su empoderamiento.” Bueno, la descripción es genial, pero aplicarla aún sería mejor.

Nos falta mucho de eso, lo digo en serio. A mi me sorprende gente que conozco que no tiene hijos y juzgan a sus anchas sin que, dicho sea de paso, tú no les hayas pedido la opinión. Me parece la hostia de la paradoja cuando quien critica es alguien que sí que tiene hijos. Tanto unas como otras son gente que se pasa la solidaridad y la empatía por el forro de los ovarios. Me encantan las que dicen que estar embarazada no significa estar enferma y que deberías hacer vida normal. Bueno, claro, si tienes un buen embarazo, ¿no? Porque ¿y si tienes un embarazo de mierda? Pero no, te juzgan si expresas que lo estás pasando mal. La sororidad significa empoderamiento, y no te empodera criticar a las embarazadas si, por desgracia, tienen un mal embarazo, si necesitan, por una vez en la vida, cuidarse a si mismas primero y, si es necesario, coger una baja a las ocho, diez o veinte semanas. No te hace menos mujer trabajar hasta la semana cuarenta, si sientes que tu cuerpo no da para más.

Las hay también las que te dicen que tener un hijo no les afectará a su vida profesional, que para eso esta su pareja que también criará a sus hijos y blablabla. Sí, perfecto: pon un cóctel hormonal postparto, añádele una pizca de pandemia, mézclalo con unas gotas de la mirada de tu bebé y dime que no te vas a sentir miserable el día que empieces a trabajar ocho horas y tengas que mandar a tu retoño a la guardería. En ese momento, cuando pases por esto, entonces si quieres intercambiamos opiniones, pero hoy yo no necesito que tú me juzgues. Si entiendes la sororidad y el empoderamiento como el hacer ver que tu vida sigue siendo la misma, como renunciar a la crianza de tu bebé, o peor aún, criticar a las madres que renuncian a la vida profesional para dedicarse a criar los suyos, entonces no has entendido nada. Te invito a que pases tú por las contradicciones constantes que significan pasar de ser primera persona del singular a primera persona del plural y sobretodo a dejar de juzgar. No te hace más malamadre escoger tu vida profesional, ni te hace más buenamadre criar a tu hijo/a el 100% de tu tiempo. Formas de entender la maternidad hay tantas como mujeres que son madres y cada una escogerá la suya. Y ¿sabes qué? La que escojas estará bien, por muchas opiniones no deseadas que escuches.

Luego hay esas personas que no entienden que tu agenda se ha llenado de una única actividad, a veces muy placentera y otras no tanto, que es la de estar con tu hija. Y si le sumas que eso te apetece un montón, ni te digo. Esto significa que la espontaneidad se ha reducido bastante para cualquier interacción social. Me explico: tu antes un viernes podías decir «¡vamos a tomar algo!» y no tenías que cuadrar con nadie el salir de casa en tacones y un bolso de mano pequeño. Ahora lo tienes que saber con tiempo, porque está claro que tu hija no se va a poder quedar sola por lo menos hasta el siglo que viene (con suerte) con lo que uno de los dos va a tener que quedarse en casa. Y aquí empieza la negociación: o sales tú o sale él y cuanto antes tengas esta conversación, antes podrás hacer planes. Me empieza a salir urticaria con esa gente que siempre va de culo y cuando intentas hacer planes a tres días vista (porque ya no te puedes permitir hacerlos a tres horas vista) te dices que “¡uf! es que con tanta antelación, no sé”. La antelación es la clave. Ahora puedo llegar a planear a dos semanas de vista una cena (y obviamente salgo de casa en tacones y un bolso ridículamente pequeño con el que tengo problemas para que quepan el móvil y las llaves del coche, porque el bolso pequeño significa que hoy no necesito más que eso: ni bibis, ni el chupete, ni el dudu, ni el mordedor, etc. Significa que por una noche soy yo, otra vez en singular). Pero es tan complicado a veces que agota.

Te he de decir que te salva el sentimiento de amor incondicional. Cosa que aunque te rebatan todas aquellas personas que no tienen hijos, existe y es inexplicable. Sí, mi hija a veces me saca de quicio, especialmente cuando llora porque tiene sueño y no se puede dormir. La parte positiva es que al final siempre se duerme, con esa cara de felicidad y ese reflejo de estar tan a gustito en tus brazos que por un momento esto te vale, no necesitas nada más, es suficiente.

Por desgracia, hay días en que eso es solo una parte de tu vida, que tu vida ves que ya no es tuya, que pasas de puntillas y no llegas a todo, o si llegas, llegas mal. Y la culpa, que se instala en tu ser desde el minuto uno, no te deja dormir. Pero por suerte tu bebé sigue dormido en tus brazos, porque para él/ella tú eres todo lo que necesita. Aunque tú necesites más. ¿te digo un secreto? Con el tiempo mejora, te lo aseguro.

Gina de Maria Climent

Gina es un poco como una Amélie decadente. Todo lo decadente que podría ser la película francesa si, en vez de estar ambientada en París, sucediera en el Delta del Ebro. No me malinterpretes: soy una fiel amante del Delta, me encantan los arrozales en invierno y los paisajes cerca del río, por no hablar de sus infinitas playas y los horizontes llenos de cometas de los que practican kitesurf en un mar que siempre parece un lago. Pero el Delta del Ebro tiene este punto especial, como de fin del mundo desaliñado, como si el glamour se hubiera desvanecido y solo hubiera quedado la realidad y el polvo de calles a medio asfaltar.

Comparo Gina con Amélie por varias razones. La primera es que Amélie es una película que suele gustar a todo el mundo y Gina es de ese tipo de libros que puede gustarte por cercano y por tratar un tema que nos toca a demasiadas: la crisis de las que estamos en los treinta y tantos y la maternidad que no llega nos sobrevuela la cabeza de manera monotemática. La segunda razón es que Gina tiene ese punto introspectivo y soñador que comparte con la película de 2001, como si le pudieras poner una banda sonora de esas de boulangerie de Montmartre. Y, por último, la tercera razón es que ambas te hacen sentir ese punto optimista que solo consiguen las pequeñas historias de la cotidianidad.

Pero Gina es mucho más: es la historia de una chica perdida, de alguien a quien de repente diagnostican una enfermedad que hace que tenga que decidir si va a tener hijos ya o si ya no los va atener nunca. Es una historia íntima y personal, pero fácil, quizá para mi gusto demasiado fácil. Es de esos libros que te lees en una sentada y un suspiro. Este pedazo de la vida de Gina transcurre entre dos tiempos, entre el presente y el pasado, y en tres lugares: Barcelona, París y el Delta.

No sabes muy bien cómo pero, las reflexiones de Gina parecen tuyas, como si estuvieran atrapadas en un ser que no eres tú pero que bien podría ser tu alter ego. Habla de las inseguridades y la sexualidad, de los miedos y las trampas de la vida y el final de la novela parece que sea el inicio de un nuevo comienzo.

De Grinch infantil a opositora a súper mami

Foto de Blasco Visual Media.

A mí antes no me gustaban los niños (bueno mi sobrinos sí, pero para un rato porque son intensos a morir) porque me parecían seres extraños que nunca supe cómo manejar. Cuando daba clases de inglés los trataba como adultos, hasta que un niño me pidió que le acompañara al lavabo para limpiarle el culo y yo pensé “¿por qué no se lo limpia él?” Pues obvio… no tiene ni cuatro años. Yo antes era una Grinch de los niños. Ni siquiera cogía bebés porque pensaba que se les podía caer la cabeza. De hecho, no cogí nunca ninguno hasta que nació Arlet y, por ser la madre, quedaba un poco mal decir que me daba miedo que el cuello se le partiera en dos y la cabeza saliera rodando como si de una bola de bolos se tratara.

A Arlet jamás se le ha caído la cabeza. Bueno, de hecho, ella la aguanta desde muy muy pequeña (como salga hiperactiva como su padre, los facturo a los dos a un internado en Irlanda, sin remordimientos, cuando ella entre en la pubertad). Antes de conocerla no tenía ni idea de nada que tuviera que ver con el mundo bebé. Si veía un nene por la calle era incapaz de decir si tenía 2 meses o 10 (aunque ahora las diferencias me parecen obvias), tampoco sabía que los bebés a veces tienen sueño y lloran porque no pueden dormir. Cuando esto le pasa a mi hija de casi 4 meses le digo que cierre los ojos y se relaje (obviamente eso no funciona, pero yo sigo intentándolo).

Me he dado cuenta que miro a los bebés diferente. Y a las madres, también. El otro día me estaba tomado un café sola en una terraza (sí, también oposito a malamadre y me tomo tiempo para mí) y vi un bebé mucho más pequeño que mi hija. Hay dos cosas que me sorprendieron de ese momento. La primera: fui capaz de distinguir que ese bebé no tenia apenas dos meses. La segunda: odié a la madre por estar tan delgada teniendo un retoño de esa edad. Lo siento, pero da mucha rabia ver mujeres en pleno postparto con una figura sin señal alguna de embarazo reciente. Esto debería estar prohibido para preservar la autoestima de las madres cuyo cuerpo va a tardar más de 9 meses a volver a ser lo que era antes (si algún día llega a ser igual, yo a mi entrenadora le he dicho que quiero que mi cuerpo sea mejor que antes, me podéis llamar optimista si queréis).

Ser madre me ha convertido en alguien a quien me cuesta reconocer. A veces me sorprendo cuando mi madre coge a mi hija y camina con ella en brazos como si fuera un saco de patatas y pienso “Mamá, ¡joder! que lo que llevas ahí es mi heredera, no una pelota de rugby”. Pero mi madre ha criado a tres niños con éxito y los tres hemos sobrevivido, así que intento sacarle hierro a la asunto; seguro que de niños sabe ella más que yo. Lo que no me explico es como hemos sobrevivido con mi padre. Supervivencia pura, supongo, el ser humano está diseñado para sobrevivir a pesar de tener padres despistados. Sin embargo me cuesta entender como las madres (en general, no la mía que se guarda mucho de decirme nada) son capaces de dar consejos como si fueran expertas. Tener un niño no te convierte en especialista, yo llevo una L de novata tan grande que puede llegar a doblarme el cuello. Cada niño es un mundo y probablemente a la persona que te está escuchando no necesita tus consejos en plan “yo sé más que tu porque ya soy madre”, sino simplemente quiere desahogarse.

El desahogo es importante. Está bien asumir que no puedes con todo. Esta bien decir que estás hasta los cojones de algo. Porque con una bebé todo parece que es más intenso y dramático (súmele encima tu tendencia innata a ser una drama queen por definición), sin una válvula de escape las posibilidades de estallar son muy altas. Yo llevo 4 meses imaginándome como una olla a presión hirviendo.

Yo antes tenia aficiones, lo digo en serio, me encantaban los restaurantes caros, pasar el día en Barcelona e ir al teatro. En realidad lo que me gustaba era salir de casa, en exceso. Hoy puedo decir que mi pasatiempo favorito es ver como mi gremlin se echa siestas a lo rollo koala encima de mi pecho. Es casi tan intenso como una obra de teatro en el TNC, solo que las siestas son gratis y van sin IVA. Jamás hubiera pensado que me apetecería tanto estar en casa. De hecho el plan para salir y separarme de ella tiene que compensarme y mucho, sino directamente digo que no puedo, que no me apetece o que la niña hoy tiene un mal día (sin quererlo se ha convertido en la excusa más rápida y efectiva. Y si alguien la cuestiona, pues la verdad es que tampoco me importa mucho).

Ser madre se ha convertido en mi trabajo favorito, y el que sorprendentemente hago mejor. Esto me hace pensar que quizás he sido una incompetente en los otros trabajos, porque estoy segura que este no lo hago tan bien (al menos no lo hago tan bien como el padre que tiene una paciencia infinita cuando la bebé no puede dormir y, en vez de intentar racionalizar con ella como hago yo, la acuna y la mece hasta que se duerme). Ojalá pudiera ser solo eso, ser mamá, sin importar el resto, me gustaría tener tiempo infinito y regalárselo a ella. Como por desgracia esto no es así valoro el tiempo más que antes. Así de rápido te cambia el cerebro al parir, tus prioridades y tu vida en general.

Sé que me vida no volverá a ser como antes. Mi experiencia vital postbebé me ha cambiado. Ahora mismo los niños me encantan (pero creo que solo mi hija y mis sobrinos, así que quizás sigo siendo la misma persona). Quizá por la pandemia o por la maternidad, o por una combinación de ambas, me gusta más que nunca estar en casa. Me he hecho un master en YouTube con Super simple songs, me paso el día cantado Incy Wincy Spider y Arlet se descojona, me invento historias con los peluches (que obviamente todos tienen nombre muy a Los Miserables: elefantine, león Marius, la rana Cossete y el dudú Jan Valjean. Si no sabes lo que es un dudú no te preocupes, significa que no tienes hijos, ya lo aprenderás algún día). Mi hija me mira como si yo fuera la persona más divertida del planeta. Y esto no hay obra de teatro ni Celler de Can Roca que lo supere.

Relatos confinados: Y el mundo cambió…

Entré en el hospital siendo Phoebe Buffay de Friends y salí convertida en Rick Grimes en Walking Dead. Mi hija Arlet nació el 12 de marzo de 2020 y salimos del hospital el 18 de marzo. Por si acaso, guardé el periódico de ese día, porque estoy segura que si le cuento esta historia cuando sea mayor va a pensar que estoy senil y yo no quiero olvidar ninguna de las lágrimas de impotencia que derramé esos días.

El 13 de marzo, mientras yo aún seguía con las hormonas puestas, mis ojeras y un moño enredado en el pelo, el gobierno anunció el estado de alarma. Nadie lo vio venir. Recuerdo interrogar a mi marido con la mirada y él contestarme con su sonrisa de optimista en plan “todo irá bien”. Maldita frase esta de “ todo irá bien”. No, nada estaba bien, pero yo aún no me había dado cuenta porque vivíamos en una burbuja con vistas a la calle más transitada de la ciudad, que permaneció demasiado desierta durante el fin de semana. Y mi burbuja estalló el lunes cuando me dijeron que mi bebé tenía que seguir ingresada (por algo que por suerte no tenía nada que ver con el coronabicho y no era grave) y por lo tanto no nos podíamos ir a casa: nos tuvimos que quedar ingresados y confinados.

Al darme el alta a mí, la doctora me dijo que si me apetecía podía ir a tomarme un café. justo después de decirlo aguantó la respiración y rectificó: mejor no salgas de aquí. En ese momento me pareció una exagerada. Decidí salir a buscar comida para mi marido, porque me apetecía respirar aire fresco y caminar. Obviamente hay muchas cosas que no te cuentan del postparto, como el terrible efecto de la gravedad la primera vez que te pones de pie después de dar a luz, pero hay cosas que una madre primeriza no debería vivir: el bofetón de realidad de salir del hospital y ver una calle desolada a las 12 de la mañana de un día laborable. De repente me faltó el aire y la voz y me fijé que los pocos transeúntes que caminaban por las aceras parecían trapecistas en la cuerda floja esquivando a cualquier persona que se cruzaban, porque todos éramos sospechosos de llevar una arma de destrucción masiva en el interior.

Cuando entré en el super me invadió el pánico. El silencio era tan pesado que costaba respirar, el cansancio me nublaba el juicio (no, tampoco te cuentan que en el postparto más inmediato caminar 200 metros es como correr una maratón) y la tensión de no tocar nada innecesario me creó un estrés que tardé horas en olvidar. Recuerdo, como si fuera hoy, escuchar mis propios pasos en el asfalto mientras me aguantaba las ganas de llorar. Mi vida había cambiado, sí, pero resultaba que el mundo también.

El virus me robó en un pispás mis primeros meses de maternidad donde yo tendría que haber estado tomando café mirando el mar, presumiendo de retoño y escondiendo mis quilos de más bajo un nuevo outfit de primavera verano conjuntado con toda la ropita perfecta que había preparado para Arlet y sus primeros meses de vida (ropa que dicho sea de paso, nunca nadie, excepto mi marido y yo, pudo ver y alabar). El virus también me robó el primer encuentro con mi madre, para mostrarle el ser tan perfecto que he creado, su lagrimilla recorriéndole la mejilla y achuchando a mi hija mientras yo hubiera hecho esfuerzos para pedirle que no la estruje así, que me la rompe. El dichoso virus me robo que mis sobrinos entraran en la habitación del hospital intentando ser silenciosos, que el mayor le cogiera el dedito con sus delicadas manos y que a la prima pequeña le diera un poquito de celos por haberla destronado de su bien interpretado papel de la pequeña de la casa. El virus me robó que mi padre estuviera ahí y me fuera a buscar un bocadillo de jamón (del bueno ¿eh? Papá, no me seas tacaño) y un café con doble de cafeína y que mi hermana me trajera todo lo que no pude comer durante el embarazo.

Nadie lo vio venir, nadie, porque esto se suponía que era una gripe, porque hasta ese día la coronavirus era solo un bicho asiático que los descuidados italianos contrajeron sin saber muy bien cómo . Pues llegó, llegó como llegó mi hija: con mucho llanto a su paso y dolor, un dolor mucho más intenso que una contracción, un terrible dolor que se nos aferró a las entrañas y ya nunca nos soltará.

Síndrome de Obligación Permanente

No fumes. No bebas. No comas gluten.
Haz deporte. Come sano. Duerme ocho horas.

¿Mi preferida?

Baja de peso.

Porque te gusta estar gorda, está claro.
Vas al médico y descubres por fin porque lo que comes no refleja quién eres. Es una frase genial esto de “eres lo que comes”. No todo es verdad o mentira. A veces hay otros factores. Entonces la ginecóloga te dice que bajar de peso te iría bien. La misma ginecóloga que te ha dicho que tus ovarios son inútiles, que tienes un problema hormonal, resistencia a la insulina y todas esas cosas que significan tener Síndrome de Ovarios Poliquísticos (SOP). Esta misma persona te pide que bajes peso con una dieta hipocalórica sin ningún tipo de indicación. Si tienes SOP sabes que esto no sirve, de hecho bajar de peso puede llegar a ser una puta odisea.

Hace tiempo que piensas que la vida ha dejado de estar bajo tu control. Es ella la que te controla a ti. “Y tú, ¿por qué aún no tienes hijos?” te preguntan. Y tú sonríes, hasta que un día vomitas la respuesta que siempre has querido verbalizar y nunca lo hiciste por educación. “Perdona, yo a ti no te pregunto sobre tu vida sexual, ¿verdad? ¿por qué tú a mí sí?” Y dejas a tu interlocutor boquiabierto incapaz de responder nada que no sea un “hasta luego” y alejarse corriendo. Entonces reflexionas y llegas a la conclusión que esto de decir lo que piensas, en el fondo no está tan mal.

En realidad contestas esto para esconder que te gustaría darles una fecha concreta, pero te sabe mal: no la sabes. Y déjame que te diga algo; a cierta edad todo el mundo se cree con el derecho de preguntarte estas cosas, no hace falta que te sorprendas.

Las enfermedades o síndromes no deberían definirnos. Si nos definieran diríamos “ soy SOP” y no “tengo SOP”. Las enfermedades se tienen, no se son. Es una cuestión de semántica básica; la lengua en su sentido literal no nos acusa, la sociedad sí. Sin embargo, al final la realidad es que te miran con esas cara de “ya eres mayor, se te va a pasar el arroz” y te juzgan por ser la hermana mayor que no tiene hijos. Pues mira yo con tu arroz me hago una paella, y de las buenas ¿eh? No de esas que llevan guisantes, hombre, ¡por favor!

El día que supiste que tenías (y no que eres) SOP también te informaron que tienes útero retroverso. ¿Quién mierdas se inventa estas palabras? ¡Son insultantes! Creo que tus padres no estaban inspirados el día que te concibieron, se debieron equivocar de posición, pero tampoco es su culpa. En el fondo, da igual, no sirve de nada lamentarse. Combinar útero retroverso con SOP hacía que la maternidad fuera algo que, naturalmente y siendo optimista, reducía las posibilidades al … ¿1%? No lo sabes, nunca fuiste buena con los números.

Entonces vas al terapeuta, porque las cosas que no arregla la ciencia suelen arreglarse por otro lado y entonces descubres, porque tú obviamente no lo sabías (léase en tono irónico), que estás bloqueada en el sentido más literal de la palabra: tienes una contractura en la pared del útero. ¡Madre del amor hermoso! Si se lo cuentas a alguien fijo que te mira con cara de “y, ¿qué mal gesto has hecho para contracturarte ahí?” Sí, tú también te lo preguntas. En realidad, hace tiempo que dejaste de hacerte preguntas y asumiste que tu vida nunca fue normal.

Pero, por favor, volvamos a la contractura. Vas a la terapeuta del suelo pélvico (sí, hay terapeutas de eso, por mucho que parezca increíble) y resulta ser una bruja (pero no de las malas, sino de las buenas, de las que te dan ungüentos que curan) que te confirma el bloqueo y, manualmente (sí, manualmente, saca tus propias conclusiones), te descontractura eso. Asombrada, sales de la consulta con unos sentimientos que no sabes verbalizar. Entonces te empiezas a preguntar, porque no vamos a engañarnos no puedes huir de tu carácter preguntón: 1, ¿cómo te has hecho una contractura en el puto útero? y 2, ¿cómo puede ser que en el mundo haya mujeres que se drogan, se alimentan de McDonal’s y tienen un estilo de vida dudoso y, aun así, consiguen quedarse embarazadas, así por arte de magia? Y tú, que haces todo lo que dicen los manuales, no eres capaz de quedarte embarazada pero, en cambio, te contracturas la vagina. ¡Tiene cojones la cosa!

Sí, racionalmente no es que no seas capaz, pero tienes un sentimiento que crece como un monstruo y muta durante el día. Te levantas pensando que hoy no vas a entrar en bucle, que hoy no lo pensarás. Vas a gimnasio, desayunas, sonríes. Todo controlado. Entonces hay el típico que te pregunta por tus sobrinos, tu contestas amablemente, porque adoras a tus sobrinos, y entonces, paaaam, la pregunta: ¿y cuando les darás un primito?. Entonces tu monstruo sale de la cueva, y como lleva toda la noche dormido, tiene hambre, hambre de ira y frustración. Te gustaría enviar a la puta mierda a esa persona, pero en vez de eso sonríes con un tímido “aún no es el momento”

Durante el día ves miles de señales que te recuerdan que el monstruo nunca se extinguirá. Ha llegado un punto que él tiene insomnio y juega contigo por la noche: dinamita tus sueños y tu descanso. Y a veces cuando todos duermen, tu monstruo baja la guardia y deja de ser culpa, porque la culpa es un sentimiento demasiado cristiano para ti, y se transforma, solo por un momento, en la esperanza que algún día alguien entienda que si nos dedicáramos solo a vivir, entonces las cosas fluirían. Mientras tanto sigues pensando que en la vida solo tienes obligaciones

No fumes. No bebas. No comas gluten.
Haz deporte. Come sano. Duerme ocho horas. Pierde peso.

Vive.

Reflexión: lo invisible de la felicidad

A veces me siento un bicho raro. Quizá debería existir un examen de aptitud antes que la naturaleza te permitiera quedarte en estado. Hay cosas que nadie te cuenta, y ya no es que no te lo cuenten, sino que te juzgan por contarlas tú.

Yo no firmé ningún contrato con la culpabilidad. Pero desde el primer día el cerebro te programa para sentir el miedo y la culpa. Yo no firme ningún contrato para ser unitema. Estoy embarazada, no me han realizado, que yo sepa, una lobotomía que me ha anulado el cerebro hasta tal punto que soy incapaz de tener conversaciones que no tengan que ver con bebés. Y de vuelta a la culpabilidad: cuando no te comportas como se espera de ti entonces te hacen sentir culpable. Lo tienes todo, debes ser feliz.

Sí, lo tengo todo. Todos los efectos secundarios de los que no te hablan. ¿qué psicópata inventó lo de las nauseas matinales? Eso es una mentira: puedes tenerlas durante todo el día. De hecho puedes llegar a pensar que tienes la gripe, o un virus, antes de recibir la preciosa (y, permitidme que os diga, aterradora) noticia de tu esperado embarazo. Nadie te prepara para el momento del positivo. El negativo es tierra firme; el positivo, arenas movedizas. Esas dos rayitas solo pueden significar una cosa: eso tiene que salir por algún lado, sí o sí. ¡Ai, Dios! Y aquí empiezas a salir de tu zona de confort. Déjame decirte que el embarazo será muchas cosas, pero te aseguro que hay una cosa que no es: confortable.

Una vez superas el primer trimestre, dicen, todo pasa. Bueno, eso lo dijo alguien muy optimista, e ingenuo. Nadie te habla de lo que te pasa por la cabeza y de las cosas que puedes llegar a encontrar en internet: uno de cada tres embarazos no llega a término. Vaya cifra ¿eh? Llevas dos años desparramando espermatozoides para que un campeón llegue a la meta y luego vas al médico estando de cinco semanas y te dice que es demasiado pronto para cantar victoria. Uno de cada tres. Por no hablar que el peligro no termina milagrosamente en la semana doce, ¿por qué nadie te cuenta que la eco de las 20 semanas (a parte de decirte el sexo, si el bebé se deja) te puede decir cosas terribles? Y entonces te entra la paranoia: ¿todo va bien? ¿y si tiene seis dedos? ¿por qué no se mueve? ¿este dolor es normal? Y tus pensamientos apocalípticos derivan en dudas más profundas: ¿Y si no le caigo bien? ¿cómo voy a cuidar de alguien si no sé cuidar de mi misma? ¿Cómo le voy a pagar la universidad?

Pero antes de la universidad pasarás por un embarazo. Y el embarazo no es fácil, bueno en realidad ya nada lo será a partir de ahora. A la que te duela algo y te quejes alguien osará decirte: “¡Ui, qué mal embarazo estas pasando! la verdad es que lo tienes todo.” No, no lo tienes todo, no te preocupes. Es solo que tú sí hablas de lo que tienes.

Apestas. Literalmente te cambia el olor corporal y no hay desodorante que lo cure. Dicen que la naturaleza lo hace para que el bebé te reconozca nada más salir. Aha. Bueno, vale, lo acepto. No voy a salir de casa en los próximos meses hasta que tenga un olor normal.

Dolor. Te duele todo. Bueno a estas alturas no hace falta que usemos eufemismos. Te duele el coño. Le puedes llamar de muchas maneras: pubis, chirri, los bajos, etc. Pero te duele. Y eso nadie te lo cuenta ¿verdad? Nadie te dice: pasé un embarazo genial pero durante los dos últimos meses me dolía tanto ahí abajo que no podía ni caminar.

Aprovecha para dormir ahora que puedes. Claro. Aprovecha mientras intentas girarte en tres fases porque el volumen de tu abdomen no permite los movimientos continuos. Lo que más me sorprende es que este consejo te lo dé alguien que ya haya estado embarazada. ¿tan fáciles son de olvidar las noches en vela antes de parir? ¿En serio? Esto también es un mecanismo de la naturaleza: todas esas madres que te aconsejan dormir han borrado de su memoria el tramo final del embarazo, sino no me explico por qué el mundo no está plagado de hijos únicos.

Hay miles de cosas más que no te cuentan, pero no voy a ser yo la responsable de la extinción de la especie. Si las contara todas, supongo que a nadie en su sano juicio le apetecería quedarse embarazada. Pero ahora, sabiendo lo que sé, me rió al pensar que lo que más miedo me daba era el parto. El parto, queridos míos, será el menor de vuestros problemas.