A veces, ser madre me supera

Foto de Blasco Visual Studio

Son las seis y media de la tarde de un día cualquiera. Ya has pasado por la rabieta de ir a buscar al gremlin al cole y que te la lie porque no quiere subir al coche. Obviamente, tú has intentado evitar el momento dejando que jugara durante una hora en el parque de al lado de la escuela. Pero te voy a decir algo: las rabietas no se pueden evitar.

Se acompañan, pero no se evitan.

Tu hija ya te ha avisado a su manera que eso solo es un preámbulo de la posible explosión de lloros y gritos que vendrá cuando ya esté tan cansada que no sepa si quiere dormir, cenar o tirarse por las escaleras haciendo surf encima de una toalla.

Y tú a las seis y media ya has agotado toda la empatía y paciencia que tenías para pasar el día. TODA. Con lo que cuando ya ves que tira el yogur, porque… quería sacar la tapa ella, pero no podía, te ha pedido ayuda y, cuando lo has abierto, le has hecho la putada más grande del mundo porque quería hacerlo ella, entonces ya dices “mira, que llore y ya se cansará”.

Meeeeeeh. Error. Alarm. ALARM.

Y ya la tienes: niña en el suelo, dándose de cabezazos contra el mármol porque el bubú (yogur para los mortales) se ha caído. Y tú intentas explicarle que hay una gran diferencia semántica entre “caer” y “tirar”, pero eso le da igual, porque para ella se ha caído y que le digas que lo ha tirado aún le enrabia más.

Entonces decide quitarse la ropa y el pañal. Llora más porque se acaba de mear encima. Resulta que la niña te ha salido fina y lo de mojarse no le va. No quiere ducharse, no quiere el biberón de ir a dormir, no quiere chupete, no quiere dormir. Ahora sí quiere dormir, pero cuando la pones en la cuna lo que realmente quiere es ir a la bañera.

Y entonces tú colapsas. BOOOM, neuronas fuera.

Si ya has pasado por la aDOSlescencia, sabrás de lo que te hablo. Y coincidirás conmigo que como persona adulta con carrera, másteres, dotes de liderazgo, gestión de equipos y todas esas mierdas, en el fondo eres un mar de incompetencia.

Sí, a mí también me ha pasado. Me doy cuenta que tengo un tiempo límite para las rabietas que suele rondar la hora y media. A partir de ese momento, sin querer, me pongo a su nivel, olvido que es una bebé gestionando emociones y me vuelvo loca.

Bien, aquí es donde aparece mi colega: la culpa.

Culpa porque hoy le he gritado a mi hija, porque al final he tenido que sobornarla en plan “si no te pones el pijama, no te doy el chupete” (lo sé, súper Montessori, no me juzgues), porque de dentro me sale eso con lo que nos hemos criado (una buena hostia a tiempo…) y porque, ¡qué coño!, yo no tengo ni idea de criaturas, ni de bebés, ni de niñas que están en pleno descubrimiento de su carácter.

Y yo me pregunto, ¿para qué tanta formación si en lo más importante de la vida no sé como reaccionar? Pues para nada. Así de claro te lo digo. Un MBA que te prepara para llevar equipos y proyectos no te enseñará a gestionar dos bebés. De hecho, tener dos gremlins se asemeja muy poco a gestionar un grupo de veinte adultos con sus egos y sus mierdas. Bueno, en algo sí se parece: todos tienen mierdas y egos. Y el ego de mi hija me deja aluciflipada cada día.

Te diré más: cuando llega este punto en el que yo me pongo como un gremlin mojado y me transformo en el monstruo de las tinieblas, me ayuda mucho la distancia. Sí, sí, has leído bien. la distancia.

Llamo a Miguel y me aparto.

Y lloro. Porque llorar es lo único que me sana a veces. Derramo lágrimas por lo que he hecho mal ese día, me revuelvo en la culpa como un cerdo en el barro y respiro. Y me jode profundamente ver como, al llegar él, mi hija se convierte en un animal achuchable y mientras la oigo reír, yo me hundo más en ese sentimiento.

Pero luego pasa. Y sé que al día siguiente lo haré mejor.

Así que en conclusión: me encanta ser madre, pero a veces ser madre se me queda un poco grande.

Recuerda: lo estás haciendo bien.