Relato: Paralelo

Me marché a pie sin decirle nada. Cerré la puerta con cuidado mientras le oía silbar en la bañera. Imaginé su cuerpo desnudo arrugado como una patata vieja, un cuerpo que para mí acababa de perder cualquier atracción. Nerviosa, esperé el ascensor deseando que no hubiera oído el sonido de las bisagras al irme.

Era imposible que me hubiera oído. Él tenía su propio concierto desafinado montado mientras el agua de la bañera hacía espuma cubriéndole poco a poco. Calculé que no saldría de allí en por lo menos unos cincuenta minutos más. ¿Era ese tiempo suficiente para desaparecer para siempre de su vida? Yo seguía viviendo en la misma casa, él podría encontrarme. Y de repente me di cuenta: no me daba miedo que no me encontrara, lo que realmente me aterraba era que no me buscara. Desde fuera podía parecer que que él no intentara buscarme era el mejor de los finales que podría darle a esta historia. Pero yo jamás fui de buenos finales.

Me devolví la mirada en el espejo del ascensor y reviví los mensajes que había leído.

“¿Nos vemos mañana, mi amor?”
“Claro mi vida kedamos pa comer en casa de mi madre? Haber si mañana dormimos juntos”.

Y subí mentalmente la conversación, día tras día. Y cuanto más recordaba, más increíble me parecía que todo esto hubiera empezado dos años antes de conocerle. O sea: en realidad yo era la otra. Y no ella. En el espejo no me parecía que yo tuviera pinta de ser la amante. De hecho, si me hubieran preguntado jamás hubiera accedido a serlo. Yo siempre fui la única. La hija única, la princesa de papá, la reina de la casa, y la novia que merecía toda su atención.

Me ardía el cerebro. Literal, y no solo por sus faltas de ortografía a las que ya debería estar acostumbrada. La niebla que había empezado al ver un mensaje de casualidad, se convirtió en fuego, en humo que me invadía los pulmones, en un cosquilleo en la frente, en un sudor frío. Un tembleque de manos que no permitía sostener un móvil ajeno. Una visión borrosa, como si fuera una pesadilla. Y un momento de lucidez que derivó en una escapada desesperada y silenciosa. Después de cuatro años de relación jamás pensé que terminaría así. Sin un adiós, aprovechando que él se daba un baño de espuma en la misma habitación del hotel a la que volvíamos una y otra vez.

Y allí descendiendo los cinco pisos en ascensor, tuve que decirle adiós sin palabras. Porque yo me quería más que eso. Porque yo merecía más que eso. Y porque no huía. La huida solo se justifica cuando antes has hecho algo malo.

Descalza en la recepción, con el pelo enredado supe que en realidad eso era lo mejor que podría haber hecho. Pagaría toda una fortuna solo por verle salir del baño, con restos de espuma en el pelo, sin entender nada, en la soledad de una cama deshecha que aún olía a sexo. Hubiera suplicado por ser invisible, por verle esa mirada de perro tristón al darse cuenta que me había marchado. Y nada sería mejor recompensa al ver en la pantalla del móvil su nombre. Y todos esos mensajes que escribiría pidiendo explicaciones, hasta que viera que los mensajes que él no había llegado a ver ya estaban marcados como leídos.

Y quizá su inteligencia le permitiría sacar conclusiones. Deduciría que lo había descubierto. Se desesperaría. Lloraría. Se vestiría rápido, quizá bajaría descalzo como yo. Me buscaría donde mi coche ya no seguiría aparcado. Pediría un taxi. Llamaría a mi timbre y yo jamás le abriría la puerta.

Pero si todo eso ocurría, también significaba que yo jamás tendría una explicación. Y antes de cruzar la puerta de salida del hotel recibí el mensaje que había imaginado durante la huida. Demasiado pronto: debería haberlo recibido en casa. Me preguntaba cómo de rastrero sería pidiendo perdón, con qué faltas de ortografía se disculparía, cuál sería su estrategia para hacerme volver.

“como te atrebes a mirarme el mobil?????”

¿Y eso era todo? Ni una disculpa, ni un arrepentimiento, ni un ápice de intención de hacerse el mártir. Cuatro años, y ¿no merecía ni siquiera un uso correcto de la uve o la be? Eso, ni de lejos era lo que yo había imaginado.

Delante puerta de cristal respiré profundamente y cerré los ojos.

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Y en abrir los ojos por un momento he imaginado que ese día hace cinco años crucé la puerta para no volver. Una vez más el orgullo me jugó una mala pasada, no pude marcharme así, yo merecía algo más que una mierda de mensaje.

Antes de firmar el papel que me divorcia de él definitivamente, le perdono a mi yo del pasado haber caminado sobre sus pasos y vuelto a subir al quinto piso. Le perdono haber entrado en esa habitación, haber perdonado aunque él no lo hubiera pedido. Le perdono haberse quedado, por quererse poco a ella misma. Le perdono estos cinco años de prórroga y los dos hijos de un matrimonio que jamás tuvo que celebrarse.

Y ahora cinco años más tarde, por fin, estoy preparada para salir de este hotel, esta vez sí, sola y con zapatos.