Relato: el camino negro de baldosas amarillas

Hoy te regalo un relato que empieza con una frase de una amiga. Me permitió además usar su historia para inspirarme

Encontrarás aquí mi pequeño homenaje a las persona que en algún momento han tenido dentro la palabra «cáncer». Y también una manera más de agradecerle a mi amiga que me dejara usar su historia.

Todos creían que era una superguerrera, una heroína con capa. Pero en realidad solo era una chica normal con muchos motivos para vivir.

Porque si fuera una superguerrera seguramente esta hubiera sido una lucha más para salvar el mundo, pero en realidad no se vio con fuerzas para salvarse a sí misma.

“Tú puedes” le decían.
“Ganarás la batalla” la animaban.
“Te curarás, ya lo verás” vaticinaban.

Una vez leyó en un libro una frase que en ese momento odió. Decía así:

“(…) dos años largos de enfermedad—que no de lucha porque el cáncer no es una batalla que se libra contra alguien o alguna cosa, no es nada que dependa del esfuerzo de quien lo padece — (…)”

¿Cómo Sebastià Portell (el autor de la frase) podía ser tan soberbio? Eso lo pensó entonces, ahora entiende la frustración y las palabras de alguien que perdió un ser querido que no tuvo la oportunidad de vivir.

Toda la vida había creído que aquello era una lucha, una batalla contra un mal que según dicen afecta a una de cada ocho mujeres. Pero siempre había pensado que ella era de las del grupo de siete. No porque pensara que era inmortal; en realidad, como muchos, solo entendía la desgracia como algo ajeno a ella.

Y de repente, un día cualquiera, en una revisión cualquiera, encontraron algo que pasó de ser un bulto a ser el número uno del grupo de ocho. Porque…¿quién mierda inventa este tipo de estadística? Tan lejanas, tan ajenas a una misma, tan racionales e inhumanas. Hasta que te toca ser el uno, claro, entonces eso ya no es una estadística, es la realidad.

Estaba allí sentada, el día que le dieron los resultados de las pruebas, intentado convencer al médico que eso no era real, porque era demasiado joven, porque no entraba dentro del grupo de riesgo porque… la boda era en dos meses.

Pero en el fondo la discusión no era con el médico, porque él no podía hacer nada ante la evidencia científica de que, efectivamente, eso era un cáncer de mamá. La discusión era en contra de su propio cuerpo, que por un momento culpó por no saber defenderse.

Para ella, la vida se puso en pausa, y pasó de hacer pruebas de vestido a visitas médicas, a sesiones de quimio y empezó a oír eso de que ella burlaría a la muerte, de que fuera fuerte, de que ganaría. Como si ser fuerte pudiera escogerse.

Entonces entendió por qué no le gustó leer esa frase del libro: porque nos escudamos en que esa es una lucha que podemos ganar o perder. Pero en realidad salimos al campo de batalla con menos fuerza que el enemigo: jugamos con la desventaja de nuestro miedo.

Y ella lo sabía, todas las noches, cuando pensaba en su boda, en su vestido y en ese viaje que no tenía claro que pudiera hacer algún día.

Fue entonces que se dio cuenta que el regalo más grande que le brindo el cáncer fue el placer del tiempo con él. Él que estuvo en todas las sesiones, en todas las visitas posteriores, en todas y cada una de las noches en el baño. Él que le prestó su capa cuando ella estaba harta de fingir que aquella era una batalla que podía ganar. Él que nunca le compadeció, ni le dijo que tenía que luchar para vivir.

Porque “tener que” era una obligación que ella no podía asumir.

El cáncer le robó su boda, su pecho, su pelo, pero le demostró que sí, tenía muchos motivos para vivir.

Y él le mostró que el mayor motivo era la idea de felicidad que dibujaba en su piel cuando se sentaban en el sofá blanco del hospital, cuando la enfermera no le encontraba la vena o cuando se le secaban los labios y estaba tan agotada que no quería beber.

Tras cada uno de los efectos secundarios del tratamientos, allí estaba él, cansado y muerto de miedo, recogiendo el pelo del lavamanos, pero siendo fuerte para ambos, siendo su hogar, su abrazo, su fuerza.

Y cuando todo se volvía más oscuro, cuando ella odiaba que le dijeran “lucha que vencerás”, cuando esas palabras vacías llenaban el silencio, él volvía a recordarle que algún día se casarían y ella llevaría zapatos rojos y bailarían hasta que les dolieran los pies.

Hoy, que se mira las puntas de esos zapatos de Mago de Oz, ha juntado los talones y ha pedido que la lleven a casa, que la devuelvan a Kansas. Y al final del pasillo estaba él, frente al altar, sonriendo y moviendo los labios para recordarle que si seguía el camino de baldosas amarillas llegaría a su hogar.

Y con un “Sí, quiero” Dorothy volvió a casa. Limpia. Viva. Sin capa.

Si la vida te da un respiro…

En esta publicación te cuento la razón por la que llevas unos días sin saber de mí. Y de paso te adelanto algunas novedades.

Por cierto, la frase con la que empieza esta reflexión me la regaló mi hada madrina Puri. Quizá no es el relato que ella esperaba pero por lo menos es la reflexión más personal que he hecho hasta el momento.

Si la vida te da un respiro, respira sin pensar. Porque nunca sabes cuándo tendrás otra vez la oportunidad de parar.

A mí parar me cuesta mucho. Tengo ese chip implantado que me dice que estoy programada para “hacer cosas”. Sea lo que sea, siempre hay que hacer, hacer y volver a hacer.

Hasta que paré y respiré y entonces me di cuenta que poco me imaginaba yo que el 2022…

sería madre otra vez. Bueno, vale eso sí lo sabía porque terminé el año 2021 con una barriga de ocho meses y medio. Eso no me pilló por sorpresa.

Lo que me imaginaba era que sería el año del mayor cambio de mi vida.

Me hice una agenda, porque yo soy de esas que aún me apunto las cosas en papel (bueno en papel y en la agenda del móvil porque tengo una vida muy atareada). Y no pensé que la usaría para lo que la estoy usando.

Empecé el año de baja (no solo por estar a punto de parir mi segunda pandemial, que también), sino porque pasé un mal embarazo

Empecé el año sabiendo que había algo que no funcionaba

Y ya hemos terminado julio. (Por favor, tiempo, dame un respiro).

Y la vida ha decidido, sin esperarlo, que todo se vuelva inestable, inseguro y bastante locura.

Y la gran novedad de mi vida es que ya no trabajo donde trabajé durante 12 años y ahora tengo que encontrarme. Porque en el momento que me quedé en paro me di cuenta que al no estar trabajando, no me reconozco.

  • No reconozco mi calma. Si esto hubiera pasado hace dos años me hubiera hundido en la miseria.
  • No me veo reflejada en mi ritmo. Parece como que todo se ha pausado
  • No me identifico con mi nuevo yo. Porque llegué a creer que fuera de donde trabajaba no sabría hacer nada más.

Pero resulta que aprendí que mi trabajo no me define. Yo no soy esa Rosa. Soy mucho más que eso (o eso espero)

Y sin darme cuenta, miro mi agenda y ya no tengo que apuntarme cosas como “recordar a Miguel que recoja Arlet hoy que tengo no se qué” o “ comprar leche para Cloe»

Ahora me apunto cosas como… “Vas tarde con tu nuevo proyecto, haz el favor de focalizar.”

Bueno, a Cloe le sigo comprando leche pero no tengo la cabeza tan bloqueada como para tener que apuntarlo en la agenda.

Poco me pensaba yo que el 2022 cambiaría mi vida de esta manera. Sinceramente.

Los cambios asustan. Pero a veces los cambios que te obliga hacer la vida son necesarios. Me he dado cuenta que las cosas que no esperamos nos hacen reaccionar o hundirnos. Por suerte esta vez yo he decidido reinventarme.

Y por esto hace días que estoy en silencio, porque después de gestar y parir pandemials, si eso no fuera poco, he dado un giro radical a mi carrera. Y eso me ha dejado un poco descolocada.

Aunque si me conoces un poquito sabes que yo por la vida voy con plan b, c y hasta z si es necesario. Nunca dejo nada al azar. Siempre hay que ver todas las opciones. Obviamente llevo un Excel de todas las posibles soluciones a este problema pasajero.

Solo quería decirte que he vuelto. Vuelvo con ganas a escribir de todo, a leer de mucho y a reflexionar sobre maternidad de vez en cuando.

Así que me he tomado un respiro, que espero que no me hayas echado de menos, pero te aseguro que poco a poco volveré con novedades fantásticas. Así que si ya estás suscrito/a al blog serás la primera persona enterarte.

Y si no estás suscrita/o, pues no seré yo quien te diga que ya vas tarde 🙂
(para suscribirte, al final de la página de «quién soy» encontrarás una cajetilla para poner tu mail. Sí, lo sé, no es muy fácil, estoy trabajando en cambiar la web y vas a aluciflipar con la nueva)

¡Nos leemos!

A veces, ser madre me supera

Foto de Blasco Visual Studio

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Ya has pasado por la rabieta de ir a buscar al gremlin al cole y que te la lie porque no quiere subir al coche. Obviamente, tú has intentado evitar el momento dejando que jugara durante una hora en el parque de al lado de la escuela. Pero te voy a decir algo: las rabietas no se pueden evitar.

Se acompañan, pero no se evitan.

Tu hija ya te ha avisado a su manera que eso solo es un preámbulo de la posible explosión de lloros y gritos que vendrá cuando ya esté tan cansada que no sepa si quiere dormir, cenar o tirarse por las escaleras haciendo surf encima de una toalla.

Y tú a las seis y media ya has agotado toda la empatía y paciencia que tenías para pasar el día. TODA. Con lo que cuando ya ves que tira el yogur, porque… quería sacar la tapa ella, pero no podía, te ha pedido ayuda y, cuando lo has abierto, le has hecho la putada más grande del mundo porque quería hacerlo ella, entonces ya dices “mira, que llore y ya se cansará”.

Meeeeeeh. Error. Alarm. ALARM.

Y ya la tienes: niña en el suelo, dándose de cabezazos contra el mármol porque el bubú (yogur para los mortales) se ha caído. Y tú intentas explicarle que hay una gran diferencia semántica entre “caer” y “tirar”, pero eso le da igual, porque para ella se ha caído y que le digas que lo ha tirado aún le enrabia más.

Entonces decide quitarse la ropa y el pañal. Llora más porque se acaba de mear encima. Resulta que la niña te ha salido fina y lo de mojarse no le va. No quiere ducharse, no quiere el biberón de ir a dormir, no quiere chupete, no quiere dormir. Ahora sí quiere dormir, pero cuando la pones en la cuna lo que realmente quiere es ir a la bañera.

Y entonces tú colapsas. BOOOM, neuronas fuera.

Si ya has pasado por la aDOSlescencia, sabrás de lo que te hablo. Y coincidirás conmigo que como persona adulta con carrera, másteres, dotes de liderazgo, gestión de equipos y todas esas mierdas, en el fondo eres un mar de incompetencia.

Sí, a mí también me ha pasado. Me doy cuenta que tengo un tiempo límite para las rabietas que suele rondar la hora y media. A partir de ese momento, sin querer, me pongo a su nivel, olvido que es una bebé gestionando emociones y me vuelvo loca.

Bien, aquí es donde aparece mi colega: la culpa.

Culpa porque hoy le he gritado a mi hija, porque al final he tenido que sobornarla en plan “si no te pones el pijama, no te doy el chupete” (lo sé, súper Montessori, no me juzgues), porque de dentro me sale eso con lo que nos hemos criado (una buena hostia a tiempo…) y porque, ¡qué coño!, yo no tengo ni idea de criaturas, ni de bebés, ni de niñas que están en pleno descubrimiento de su carácter.

Y yo me pregunto, ¿para qué tanta formación si en lo más importante de la vida no sé como reaccionar? Pues para nada. Así de claro te lo digo. Un MBA que te prepara para llevar equipos y proyectos no te enseñará a gestionar dos bebés. De hecho, tener dos gremlins se asemeja muy poco a gestionar un grupo de veinte adultos con sus egos y sus mierdas. Bueno, en algo sí se parece: todos tienen mierdas y egos. Y el ego de mi hija me deja aluciflipada cada día.

Te diré más: cuando llega este punto en el que yo me pongo como un gremlin mojado y me transformo en el monstruo de las tinieblas, me ayuda mucho la distancia. Sí, sí, has leído bien. la distancia.

Llamo a Miguel y me aparto.

Y lloro. Porque llorar es lo único que me sana a veces. Derramo lágrimas por lo que he hecho mal ese día, me revuelvo en la culpa como un cerdo en el barro y respiro. Y me jode profundamente ver como, al llegar él, mi hija se convierte en un animal achuchable y mientras la oigo reír, yo me hundo más en ese sentimiento.

Pero luego pasa. Y sé que al día siguiente lo haré mejor.

Así que en conclusión: me encanta ser madre, pero a veces ser madre se me queda un poco grande.

Recuerda: lo estás haciendo bien.

Relato. Lo que la casualidad me regaló.

Y aunque las cosas nunca suceden por casualidad, ese día dudé de por qué el destino te cruzaba conmigo.

Bueno, no sé si dudar sería el verbo. Básicamente me cagué en todo. El destino me odia, no hay más.

Porque ya me dirás tú, cuánta gente va a las copisterías en pleno 2022. Como mucho universitarios que necesitan entregar algo en formato físico. Aunque yo creía que todo era digital, sinceramente. Quizá alguien a quien se le canse la vista con la pantalla y le guste oler un papel recién impreso.

O una aspirante a escritora con gracia bastante dudable que quiere imprimir su recién sacada-del-horno novela, para poder corregirla sin distracciones. O quizá un padre de familia, cuya mujer le ha mandado buscar dibujos para colorear y tenerlos entretenidos en las largas mañanas de verano.

Fue un momento fugaz, ese instante en el tiempo en el que el gato de Schrödinger sigue vivo antes de abrir la caja. Un momento en el que creí que ese perfume no era el tuyo. Porque seguramente no seas el único en usar esa colonia de Hugo Boss. Fueron unos segundos en los que yo estaba de espaldas a la puerta, que pensé que era un error. Aunque en el fondo había algo en mí que sabía que esa colonia solo olía así cuando la llevabas tú.

Estuve tentada de girarme cuando preguntaste por la última persona de la cola. Teniendo en cuenta que solo había una mujer en el mostrador esperando y yo, que estaba en el ordenador escogiendo el fichero, la pregunta en sí misma era bastante estúpida. Siempre fuiste un poco corto. Parte de tu gracias, quizá.

Hacía diez años que no nos cruzábamos. Diez. Años lentos y llenos de remordimiento por no haber sido capaz de construir algo mejor que lo que tuvimos. En el fondo yo no tuve nada. Tú, sí: tenias una mujer recién estrenada y un proyecto de bebé que dolía de solo nombrarlo.

En cambio, yo no tenía más que mensajes de texto porque WhatsApp era cosa de unos pocos. Tenía una habitación oscura en un piso compartido en el que entrabas a hurtadillas por miedo a que mi compañera te descubriera. Como si no fuera obvio que yo a Laura se lo contaba todo.

Nunca tuve nada de ti: nuestros años de relación clandestina no me dejaron ningún recuerdo físico. Bueno, uno sí, pero ese a ti no te lo puedo contar.

Me pregunto cuántos recuerdos tangibles tiene tu mujer de ti. Sé que seguís juntos porque dudo mucho que otra mujer te soportara. Estoy segura que ella habrá acumulado regalos de cumpleaños y aniversarios. Lo más probable es que cada noche le susurres “buenas noches” con un “te quiero” de modo automático.

Nunca te paraste a pensar que empezaste con ella estando conmigo. Que tenemos más años de historia de lo que somos capaces de recordar. Pero todo eso no importa, porque ese día te oí la voz y me paralicé.

Tantos años siendo amantes y nos hemos castigado con diez años de silencio. Y el día que voy a imprimir, por fin, la novela que me ha costado tanto escribir, resulta que nos cruzamos por casualidad.

Pero tú y yo sabemos que las casualidades no existen. Podría haberme girado, mientras esperabas que la señora decidiera ya si quería 20 o 22 copias del menú de Navidad. Podría haberme decidido a a mirarte a los ojos y darte dos besos como si nos hubiéramos despertado juntos el día anterior. Como hacíamos cuando éramos jóvenes, fingiendo que no éramos nada, siéndolo todo.

Podría haber sido valiente, desde la pantalla de ese ordenador. Acariciarte el pelo mientras te contaba que mi novela habla de ti. Mejor aún: podría haberte dicho que el día que decidiste dejar de vernos, yo descubrí que estaba embarazada.

No te hubiera contado que lo guardé en secreto para que tu fueras libre. Pero si te hubiera confesado que nuestra hija (porque era una niña) también aparece en mi libro. Quizá jamás descubrirás que ahora Aria es una niña de pelo fino y piernas largas. No te hubiera mencionado que se parece tanto a ti que duele.

Y, por un momento, en ese ordenador contuve el aire. Y todo lo que no dijimos se cruzó entre nosotros cuando me clavaste los ojos en la nunca.

No te muevas, dije, porque sabia que con 15 quilos menos, el pelo teñido de negro y recogido no me reconocerías de espaldas. Pero si me movía, seguirías mis pasos y la intuición te susurraría que esa mujer del ordenador era yo.

No respires, me ordené. porque cuando me pongo nerviosa me da por inhalar profundo y vacilo antes de coger aire por la nariz.

No te acaricies el pelo, musité, porque el tirabuzón que me caía en la frente era una señal de mi debilidad.

Cuando la dependiente me preguntó si quería imprimir ya o atendía a ese señor, solo moví el dedo índice con un ligero desdén. Algo muy sutil, casi transparente. Me concentré en mi imitación de estatua de hielo hasta que por fin te fuiste.

Y cuando conseguí imprimir, y antes que me dieran el ejemplar, me arrepentí tanto que me faltaba el aire.

Salí corriendo para darme cuenta que era demasiado tarde. Que me quedé sin tiempo y oportunidades, que no estabas en la calle, ni en mi vida, que borré tu número que me sé de memoria, que te desvaneciste.

Que solo me queda este libro que habla de ti.

Que ese día era el el cumpleaños de nuestra hija, Aria cumplía diez años.

Que no es casualidad que encontrara.

Que, por fin, te dejé ir.

Estaré sola y sin fiesta, Sara Barquinero.

“Estaré sola y sin fiesta” es una novela que te muestra de manera ágil dos historias paralelas.

Por un lado tenemos la protagonista: una joven que encuentra el diario de Yna en la basura. Su línea narrativa principalmente se desarrolla mientras busca qué fue de la autora del diario misterioso. Se junta en esa búsqueda una crisis existencial (que podemos achacar a la cercanía de los treinta) su hastío con la vida en general, la relación con su pareja, con su trabajo etc.

Por otro lado, mientras la protagonista busca respuestas a través de la investigación, descubrimos la historia de Yna, la persona que escribió el diario. Siempre conoceremos esta trama a través de las investigaciones de la protagonista, haciendo saltos temporales bien estructurados y que te guían a través del tiempo con mucha maestría.

Mientras lee el diario, la obsesión que tiene la protagonista de saber quién era Yna crece mientras viaja a Barcelona, Bilbao o Zaragoza para seguir las pistas que deduce del diario. Se pasa buena parte del tiempo buscando al supuesto amante de Yna, Alejandro. Sigue cada uno de lo indicios que encuentra y acaba encontrando a dos posibles candidatos.

Mientras todo esto pasa, su vida se queda como en pausa. El diario es una manera de escapar de una realidad que no le gusta ni le motiva. Su obsesión, casi enfermiza, le hace replantearse su entorno y muchas veces, dos vidas que parecían paralelas se entrecruzan para casi fundirse en una sola trama.

Te gustará este libro si empatizas con las protagonistas en plena crisis de adultez, si te gustan las historias bien tejidas y los interrogantes abiertos a una gran imaginación. El personaje principal está muy bien plasmado y su obsesión está descrita de una manera que acabas obsesionándote .

No leas este libro si lo que buscas es una novela de acción trepidante. Aunque pasan muchas cosas en el transcurso de las páginas, el ritmo no tiene nada que ver con la intriga y la gracia de las novelas de Agatha Christie.

Me sorprendió de este libro el primer capítulo: te habla de un gran hongo que existe en un bosque lejano y que se expande a través de la tierra. Hasta que no has avanzado bastante en las páginas de la historia, no entiendes el porqué de ese primer capítulo. Esa explicación detallada de un hecho científico parece no tener la más mínima importancia hasta que te das cuenta que te ayuda mucho a entender la psicología del personaje.

En mi opinión, Barquinero tiene un estilo bastante parecido al Lana Bastašić. No sé si es una cuestión generacional, que podría ser aunque entre ellas se lleven 8 años, o pura coincidencia. Leyendo «Estaré sola y sin fiesta» me ha parecido que el tono, la manera de explicarse, las inquietudes de los personajes, tenían bastante que ver con Atrapa la liebre. Aunque la historia no tenga nada que ver y las autoras sean de dos mundos totalmente distintos, me ha parecido curioso encontrar estas coincidencias en la voz narrativa.

Desde mi punto de vista, creo que una de las cosas que más engancha en este libro es el hecho que está en auge crear protagonistas en plena crisis existencial.

Esto sí me parece una un tema generacional. Creo que los que nacimos en los 80 y los 90 no nos cuesta nada vernos reflejados en historias que retratan uno de los principales problemas de nuestra generación: la pérdida de identidad, o más bien lo llamaría el caos identitario: somos una generación perdida entre el exceso de información, el exceso de formación, la falta total de motivación y la dificultad para llevar el cambio generacional que supone que antes la vida estaba pautada de una manera muy clara y ahora vivimos al día con inmediatez y casi con prisas. Yo creo que esto hace que empaticemos tanto con los libros cuyos protagonistas superan o pasan por una crisis de los 30 o de los 40 porque es más o menos lo que estamos viviendo todos.

No sé si Sara Barquinero es el descubrimiento del año, lo que sí puedo decirte es que vale la pena leerla.

Relato: Paralelo

Me marché a pie sin decirle nada. Cerré la puerta con cuidado mientras le oía silbar en la bañera. Imaginé su cuerpo desnudo arrugado como una patata vieja, un cuerpo que para mí acababa de perder cualquier atracción. Nerviosa, esperé el ascensor deseando que no hubiera oído el sonido de las bisagras al irme.

Era imposible que me hubiera oído. Él tenía su propio concierto desafinado montado mientras el agua de la bañera hacía espuma cubriéndole poco a poco. Calculé que no saldría de allí en por lo menos unos cincuenta minutos más. ¿Era ese tiempo suficiente para desaparecer para siempre de su vida? Yo seguía viviendo en la misma casa, él podría encontrarme. Y de repente me di cuenta: no me daba miedo que no me encontrara, lo que realmente me aterraba era que no me buscara. Desde fuera podía parecer que que él no intentara buscarme era el mejor de los finales que podría darle a esta historia. Pero yo jamás fui de buenos finales.

Me devolví la mirada en el espejo del ascensor y reviví los mensajes que había leído.

“¿Nos vemos mañana, mi amor?”
“Claro mi vida kedamos pa comer en casa de mi madre? Haber si mañana dormimos juntos”.

Y subí mentalmente la conversación, día tras día. Y cuanto más recordaba, más increíble me parecía que todo esto hubiera empezado dos años antes de conocerle. O sea: en realidad yo era la otra. Y no ella. En el espejo no me parecía que yo tuviera pinta de ser la amante. De hecho, si me hubieran preguntado jamás hubiera accedido a serlo. Yo siempre fui la única. La hija única, la princesa de papá, la reina de la casa, y la novia que merecía toda su atención.

Me ardía el cerebro. Literal, y no solo por sus faltas de ortografía a las que ya debería estar acostumbrada. La niebla que había empezado al ver un mensaje de casualidad, se convirtió en fuego, en humo que me invadía los pulmones, en un cosquilleo en la frente, en un sudor frío. Un tembleque de manos que no permitía sostener un móvil ajeno. Una visión borrosa, como si fuera una pesadilla. Y un momento de lucidez que derivó en una escapada desesperada y silenciosa. Después de cuatro años de relación jamás pensé que terminaría así. Sin un adiós, aprovechando que él se daba un baño de espuma en la misma habitación del hotel a la que volvíamos una y otra vez.

Y allí descendiendo los cinco pisos en ascensor, tuve que decirle adiós sin palabras. Porque yo me quería más que eso. Porque yo merecía más que eso. Y porque no huía. La huida solo se justifica cuando antes has hecho algo malo.

Descalza en la recepción, con el pelo enredado supe que en realidad eso era lo mejor que podría haber hecho. Pagaría toda una fortuna solo por verle salir del baño, con restos de espuma en el pelo, sin entender nada, en la soledad de una cama deshecha que aún olía a sexo. Hubiera suplicado por ser invisible, por verle esa mirada de perro tristón al darse cuenta que me había marchado. Y nada sería mejor recompensa al ver en la pantalla del móvil su nombre. Y todos esos mensajes que escribiría pidiendo explicaciones, hasta que viera que los mensajes que él no había llegado a ver ya estaban marcados como leídos.

Y quizá su inteligencia le permitiría sacar conclusiones. Deduciría que lo había descubierto. Se desesperaría. Lloraría. Se vestiría rápido, quizá bajaría descalzo como yo. Me buscaría donde mi coche ya no seguiría aparcado. Pediría un taxi. Llamaría a mi timbre y yo jamás le abriría la puerta.

Pero si todo eso ocurría, también significaba que yo jamás tendría una explicación. Y antes de cruzar la puerta de salida del hotel recibí el mensaje que había imaginado durante la huida. Demasiado pronto: debería haberlo recibido en casa. Me preguntaba cómo de rastrero sería pidiendo perdón, con qué faltas de ortografía se disculparía, cuál sería su estrategia para hacerme volver.

“como te atrebes a mirarme el mobil?????”

¿Y eso era todo? Ni una disculpa, ni un arrepentimiento, ni un ápice de intención de hacerse el mártir. Cuatro años, y ¿no merecía ni siquiera un uso correcto de la uve o la be? Eso, ni de lejos era lo que yo había imaginado.

Delante puerta de cristal respiré profundamente y cerré los ojos.

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Y en abrir los ojos por un momento he imaginado que ese día hace cinco años crucé la puerta para no volver. Una vez más el orgullo me jugó una mala pasada, no pude marcharme así, yo merecía algo más que una mierda de mensaje.

Antes de firmar el papel que me divorcia de él definitivamente, le perdono a mi yo del pasado haber caminado sobre sus pasos y vuelto a subir al quinto piso. Le perdono haber entrado en esa habitación, haber perdonado aunque él no lo hubiera pedido. Le perdono haberse quedado, por quererse poco a ella misma. Le perdono estos cinco años de prórroga y los dos hijos de un matrimonio que jamás tuvo que celebrarse.

Y ahora cinco años más tarde, por fin, estoy preparada para salir de este hotel, esta vez sí, sola y con zapatos.

El tranvía a la memoria

Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.

Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.

En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.

Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.

Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.

Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.

Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.

Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.

Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.

–Sois catalanas, ¿verdad?

A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto.
–Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.

Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?

Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.

–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado
–Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen?
–Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá.
–Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.

Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.

Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.

–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…

Valiente. Increíble.
Mi abuelo fue un héroe.

Ordesa de Manuel Vilas

Este libro es una oda a los padres y a la escritura. Es un templo al mundo interior. Ordesa es una arma de doble filo: te atrapa y toca la fibra, pero puede llegarte a empachar. Hay que estar preparado para leerlo, no te vale cualquier momento vital: hay que estar en calma. No dudo que si lo volviera a leer, prestaría atención a pasajes distintos a los que he subrayado ahora.

De la muerte de los padres se habla poco, quizá porque es algo que no va contra natura. Se habla más de muertes inesperadas, o dramáticas. Que un padre se muera antes que un hijo es, digamos, lo normal. A no ser que seas como yo y le tengas un pánico totalmente paralizante a la muerte; entonces ninguna muerte te parece natural.

Ordesa son recuerdos, mezclados entre la realidad y la ficción, donde Vilas demuestra un dominio de la lengua extasiado y armónico. Es un libro de poesía en ficción, lleno de sentimientos encontrados y nostalgia afirmativa.

He de confesar que algunas páginas me las leí en diagonal. No porque no fueran increíbles, que seguro que sí, sino porque en mi subconsciente no estaba preparada para ellas. Creo que es un libro a releer en diferentes momentos de tu vida. Estoy convencida que a cada lectura descubriría una joya más, pero no se puede asumir todo en una sola vez. Es necesario releerlo, a cachitos, saboreándolo con un buen café, con calma, como pasan los pensamientos en el libro. No es necesario leerlo de un tirón, ni engancharte a sus páginas de principio a fin. Es imperativo disfrutarlo, digerir sus párrafos, sin prisa, como una comida de domingo. Es condicional hacerlo de fin de semana a fin de semana, intercalarlo con otro libro, algo más light de ficción. Ordesa puede emborrachar, indigestarse, si no se toma en pequeñas dosis.

Me gustan los libros que mezclan cualquier tema con la escritura, es como si escribir fuera parte de todo, de cualquier vida. Me gusta subrayarlos a lápiz, pero confieso que a veces lo hago a boli, o simplemente paso de coger nada y doblo la página, sin más. Luego las releo para encontrar trocitos de una genialidad que ojalá yo fuera capaz de reproducir. Te pongo un ejemplo de Ordesa:

“Porque la materialidad de la escritura es la escritura. De hecho, santa Teresa escribió como escribió porque se le cansaba la mano de tanto meter la pluma en el tintero, de ahí su letra desganada y caótica y feroz y con mala sangre. Si hubiera tenido un boli Bic, su estilo habría sido otro”

Este es solo un fragmento de un capítulo en el que describe la impotencia de cómo se escribe. Con este libro, Manuel Vilas nos regala instantes eternos y deliciosos leer a gusto del consumidor.

Impulsos

Uñas hechas por Miriam estètica

“Hoy me he hecho la manicura, me he comprado un coche y he empezado terapia, y nada de esto estaba planeado cuando me he despertado a las 7”
“Ah, !qué guay! ¿has ido a hacerte las uñas? Y al final ¿le has dejado hacerte alguna decoración menos aburrida que tú?» le contesta Gina con tres o cuatro emoticonos (un exceso para su gusto)
“¿Un coche? pero si tu coche no era viejo, ¿qué coche te has comprado?” Contesta Alba en cuatro líneas. Nunca entenderá porque no puede escribir en párrafos: siempre que ella escribe, el móvil suena cuatro o cinco veces innecesariamente.
“¿Terapia? ¿Estás bien? ¿ha pasado algo???????” Mia siempre espera un drama en sus vidas, no puede evitarlo, se aburre soberanamente si no le pone un poco de emoción.
“Mmm… estás fatal de la azotea”, sentencia Cristina al cabo de un rato.

Su día ha empezado como uno cualquiera de vacaciones, con pocos planes y mucha pereza, hasta que desayunado y se ha dado cuenta que se le había roto una uña. Esto sería un dato bastante banal si no fuera porque ayer se gastó una pasta en hacérselas. Se ha cagado en todo y ha llamado al centro de estética para ver si se lo podían arreglar. Total, si no fuera porque jamás deja que le hagan cosas estridentes y con purpurina, no habría nada de raro en eso. Pero al llegar, ha resultado que el color de la uñas de ayer se había acabado y con resignación le ha dicho a la chica que le hiciera lo que le apeteciera. Mal, fatal: ha salido de ahí con unas uñas llenas de purpurina, de un rosa muñeca casi insultante. Cuando la ha visto, su chico la ha mirado con cara de “¿quién eres tú y qué has hecho con mi chica?” y ella no ha podido evitar pensar que este toque discordante en su look en el fondo le pega. De ella dirán que es muchas cosas, pero sobretodo dirán que es seria. Poco seria se puede ser con unas uñas de color rosa chicle y mucho brillibrilli.

Volviendo a casa el coche le ha fallado. Le molesta profundamente que las cosas dejen de funcionar. Cuando algo se estropea, deja de tener su función, se vuelve inútil. Y la inutilidad es casi peor que la incompetencia del mecánico que le ha dicho que la reparación le va a costar más que un coche de segunda mano. “Segunda mano, ¿yo?” Ha pensado indignada. Se ha dado cuenta que en el rostro del mecánico había una sombra de satisfacción sádica al dar la mala noticia mientras le miraba de reojo la purpurina de las uñas. Vale, sí, ¿que pasa? Llevo uñas que no pegan conmigo pero, en serio, ¿por eso debes juzgarme y decirme que me compre un coche de segunda mano? Así que ha llamado a su chico y le ha pedido que la acompañe a mirar coches.

Se ha dado cuenta que el comercial también le miraba las uñas, ¡qué manía de juzgar por la imagen! Quizá por eso él hacía ver que ella no existía y le explicaba a su chico que “este motor es mucho mejor, porque en la subidas le puedes dar gas”. En algún momento la ha mirado a ella y le ha sugerido que tienen un gran stock de coches usados. No ha podido evitar mirar a ese chico prepotente con asco, entonces de dentro le ha salido acercarse a un coche de exposición, mirar el precio de reojo para asegurarse que lo podía pagar, y decir. “me llevaré este, gracias”. A su chico se le ha desencajado la mandíbula al ver el precio, ella sabía de sobra que es el doble de lo que él esperaba, pero no puede con el desprecio. Se ha sentido insultada, le hubiera gustado decirle “mira, la que va a pagar el coche soy yo, así que más vale que me enseñes coches a mí y no a él, machista de mierda”. Pero en vez de esto, simplemente ha comprado un coche sin ni siquiera sentarse en él.

En el coche, después de firmar los papeles, el silencio era tan pesado que se paralizaba en los pulmones. Ella se miraba las uñas como si fueran las culpables de sus malas decisiones, aunque cada vez se convencía de que en realidad llevarlas así le daba personalidad y fuerza. Cuando han llegado a casa, él ni siquiera ha mencionado el hecho que “ir a mirar coches” se había convertido en un rápido “me acabo de comprar un coche” y, como él sabía que esperaba su aprobación una vez ya no había vuelta atrás, le ha susurrado “ te has comprado un cochazo, cariño”. Ella solo le ha respondido con un sonrisa.

Mirándose en el espejo del lavabo, ha sacado el móvil del bolsillo de los tejanos y ha llamado a Marta. Sabe que ella no va a poder ayudarla, porque sería muy raro, se conocen demasiado. Al marcar el numero, Marta lo ha cogido al medio tono. No está acostumbrada a las llamadas, con lo que ha pensado que quizá era importante.
– Marta, necesito que me des el número del mejor terapeuta que trabaje en tu gabinete.

Marta ni siquiera ha preguntado para qué necesitaba un terapeuta, le ha pasado el número tan rápido que le ha dado la sensación que esperaba esta llamada desde hacía tiempo.

Ha marcado el número del chico aún delante del espejo, como si su aspecto fuera importante en una conversación telefónica, ha aguantado la respiración y cuando él ha descolgado simplemente le ha dicho.
– Hoy me he hecho las uñas y me he comprado un coche, ninguna de las dos cosas estaba planeada cuando me he levando, creo que estoy intentando llenar un vacío que no sabia ni que existía, ¿cuándo podemos empezar con la terapia?
Ni por un momento se ha planteado ni presentarse. Ha oído una carcajada al otro lado de la línea.
– Podemos hacer una videoconferencia ahora mismo.
Y cuando ha empezado la sesión ella ha sentido que un enorme peso se le caía de las espaldas, como si la decisión de empezar terapia, fuese algo que llevaba tiempo pensando. Lo que le sorprende es que jamás antes se lo había planteado, ni siquiera sabía que lo necesitaba hasta que ha empezado a hablar y se ha caído tan mal a ella misma que le han dado ganas de darse un par de bofetones. Pero en el fondo sabe que las hostias no lo arreglaran, pero quizá este chico sí que la ayuda a arreglarlo. Él le ha sugerido que deje de controlarlo todo y que la próxima vez se pinte las uñas de un color más extremo.

Relato: Terapia

Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke por Pixabay

— Ana, ¿cuántas veces has ido a este restaurante? ¿Mil? ¿Cómo puede ser que te equivoques de salida?
— Va, Cris, que si doy otra vuelta te hago una ruta turística.
— Lo sabes que no puedes ir por aquí ¿verdad? Tienes que girar en el cambio de sentido que hay en la próxima salida.
— ¡No me jodas! Bueno, suerte que vamos con tiempo.
— Ana, ¡para!
— ¿Qué?
— ¡Joder! No pares aquí en medio, vuelve a girar la rotonda.
— Pero ¿qué te pasa ahora? —(casi me da un ataque al corazón)
— Había una mujer en ese descampado, parecía que pedía ayuda —(si no te hubieras equivocado de salida, no la habríamos visto; seguro que esto significa algo…)
— Ayudadme, por favor, ¡mi marido! Por favor, explícale al 061 dónde estamos, no consigo que me entiendan para que venga la ambulancia.
— Cálmese, tranquila, déme el teléfono, yo se lo explico. Ana, para el coche detrás del del señor que estamos en medio y provocaremos un accidente — (Joder, ¡Vaya Mercedes! Este coche debe costar como 100.000 euros) — ¿Sí? Hola, perdone, el señor ha parado el coche en la rotonda de la nacional, salida 33. No… Sí… no, no le conozco —(uf, ¿en serio? ¿Cómo voy a saber yo si está teniendo un ataque al corazón? No, no sé la edad del señor)— Ana, pregúntale la edad. ¿40? No, hombre no, la edad de la señora no, la del señor. 49. Si, 49. No… está consciente. Si… le duele el brazo izquierdo. A ver, yo creo que tiene un ataque de ansiedad: hormigueo, le cuesta respirar, corazón a mil, pero claro también podría ser un ataque al corazón no soy médico yo no sabría decirle.
— Si, Cris, parece un ataque de ansiedad— (Señora, ¿se ha planteado hacer alguna cosa útil a parte de llorar?)
— ¡Que todo el mundo se calme!— (A ver si recuerdo alguna técnica de relajación del curso de gestión de estrés, al final va ser verdad y me sirvió para algo. Este señor parece que está muy jodido)— ¿Cómo se llama?… Bien Joaquín, mírame a los ojos levanta la cabeza, muy bien, así— (Si me coges más fuerte la mano se me gangrenarán los dedos, ¡Ai!)— Ana, necesito una bolsa de plástico, tiene las manos agarrotadas— (Señora, siéntese me está poniendo nerviosa)— Venga, Joaquín, respira conmigo: inspira, cuenta hasta tres, espira contando hasta seis. Per-fec-to— (Me cago en todo, ¡mi mano! Me la vas a romper, ¿piensa llegar la ambulancia, ya? Yo no sé cuanto rato podré tenerlo calmado a este hombre, parece de verdad que se está muriendo)— No mires al suelo, mírame a mi, no pienses en lo que te ha pasado, tranquilo.— (¿Qué coño te ha pasado para que tuvieras que parar así de repente y ponerte como te has puesto?)— Señora, aguántele la bolsa que no se le separe de la boca.
— ¡No quiero que ella se me acerque!
— Vale, Joaquín, tranquilo. Ana, aguántale tú la bolsa— (Vete tú a saber lo que le ha hecho su mujer para que lleve este cabreo…)
— Tranquila señora, ya lo hago yo. —(Qué buen rollo se respira en esta familia)— Cris, ya oigo la ambulancia —(Suerte que ya vienen, este hombre está al borde de un ataque al corazón, no tengo tan claro que sea ansiedad)
— Venga, Joaquín, respira conmigo, ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor? ¿No? ¿Dónde te duele ahora?
— Me duele el corazón.
— Es normal, Joaquín, has tenido un ataque de ansiedad, el corazón te va a mil ¿verdad?— (Ana, llévate un ratito a la mujer que me está poniendo nerviosa)
— No, lo tengo roto.
— Joaquín, no llores, mira la ambulancia ya está aquí —(¿En serio esto es por un desamor? Y yo soy la dramática, ¿sabes?)
— Mi amor, la ambulancia ya está aquí, dame la mano que te acompaño.
— ¡Ni se te ocurra tocarme!
—Está bien, Joaquín, ya te ayudamos nosotras. Ana, cógele del brazo— (¡Cuánto amor!)
— Venga mi amor, que ya vamos a ver el doctor, dame la mano.
— ¡Te he dicho que no me toques! A ver si piensas las cosas antes de hacerlas.
— Perdone, señora, antes de irnos, le recomiendo cerrar el coche y quitar los intermitentes. Estamos en un descampado, de hecho no creo que deba dejarlo aquí.
— Está bien. Ana, dile a la señora que coja el coche y yo me subo con Joaquín al la ambulancia — (¿En serio pensaba olvidarse del coche?)
— Es que yo no sé conducir esté coche, es de mi marido y es automático.
— Tranquila, ya se lo traigo yo al CAP, Ana, tú irás detrás y yo conduzco el coche de Joaquín —(Ya he conducido automáticos antes no puede ser tan difícil)— bueno nos vemos en el CAP
— Y ahora, Cris, ¿qué hacemos? ¿Tú sabes conducir esto?
— Fácil, Ana, es automático. Solo hay que poner la palanca a la D y ya está. ¿Dónde está la puta palanca?
— ¿Qué quieres decir con esto de dónde está la palanca?
— Joder pues que los coches automáticos tienen una palanca donde los coches normales tienen a caja de cambios. La R es para marcha atrás y a D para tirar hacía delante. ¿Dónde está la palanca? Y, ahora que lo veo, ¿dónde está el botón de freno de mano?
— Escucha, ¿tu ex no tenia un Mercedes?
— A ver, Ana, ¿crees que llamaré a mi ex, a quien dejé plantado en el altar el día de la boda, para preguntarle como se conduce su coche?
— Yo no conozco mucha gente más que tenga un coche de lujo como este, la verdad, Cris, estamos jodidas, a ver si éstos van a pensar que les hemos robado el coche.
— ¡Espera! Conozco a alguien más que podría saber de coches de estos! Dame mi móvil.
— ¿Conoces a otra persona con un coche así? ¿Soy la única persona que conoces que tiene un coche normalito?
— Tschhhh… ¿Arnau? ¿Cómo estás? Escucha, luego te cuento, pero me tendrías que explicar cómo se conduce tu coche. Si… todo bien… bueno resulta que tengo que mover un coche y no encuentro la palanca de cambios y es el mismo modelo que el tuyo… Aha… o sea las marchas están en el volante… si, ya las veo… hace un ruido raro el coche… hay un aviso que debo sacar el freno de mano… ¡ah! Está donde en mi coche esta lo de abrir el capó, ¡claro! Bueno ya está te dejo ¿eh?…Si, si ya hablaremos. Muchas gracias.
— No quiero empeorar la situación, Cris, pero le podrías haber preguntado como subir el respaldo, te va a ser muy complicado conducir con el respaldo tan inclinado, por cierto ¿quién es Arnau?
— ¡Mierda con el respaldo! Bueno, es igual, no voy a volverlo a llamar por esto. ¿Arnau? Ah! Nada, mi ex de la uni. No preguntes, solo hacía 10 años que no hablaba con él. Anda, ¡nos vamos!
— Vamos, todo tan normal…

— Joaquín, qué bien que ya te hayan atendido, ¿Cómo te encuentras? —(Te ha cambiado la cara, ¿eh?
— Hola, mucho mejor, muchas gracias.
— No llores, hombre, ya ha pasado — (Qué vulnerable que parece un hombre de su edad llorando)
— ¿Le puedes dar tu teléfono a mi mujer?
— Claro Joaquín, no te preocupes, mejórate.
— Dame un abrazo antes de irte.

— Cris, ¿te das cuenta de la suerte que ha tenido este señor de que paráramos nosotras y no dos milenials desentrenados en el arte de la ansiedad?
—Si, Ana. ¿Qué le ha debido pasar?
— ¿En serio me lo preguntas? ¿No tienes ninguna historia de la tuyas en cabeza? Me decepcionas.
— Si, la tengo, pero estaba esperando que me la preguntaras. Ella le ha puesto los cuernos con el jefe de él, se lo ha dicho mientras iban en el coche camino a su segunda residencia de lujo a pie de playa, ¿Qué te pasa? No me mires así, mujer.
— Cris, si algún día quieres ser escritora, haz el favor de inventarte historias menos convencionales. ¿No querrás acabar siendo una E.L. James? O, peor, ¿una Stephenie Meyer?
— Joder, ¡al menos ellas están forradas! Vale pensaré algo mejor. ¿tú crees que llamará?
— Cris, claro que llamará, le has salvado la vida.
— Ana, eres una exagerada, no era un ataque de corazón, era un ataque de ansiedad.

— ¿Si?
— Hola, Cris, soy Joaquín. ¿Te acuerdas de mi? El tío que se moría en la carretera…
— Ostras, Joaquín, claro que me acuerdo de ti, ¿cómo estás?
— Bien… quería agradecerte lo que hiciste por mi el otro día, fuiste una gran terapeuta. ¿Dónde pasas consulta?
— ¿Consulta? No, no, no soy terapeuta. ¡qué va!
— Necesito terapia
— Si, Joaquín, todos necesitamos terapia.

—¿Por qué no le has preguntado qué le había pasado? Ahora nos quedaremos con la incógnita.
— Ana, a veces es mejor imaginar la vida que no que te cuenten lo que pasó de verdad.
— También es verdad, ¿has desarrollado ya una historia mejor? Cuéntamela.