
¿Sabes el hambre que tienes cuando de repente el director se acerca a tu mesa y te dice que tienes que preparar un viaje para dentro de dos días? Ese hambre que cuando miras el reloj y ves que son las cinco de la tarde y entre el Power Point, los vuelos a Viena, el hotel y concertar reuniones, te acuerdas que no has comido. Te hierve la cabeza, no puedes pensar, sientes el cerebro en el estómago, porque lo único que piensas es que hoy es Nochebuena de los cojones y comerás hasta reventar. Y no puedes pensar más, porque hace ya casi veinticuatro horas que no comes nada. ¿Tienes clara la sensación? El dolor, el hambre, la mala leche, las pocas ganas de hablar. Solo piensas ¿qué he cocinado hoy? Y ya son las seis y aun no te has sentado a comer. Ahora sí, ¿no? Pues esta es la sensación permanente con la que vive alguien con síndrome de Prader-Willi. Así de crudo, famélico, cruel.
–Aga, ¿qué cenaremos hoy?– dice él mientras le tira la pelota a los pies.
Debería pensar, cuando va a cenar a casa de sus padres, que siempre acaba en el jardín, jugando a pelota y cepillando a la perra. Su atuendo de combinación de zapatos de Steve Madden, comprados en Nueva York, y vestido negro Desigual, de esos que tienen una tela imán para los pelos, no es la adecuada.
–Pues no lo sé, pero acabas de merendar, y mira te acabo de marcar un gol –Aga le contesta como para no darle importancia.
El arte de despistarlo, de tenerlo entretenido para que no recuerde el vacío, la ira, la angustia, el malestar que le provoca el hambre. Él arruga la frente y se indigna, porque ahora la odia mucho, porque tiene hambre.
Esos pequeños neurotransmisores que todos tenemos, que nos avisan que ya estamos saciados, él no los tiene. El síndrome de Prader-Willi se conoce como la enfermedad de los mil síntomas: tan difícil de encontrar, sin cura, una enfermedad rara. Niños con alta empatía, sensibilidad, incapacidad por vomitar, con un retraso del crecimiento, que nacen con las plaquetas bajas (y ¡cómo te das cuenta de la necesidad de tener un buen número de plaquetas en sangre cuando te faltan!), niños que nacen como si fueran sietemesinos, con poco tono muscular, con tendencia a la obesidad, niños con TDAH, etc. Pero lo peor es el hambre: la continuidad de la tragedia, la necesidad vital de controlar un instinto incontrolable. Un sentimiento inhumano.
Y de repente, de la punta de esos Steve Madden, se traslada a la cafetería de la universidad, con la cabeza apoyada en las manos y la nariz hundida en el café con leche y confusión.
–Ostia, que me llevaré tantos años con mi hermano como los que me llevo con mi madre. Mis padre están locos. ¡Joder! – Águeda no se tomaba nunca en serio a su madre con veintitrés años. De hecho ¿quién se toma a sus padres en serio a esa edad? Cuando mamá le dijo hace años que tendría otro hijo, Águeda la miró como si hubiera fumado un porro. Pensó que mamá tenía cosas así a veces, que con cuarenta y cuatro años ya iba cuesta abajo. Y sí, sería hermana mayor, así, sin avisar. ¡Qué responsabilidad! Podría ser la madre de su hermano.
Se llevaba veintitrés años con su madre, se llevaría veintiuno con su hermano. La cosa, en frio, daba un poco de miedo.
–Yo ya le he dicho a mi madre que si es suficiente mayor para tener un hijo, también lo es para entender que yo no cambio pañales ni hago de Mary Poppins.
Y aquí están, diez años más tarde, la perra, Gael y ella. Y no cambió ningún pañal, ni opositó a Mary Poppins del año, pero ahora parece que Gael siempre ha estado en sus vida.
–Aga, pásala! –y le sonríe, porque tiene una sonrisa de niño, de esas que enamoran y los veintitrés años que les separan no son nada: Águeda y Gael son iguales, excepto que él siempre tiene hambre. Ahora él se aparta un mechón de pelo de la cara y Águeda recuerda el café con leche y piensa que quizás no fue una locura.
Y lo vuelve a mirar, se congela de frio y el vestido está lleno de pelos de perra. Han empezado a pincharle la hormona de crecimiento, como a Messi ¡qué honor! porque según parece a los niños con esa enfermedad les va bien, porque no crecen. Y ¡cómo ha crecido! Está en ese punto preadolescente que la nariz le empieza a crecer y los rasgos se afean. Si mira las fotos de hace un año, ha pasado de ser un bebé entrañable a un impertinente de su edad. Y se le acerca y lo abraza porque se da cuenta que el tiempo pasa, y no volverá a ser un niño otra vez.
–Aga, ¡déjame! –realmente era un niño de diez años, dejaba el nido de su superheroína , para hacer las cosas de niño de diez años. Y mira y piensa que hay días que lo estrangularía, pero en el fondo es adorable.
–Va, vamos a cenar –y es decir la palabras mágicas y él deja la pelota, tira la portería al suelo y entra como un cohete a casa. Y cuando Águeda traspasa la puerta, él ya está en la mesa, riendo y moviéndose nervioso. Porque por fin puede comer. Por fin todos pueden comer.