
Me quedé sin batería en el móvil. Eso quizá ahora no tendría importancia, pero en 2005 no estábamos acostumbrados a llevar baterías adicionales, ni cargadores de coche. De hecho, en 2005 el móvil no era tan importante. A no ser que condujeras por una ciudad desconocida, por el lado contrario de la carretera, con un móvil conectado a un artilugio que lo convertía en GPS sirviéndose de magia.
Porque en 2005 no alquilábamos coches con GPS. Ni teníamos móviles con pantallas grandes que se conectaban a Google Maps. En 2005 vivíamos en la prehistoria tecnológica. Pero había gente como él que siempre tenía lo último en tecnología. Y obviamente un aparato que se enchufaba a tu móvil y lo convertía en un GPS era lo más.
Y más si querías cruzarte el norte de Inglaterra así a lo loco de este a oeste, sin tener ni idea de inglés, como si la aventura fuera a salvar una relación que estaba acabada desde hacía tiempo.
Pero me quedé sin batería en el móvil. En medio de Manchester, en lo que parecía ser un día de festival porque las calles estaban repletas de gente con camisetas de los equipos de fútbol de la ciudad.
– Mira, hoy es el derbi. Juegan el Manchester United y el Manchester City. ¡Qué suerte hemos tenido!
– ¿Suerte? ¿En qué mundo vives, David? ¿Tú te piensas que, así porque eres tú, vas a encontrar entradas para ver el partido sin tener que donar un riñón para pagarlo? ¿Tú me has oído cuando te he dicho que me he quedado sin batería en el móvil? No tenemos ni puñetera idea de cómo llegar a Durham, nuestro inglés es una mierda y tú eres suficientemente guay para comprar un aparato que convierte el móvil en GPS pero no lo eres para traer un móvil con batería?
– Claro, ahora será mi culpa que te hayas quedado sin batería, ¡no te jode!
– No, tu culpa es no haber alquilado un GPS, como todo el mundo. Se llaman TomTom ¿sabes? Son súper útiles te llevan a los sitios sin necesidad de tecnología de la NASA. Pagando, vamos.
– Claro, María, como te sobra la pasta…
– Si me sobrara la pasta pagaría a alguien para que te acompañara hasta Durham a ver una catedral que me importa una mierda y que tú solo quieres visitar porque ahí se grabaron algunas escenas de Harry Potter. En serio, ¡madura ya!
Llevábamos desde Liverpool discutiendo por tonterías. Era muy consciente que la idea de recorrer todos los escenarios donde se grabaron las pelis de Harry Potter hasta el momento no era la mejor de mis ocurrencias. Primero, que Harry Potter me importaba un pimiento. Segundo, que intentar salvar una relación en un viaje donde el cincuenta por ciento del tiempo teníamos que estar los dos en el coche, solos, conduciendo por el lado contrario, con el único pasatiempo de criticar lo mal que conducía el otro por el puro placer de discutir no era precisamente un plan romántico.
Sabía que el romanticismo murió mucho antes que la batería del móvil. Mucho antes de aterrizar el avión. Es solo que me resistía a aceptarlo. Pero estar allí, un siete de diciembre, congelada, en una ciudad desconocida y lejos del siguiente hotel sin saber cómo llegar y que él se planteara ver un partido de futbol sabiendo que el deporte me aburría soberanamente, pues eso sí que para mí era el fin.
Decidí no discutir. Salvé como pude el tráfico alrededor de estadio y aparqué. Intenté contener las ganas de estrangularle. Tenía la esperanza de que acabaríamos rápido: haríamos la cola en las taquillas y si con suerte quien nos atendía entendía nuestro inglés de rebajas, nos diría que no había entradas y nos iríamos por donde habíamos venido. Lo peor que podría pasar era que nos ofrecieran unas entradas astronómicamente caras y David se planteara gastarse el presupuesto de lo que nos quedaba de viaje en un simple partido.
Estaba enfadada porque él parecía no entender, por puro egoísmo, que lo único que me apetecía era llegar al hostal en Durham y dormir, olvidarme de los quilómetros de ese día y despertar al día siguiente pensando que esa relación aún se podía salvar. Todos los días ponía el contador de mi paciencia a cero, pero de eso él no se daba cuenta.
David estaba de buen humor mientras esperaba en la cola. Hablaba como si no nos hubiéramos quedado sin batería, como si no hubiéramos tardado una hora en aparcar, como si tuviera alguna esperanza de ver el partido. Hablaba de Cristiano Ronaldo como la estrella del Manchester United, de cómo el estadio Old Trafford era según su punto de vista uno de los estadios más bonitos de Inglaterra. Y, a cada pausa, se me iba agriando la cara y se me iba hinchando la vena del cuello, hasta tal punto que tuve que quitarme la bufanda para no ahogarme.
Era imposible ser borde con la chica que nos atendió; su sonrisa emanaba un optimismo casi insultante, dadas las circunstancias. David empezó a hablar a trompicones y cuando llevaba media frase, la chica de la taquilla levantó la vista y dijo:
– Quillo, ¿tú también eres del sur, no? Me puedes hablar en castellano, que soy de Cádiz.
Me explotó una carcajada en la boca. Tanto pavonearse de su inglés de mierda y cualquiera con tres frases adivinaba su origen. La chica me miró con complicidad y volvió a dirigirse a David.
– Un mal día para intentar conseguir entradas, además hace un frío de mil demonios. La mayoría de entradas que quedan, que son pocas, son carísimas.
Suspiré tranquila. Por fin ya podríamos irnos y empezar a discutir sobre lo realmente importante: el móvil no encendía y no sabíamos cómo llegar a nuestro destino.
– Aunque, siendo paisanos como sois, creo que hay un par de entradas que os podrían gustar. ¿qué os parece si os las dejo por treinta libras?
Y la odié, con todas mis fuerzas. No solo porque se acababa de esfumar la esperanza de no tener que malgastar más de tres horas de mi vida viendo un partido que no me importaba, sino que encima esa chica me había engañado con esa cara de mojigata.
David pagó sin pensar, cogió las entradas y me agarró de la mano para buscar el acceso al palco. Empezamos a caminar entre la multitud, dando vueltas por los bajos del estadio y a cada puerta que descartábamos, empezábamos a pensar que la chica nos había vendido unas entradas que no existían, ya que todas las entradas eran letras y en nuestros tiques especificaba claramente el número “22”.
A la segunda vuelta agotadora, yo había perdido la esperanza de poder volver a casa sin mencionar lo gilipollas que era David y lo fácil que era engañarle, pero él no admitiría tal cosa, así que se acercó a un chico de seguridad y le tendió las entradas.
El chico se puso recto enseguida, hizo una reverencia y nos escoltó hasta una entrada que era diferente al resto. “Private VIP lounge”. Una azafata nos acompañó a un ascensor que nos llevó al último piso lleno de salas privadas enmoquetadas y mesas con cubertería victoriana. Yo no daba crédito, pero David estaba eufórico.
– ¡Qué maja la chica! Nos ha dado entradas VIP.
– En serio, tío, tú naciste con la puta flor en el culo. No solo ha coincidido que hemos llegado a Manchester el día de derbi, que encima te has encontrado con la única vendedora de entradas que tenía dos invitaciones VIP y nos las ha vendido por un precio de mierda. Yo de verdad que alucino. Ya si nos dan de comer, ni me lo creeré.
La azafata se paró ante una puerta y abrió solemnemente, nos presentó nuestro camarero personal y nos deseó una buena velada, no sin antes sugerir una copa de champán y las gambas.
Me espachurré en el sofá, pedí un café con leche, saqué la libreta y tiré el móvil en la mesa. Por decimocuarta vez en los últimos cinco días, abrí la libreta, leí las lista de la columna “razones para dejarle”, giré la página y levanté la vista para observarlo. Y allí estaba él, como un niño chico, emocionado, amorrado al cristal. Y aunque la lista en la columna de “razones para NO dejarle” seguía vacía, me contagió la emoción de la suerte. Y una vez más, me quedé.