Lo que 2020 debería haberme enseñado (y yo, en realidad, ya sabía)

Durante el confinamiento, escuché cosas que me parecían demasiado optimistas. Yo no confío mucho en el ser humano, me parece increíble que aún no nos hayamos extinguido, supongo que es cuestión de pura suerte. Porque si no, no me lo explico, en serio. Me harté de escuchar cosas como “cuando podamos salir, nos tomaremos la vida de otra manera”, o bien, “valoraremos mucho más lo que tenemos”. Pues está claro que no, porque somos tan imbéciles que cometemos los mismos errores que antes: seguimos inmersos en nuestra vida, en el trabajo, en todo aquello que no es importante. En realidad creo que incluso somos peores que antes: porque no hemos aprendido nada, pero es que encima muere gente todos los días y ni nos inmutamos. Antes éramos así por desconocimiento, ahora somos iguales pero con una pandemia de experiencia.

El 2020 debería haberme enseñado que la realidad supera la ficción. Bueno, solo tengo que recordarte que mi hija nació el doce de marzo, con esto te lo digo todo. Ya te expliqué que entré en el hospital y el mundo era normal. Cuando salí, era un puñetero capítulo de una serie mala de zombies. Jamás volveré a reírme de los guionistas de las películas estúpidas sobre el fin del mundo, a ninguno de ellos se le hubiera ocurrido que habría saqueos en el supermercado por nuestro bien más preciado: el papel de váter. En muchos aspectos creo que el guionista de mi vida debe ser un mono borracho con un bate de béisbol en una tienda de productos de cristal. Pero el guionista de la historia mundial se merece el Óscar este año. Como mi vida siempre ha sido un cúmulo de situaciones surrealistas, tengo que decirte que lo siento, 2020, pero no has venido a enseñarme esto.

Este año debería haberme enseñado que la vida nunca es como esperas. Te lo dice alguien que ha estudiado Traducción e interpretación, que entiende seis idiomas, cuatro de los cuales lo habla con más o menos dignidad. Te lo dice alguien que estudió un máster de Enseñanza de segunda lengua, uno de Dirección de marketing y comunicación y un MBA, que por si no lo sabes es un máster de administración de empresas ejecutivo. Y dirás, ¿por qué esto es importante? Pues porque no me dedico a nada de lo que estudiado: voy dando tumbos por la vida como si supiera lo que quiero ser de mayor. Esto no es lo que había planeado, ni de lejos: resulta que me he hecho mayor y no sé lo que quiero hacer con mi vida. Así que no, la vida no se puede controlar, no ha venido el coronabicho de mierda a enseñarme algo que el karma hace años que me quiere hacer ver y yo, para variar, me voy haciendo la ciega. Así me va…

2020 debería haberme enseñado a ser mamá. Bueno, pues, se ve que eso no te lo puede enseñar nadie: estamos por definición preparadas para ello, sale solo con más o menos dignidad. En mi caso resulta que me he pasado la vida entrenándome para ello y ni siquiera era consciente de que mi gran logro sería en realidad poner en práctica toda la capacidad de aprendizaje, artes de organización y reacción rápida ante conflictos. Estas cualidades no vinieron solas con la llegada de Arlet. No, te hablo de un entrenamiento militar que ha pasado por muchos aprendizajes prácticos para poder decir que me ha servido de algo mi carácter de mierda.

Mi capacidad de aprendizaje se demostró cuando me escogieron para un un trabajo del que no tenía ni idea (trabajo en una empresa de software, ¿te recuerdo lo que he estudiado?). Esto me ha servido para entender que da igual lo que leas sobre ser mamá, que te puedes apuntar a cursos de BLW y primeros auxilios para bebés (sí, lo he hecho también, ¿qué pasa? Soy adicta a los títulos inútiles), o te podrán dar miles de consejos, pero todo eso no te servirá de nada en el día a día. A ser mamá se aprende sola, más sola que la una.

Mis artes de organización empezaron hace muchos años, cuando empecé hacer Excel para todo. No, no te hablo de Excel de ingresos y gastos, o bases de datos de libros, que eso también, te hablo de hojas de cálculo en plan “Problemas y soluciones”: un archivo en el que hay todos los grandes obstáculos que me he encontrado en el camino y qué solución le di en su momento, si la solución fue satisfactoria y, si en algún momento se ha repitiera el problema, qué otras opciones tendría (obviamente con porcentajes de probabilidades de éxito en la última columna). Sí, estoy enferma, lo sé. Pero si no fuera por haber llevado al extremo el control seria incapaz de cenar a las siete de la tarde con Arlet o que en mi cabeza no explotará el caos de intentar todos los días llegar a todo.

Mi reacción rápida ante conflictos viene de familia creo. Y dirás… ¿para qué sirve esto si ser mamá no se aprende? Bueno siempre va bien alguien con capacidad resolutiva, ¡qué quieres que te diga! Un bebé en sí mismo ya puede generar conflictos: con la pareja, la familia o con cualquiera que se crea con el derecho de dar su opinión aunque tú no la hayas pedido. A lo largo de mi vida me he visto envuelta en situaciones límite bastante variopintas, y he aprendido mucho con ellas. Te voy a citar unas cuantas: realizar un boca boca en un paro cardíaco en mi pausa para la comida, atender más de un ataque de ansiedad crítico sirviéndome de técnicas poco ortodoxas o como aquella vez que sin pensar me metí en una pelea para pararla y acabé lesionada. Si ahora miro atrás, todas esas vivencias me han servido para tomarme la vida con relativa calma. No, no hay ninguna situación cotidiana que se me resista ni me quite el sueño, he aprendido a relativizar y eso me ha dado mucha salud.

Pues mira ahora que lo veo con perspectiva, gracias a que mi karma juegue a los dados conmigo, he desarrollado una aptitudes que me van a ir muy bien en este viaje. Pero no, esto tampoco me lo ha enseñado el 2020.

He decido que este año no comeré uvas. Visto lo visto, ya no creo en eso de que si no te las acabas vas a tener un año de mala suerte. Mira, en serio, esto más que un año de mala suerte ha sido una broma de mal gusto en un día de los Inocentes perpetuo. Yo paso de preguntar si el 2021 puede ser peor. Cada vez que pienso este tipo de cosas, pasa algo que me hace creer que estaba engañada, que siempre puede ser peor. Yo por mi parte voy a ser muy agradecida al 2020, porque habrá hecho muchas cosas, pero nos ha regalado algo que teníamos muy olvidado: el exceso de tiempo. Y tener tiempo, para mí, para mi familia, para estar en casa, para no hacer nada, ha sido el regalo más fantástico, a parte de convertirme en mamá, que me ha dado este año de mierda.

Desengáñate, no nos despertaremos mañana como si todo hubiera sido una pesadilla. Así que por muchas frases motivadoras que leas, no, no tienes ni idea de lo que nos espera el 2021. Ni yo tampoco. Y esa es la gracia de la vida. ¡Feliz año!

Relatos confinados: Y el mundo cambió…

Entré en el hospital siendo Phoebe Buffay de Friends y salí convertida en Rick Grimes en Walking Dead. Mi hija Arlet nació el 12 de marzo de 2020 y salimos del hospital el 18 de marzo. Por si acaso, guardé el periódico de ese día, porque estoy segura que si le cuento esta historia cuando sea mayor va a pensar que estoy senil y yo no quiero olvidar ninguna de las lágrimas de impotencia que derramé esos días.

El 13 de marzo, mientras yo aún seguía con las hormonas puestas, mis ojeras y un moño enredado en el pelo, el gobierno anunció el estado de alarma. Nadie lo vio venir. Recuerdo interrogar a mi marido con la mirada y él contestarme con su sonrisa de optimista en plan “todo irá bien”. Maldita frase esta de “ todo irá bien”. No, nada estaba bien, pero yo aún no me había dado cuenta porque vivíamos en una burbuja con vistas a la calle más transitada de la ciudad, que permaneció demasiado desierta durante el fin de semana. Y mi burbuja estalló el lunes cuando me dijeron que mi bebé tenía que seguir ingresada (por algo que por suerte no tenía nada que ver con el coronabicho y no era grave) y por lo tanto no nos podíamos ir a casa: nos tuvimos que quedar ingresados y confinados.

Al darme el alta a mí, la doctora me dijo que si me apetecía podía ir a tomarme un café. justo después de decirlo aguantó la respiración y rectificó: mejor no salgas de aquí. En ese momento me pareció una exagerada. Decidí salir a buscar comida para mi marido, porque me apetecía respirar aire fresco y caminar. Obviamente hay muchas cosas que no te cuentan del postparto, como el terrible efecto de la gravedad la primera vez que te pones de pie después de dar a luz, pero hay cosas que una madre primeriza no debería vivir: el bofetón de realidad de salir del hospital y ver una calle desolada a las 12 de la mañana de un día laborable. De repente me faltó el aire y la voz y me fijé que los pocos transeúntes que caminaban por las aceras parecían trapecistas en la cuerda floja esquivando a cualquier persona que se cruzaban, porque todos éramos sospechosos de llevar una arma de destrucción masiva en el interior.

Cuando entré en el super me invadió el pánico. El silencio era tan pesado que costaba respirar, el cansancio me nublaba el juicio (no, tampoco te cuentan que en el postparto más inmediato caminar 200 metros es como correr una maratón) y la tensión de no tocar nada innecesario me creó un estrés que tardé horas en olvidar. Recuerdo, como si fuera hoy, escuchar mis propios pasos en el asfalto mientras me aguantaba las ganas de llorar. Mi vida había cambiado, sí, pero resultaba que el mundo también.

El virus me robó en un pispás mis primeros meses de maternidad donde yo tendría que haber estado tomando café mirando el mar, presumiendo de retoño y escondiendo mis quilos de más bajo un nuevo outfit de primavera verano conjuntado con toda la ropita perfecta que había preparado para Arlet y sus primeros meses de vida (ropa que dicho sea de paso, nunca nadie, excepto mi marido y yo, pudo ver y alabar). El virus también me robó el primer encuentro con mi madre, para mostrarle el ser tan perfecto que he creado, su lagrimilla recorriéndole la mejilla y achuchando a mi hija mientras yo hubiera hecho esfuerzos para pedirle que no la estruje así, que me la rompe. El dichoso virus me robo que mis sobrinos entraran en la habitación del hospital intentando ser silenciosos, que el mayor le cogiera el dedito con sus delicadas manos y que a la prima pequeña le diera un poquito de celos por haberla destronado de su bien interpretado papel de la pequeña de la casa. El virus me robó que mi padre estuviera ahí y me fuera a buscar un bocadillo de jamón (del bueno ¿eh? Papá, no me seas tacaño) y un café con doble de cafeína y que mi hermana me trajera todo lo que no pude comer durante el embarazo.

Nadie lo vio venir, nadie, porque esto se suponía que era una gripe, porque hasta ese día la coronavirus era solo un bicho asiático que los descuidados italianos contrajeron sin saber muy bien cómo . Pues llegó, llegó como llegó mi hija: con mucho llanto a su paso y dolor, un dolor mucho más intenso que una contracción, un terrible dolor que se nos aferró a las entrañas y ya nunca nos soltará.