
Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.
Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.
Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.
O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.
Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.
Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.
Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.
En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.
Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.
Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.
Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.
Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.
Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.
Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.
No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.
Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.
No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.
No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.
No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.
Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.
Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.
Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.
Que solo me queda este libro que habla de ti.
Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.
Que no es casualidad que encontrara.
Que, por fin, te dejé ir.