
“A ver, era solo un grupo de células, ni siquiera se podrían considerar un embrión. Espera dos ciclos regulares a volver a intentarlo”. Y ya está, fin.
Si alguna vez has oído esto, sabes de lo que te hablo. No permitas que nadie, nadie, menoscabe tu duelo. Porque si sientes que necesitas tenerlo, es que lo necesitas. Y punto. Y aunque la ciencia intente convencerte de que más del cuarenta por ciento de los embarazos no llegan a término y, muchas veces, esos abortos espontáneos nos pasan desapercibidos, porque en realidad tú solo ves un retraso en la regla, ten clarísimo que tú no eres madre ni padre cuando un bebé nace. Tú eres madre o padre en el momento que sale un positivo en una prueba, un positivo que a veces no esperabais tan pronto o quizá un positivo muy deseado que llevabais tiempo buscando. Y en el momento que veis que sí, que estáis embarazados, vuestros cerebros cambian para siempre. Porque en ese preciso momento empieza en vosotros un amor tan fuerte e irracional hacia a una cita a ciegas que cambiará vuestras vidas por completo.
Pero… ¿qué pasa cuando la cita a ciegas no llega? Pues que a vuestro cerebro eso no le importa, porque ya habíais empezado a construir un nido, justo desde el momento que visteis las dos líneas rojas. En mi caso, lo primero que me pasó por la cabeza fue “Mierda, tengo que entrar en Wallapop y comprar un carro gemelar, que…¡joder, mi hija aún no anda!” Y, si te lo preguntas, sí, entré en Wallapop. Calculé a fecha prevista de parto (cinco de setiembre), me entró el pánico inicial y luego, bueno, luego siguió el pánico pero con una mezcla de emoción o alegría inexplicable.
Se habla muy poco del cuarenta por ciento terrorífico. Y yo me pregunto ¿si es algo tan habitual, por qué nadie habla de esto? Pues porque la muerte no interesa. Nos interesa la vida. Un embarazo te prepara para la vida, jamás debería prepararte para el vacío ni la pérdida.
Es muy probable que oigas cosas como “Mejor ahora, tan pronto, que no cuando ya lo hayas sentido darte patadas, o cuando le hayas puesto un nombre”. No se puede dar una métrica al dolor: no puedes juzgar que duele menos por perderlo a las cinco semanas y media o a las treinta y ocho. El dolor es algo que no se puede empaquetar y poner en una habitación pequeña o grande. No puedes menospreciar el dolor de otros solo porque, según tu mapa mental, lo que siente el resto es insignificante.
Júntale una pandemia (sí, sí, la sufrimos todos: si estás embaraza y tienes que ir a las ecografías sola con el miedo que te tengan que decir que algo va mal, si trabajas en sanidad y sabes que de un momento a otro te tocará a ti, si sufres porque tus padres son mayores y sabes que no lo superarían, porque alguien de tu alrededor es de riego, etc.). Y añádele que tienes que ir sola a urgencias porque sabes que no deberías estar sangrando y lloras en el coche porque en el fondo de tu corazón sabes que estas cosas pasan. Y cuando pasan, no le dejamos espacio al dolor, lo ocultamos, con las típicas frases que no ayudan, o que te hacen sentir peor.
Y ahora imagínate sola durante un par de horas en una sala de espera donde cualquiera podría estar enfermo, donde alguna gente es tan imbécil que no sabe ni colocarse una mascarilla correctamente. Una sala silenciosa, sin una mano a la que agarrarte. Imagínate que tú ya sabes lo que ha pasado y estás a punto de irte porque no te apetece nada estar aquí. Pero cuando te estás levantando para desaparecer, tú y tu sangrado de mierda, te llama un doctora que te hace pasar a una consulta que tiene las ventanas al pasillo abiertas (muy íntimo, muy adecuado) y te dice que te bajes los pantalones hasta los tobillos para que te explore. No no hace falta que te los quites. Como si tuviera prisa, como si en el mundo pasaran cosas más importantes. Quizá sí, para el mundo hay cosas muy importantes, pero a ti te hubiera gustado estar en un sitio menos frío, con una bata por lo menos que te tapara hasta la rodilla y sin tu bolso encima. Al menos te hubiera gustado quitarte el abrigo.
Imagínate que ya ni siquiera notas el frío que entra por la ventana. Intentas recordar si en algún momento le pusiste nombre al grupo de células, porque si lo hiciste, jamás podrás volver a usarlo. Imagínate que te da un pote para mear mientras te subes los pantalones y piensas que ya no quieres estar aquí. Que quieres irte a casa.
Cuando el test de embarazo sale negativo le preguntas a la doctora (con un pelín de esperanza) si quizá tuviste un falso positivo la primera vez. Pero no. Ella te indica que lo que te ha pasado se llama aborto bioquímico, pero que era demasiado pronto para que se hubiera formado nada, que solo eran un grupo de células danzando en tu vientre, que esto pasa a menudo y que no significa que nada esté mal en ti, sino que simplemente no tenía que ser.
El uno de enero te despiertas pensando que volverás a ser madre y la noche de Reyes la naturaleza te lo arrebata sin ninguna explicación.
Eso sí, al día siguiente finge que todo va bien: ve a trabajar, sal al mundo como si nada hubiera pasado. Miéntete a ti misma diciéndote que si hubieras hecho el test una semana más tarde, y no el día uno, seguramente esto te lo hubieras tomado como un simple retraso. Antes los tenías todos los meses, puede volverte a pasar.
Pero en realidad nada esta bien. Porque a ti fingir no te va. Y eso en realidad también está bien: hay gente que necesita hacer ver a los demás que lo saben todo, que no necesitan a nadie, que todo lo pueden superar. Pero a veces también hay gente como tú: gente que ya no sabe nada, gente que necesita recuperar su tribu, gente a quien la debilidad ya no le sorprende, gente que hace días que camina cansada, que ha entrado en un bucle negativo, gente que a veces simplemente no cree en eso de “todo irá bien”. Y seguramente, todo irá bien. Algún día. Porque no todo puede ir mal eternamente, ¿no?