Soledad desconocida

Artista desconocido

Para Alba, los días tristes siempre han ido acompañados de lluvia. Sería un insulto a la tristeza que se pusiera a lucir el sol mientras en su interior se libra una batalla contra la melancolía más profunda. Tiene un punto literario que llueva: es como si el agua purificara todo lo que le sobra. Pero hoy no sobra nada, todo está vacío.

Quizá porque mamá ya no está, vivir le cuesta mucho más. El día que murió, llovía. No era una gran tormenta, porque mamá no era de aspavientos: le gustaba ser discreta incluso para la muerte, con sus gotas imperceptibles que empapan poco a poco.

Alba lo supo antes que nadie se lo dijera, no porque fuera medio bruja, que también, sino porque el destino le había enviado tantas señales que se podría haber topado con su difunta madre en medio del paso de zebra, donde un coche estuvo a punto de atropellarla. En ese momento miró al cielo y la vio, con su media sonrisa y su ropa moderna. Alba sabía que su madre era tan original que había escogido para despedirse el momento en que ella cayó al suelo antes de insultar al imbécil del conductor que casi la arrolla sin piedad. Cuando entró en el hospital, el alma de mamá hacía rato que ya no estaba, se había disuelto entre las gotas que resbalaban al otro lado de la ventana y volaba libre.

Se sintió vacía, vacía y mojada, porque el paraguas era un objeto inexistente en sus vidas. A las dos les gustaba mojarse, sobre todo bajo las tormentas de verano, pero ese día de febrero distaba mucho de ser una de esas danzas que bailaban juntas entre charcos.

Se quedó sola. Mamá se fue y aunque estaba segura que su fantasma no dejaría de incordiarla, porque eso era lo que hacía mamá, ya no podría volverla a abrazar.

Pero eso ya no importan mucho. Porque hoy llueve igual que ese día, pero hoy mamá no ha muerto, hace mucho que ya no está y la echa tanto de menos, que por una vez no le vale su imaginación y necesita sentirla. Ha salido de casa con el libro y el móvil tan rápido, tan indignada, que ni siquiera se ha dado cuenta que lleva el cabello de recién levantada y ha cogido el abrigo sin importarle si su ropa va combinada. Lleva las últimas botas que ella le regaló, pero ni siquiera lo ha hecho intencionadamente, como para sentirla más cerca, porque la intención hubiera significado que está dispuesta a pensar y hoy no es un día para eso.

Ha entrado en la cafetería mojada hasta el alma. La humedad en contraste con el calor del interior del local le ha provocado una sensación de bienestar que hacía años que no sentía. Ha pedido un café con leche sin azúcar y ha dejado el móvil encima de la mesa. Le gustaría pensar que él llamará, pero sabe que la última palabra, en su casa, es la última del día. Ya lo decía mamá que este chico no le convenía, pero las madres nunca tienen razón por definición, hasta que ya no están y no les puedes decir “vale, sí, tenías razón” para que se retiren en forma de fantasma para decirles que una vez más no se equivocaban.

¿Qué más da? La razón es algo que ha buscado toda la vida y hoy tener razón ha sido como aceptar que la vida no se puede dominar y eso, para Alba, es el fin: la constatación física de que se ha hecho mayor y se siente vieja. Mamá se ha sentado sin permiso a su derecha, lo ha hecho como si pudiera irrumpir cuando quisiera en su mente, sin la necesidad ni siquiera de llamar a la puerta.

– Ahora no, mamá.
– No vengo a decirte que yo tenía razón, para que lo sepas. Solo vengo a hacerte compañía.
– Mamá, yo ya no puedo más, me siento… ¡uf! Es que hacerse mayor debería ser algo más, no sé, menos decepcionante.
– ¿A qué te refieres?
– Ya sabes a qué me refiero, yo tendría que haber hecho grandes cosas, mamá, tenía futuro, era lista.
– Bueno siempre destacaste por tu inteligencia, no por ser lista, hija, claro está.
– Si has venido a decirme que soy tonta, más vale que te largues un rato al más allá. No tengo tiempo para ti.
– Perdona, sigue, decías que eras inteligente, perdona… lista.
– Pues eso, que lo tenía todo, mamá, y ¿sabes a qué se ha reducido mi vida? A cantar canciones de cuna mientras mi marido hace estas cosas horribles.
– Ay, hija, es que tu marido es poco original hasta para eso. Dices, no sé, se podría haber tirado a la niñera, o a la frutera, pero es que incluso con la secretaria hubiera sido un poco más original, pero es que… ¿A estas alturas aún te sorprendes? Vale, deja de mirarme así… perdona.
– Que no, mamá, que no, que yo no firmé con la vida para esto, que yo firmé para hacer algo importante, ¿sabes? Que no me mires así, que sí, que cuatro niños son lo más importante, pero me refería una aportación menos orgánica al mundo, algo que realmente útil, algo que no me hiciera sentir invisible. Y haz el favor de apagar este cigarro, ¡no se puede fumar en las cafeterías! Ni siquiera se podía fumar cuando no estabas muerta. Y no, deja de insultarme con la mirada, que te conozco.
– A ver, ¿tú te crees que alguien le va a decir a un fantasma que no puede fumar? Sería la monda que el camarero se acercara y le hablara a un silla vacía en plan “Señora, apague ese cigarrillo, ¿quiere algo para beber?”. Soy invisible para él.
– Ya pero es que tú eres invisible porque estás muerta, ¡joder! Que yo no lo estoy y tengo menos presencia que tú. Estoy harta, mamá. La rutina no es para mí. No tengo tiempo para pensar en nada, mi vida gira entorno a mi marido y a mis hijos y yo creo que debería ocuparme con algo más.
– Sí, podrías dedicarte a hacer un nuevo calendario de Adviento, claro está, ja, ja, ja.
– No, si es que encima te cachondeas. Como él. Vaya panda de capullos estáis hechos. Mamá, el calendario de Adviento era para que se comieran una chocolatina al día, no para que aprendieran que si no se comen el chocolate rápido, alguien se lo comerá por ellos,
– Hubiera pagado por saber qué te ha contestado tu marido a eso.
– ¿No estabas ahí? Pero ¿tú tienes más cosas que hacer que estar todo el día incordiándome?
– Te sorprenderías de todo lo que ofrece el más allá, es un parque de atracciones eterno.
– Bah… es igual, pues nada, yo le he dicho precisamente esto: que no quería que los niños aprendieran que deben comerse todas las chocolatinas en un día porque, si no lo hacen, se levantaran al día siguiente y su padre les habrá dejado sin ellas. Y ¿sabes qué me ha contestado su padre? Que le parecía increíble que estuviéramos teniendo esta conversación, que les compra otro calendario y punto.
– Claro, práctico, típico de él: soluciones rápidas. Apuesto que en el sexo también es de soluciones rápidas, ¿qué? ¡No me mires así! Cuando estaba viva te daba vergüenza que te preguntara estas cosas, pero esta ausencia de cuerpo es como liberadora: no tengo que pensar lo que digo, sale solo.
– Eres terrible, mamá. Pues no, no tiene sentido que les compre un puñetero calendario de Adviento nuevo, eso sería confundirlos.
– Mmm…claro, los niños se confundirían, ¿cómo no se le habrá ocurrido a él?
– Y entonces va y me dice que los niños ni siquiera saben lo que es el Adviento. ¡Aún peor! Que ni siquiera saben contar, que les compre una tableta de chocolate y… ¡fin de la historia!
– Bueno,… Aryan sí sabe contar ¿no? La última vez que lo comprobé, tenía edad para eso.
– Mamá, ese no es el punto. El punto es que su padre se ha comido el puñetero calendario por la noche y encima me dice que lo ha hecho porque los niños no saben contar y que ni siquiera saben lo que es Navidad.
– Pues no sé, hija, yo creo que les ha hecho un favor, el chocolate que hay en esos calendarios es bastante asqueroso.
– Era chocolate suizo, no podía estar malo. En serio, si no vas a ayudar vete un ratito a dar una vuelta por el cielo.
– Alba, no te agobies. No quieres comprarles otro calendario, vale, no entiendo. Pero el calendario es solo un símbolo, tu no estás enfadada por el calendario, ni por el chocolate, ni siquiera porque tu marido sea un neandental. Estás enfadada contigo misma por haber escogido mal, por sentir que la vida se te resbala entre los dedos y no puedes hacer nada. Pues en una cosa sí tienes razón: la vida pasa. Y si no quieres seguir gruñendo todo el día, toma un decisión, deja a tu marido, busca lo que te apasiona de verdad y ve a por ello. Tus hijos siempre serán el centro de atención, en el más allá eso no cambia, siempre serás madre, pero no puedes dejar de ser tú.

Dicho esto, mamá se ha levantado y ha desaparecido como si nunca hubiera estado aquí. Alba ha resoplado. El café se le ha quedado frio. Quizá mamá tenga razón. Busca en lo que tiene algo que no va a encontrar. Revuelve en el bolso y saca Anna Karenina. Desaparecerá durante un rato, se volverá invisible una vez más. Al fin y al cabo, eso es lo que mejor se le da.

Después de dos horas inmersa entre líneas recuerda que sigue en la cafetería, levanta la mano para la cuenta y el camarero se le acerca con un papel que no se parece nada a un tique.

– Han dejado esto para ti. Siento decirte que el artista anónimo ya se ha ido.

Alba lo mira extrañada y desdobla el papel. Se ve reflejada en trazos un lápiz sin punta. A través de las pupilas le parece que cualquiera que no la conociera, pensaría que está tranquila, que disfruta de un café sin preocupaciones.

Y de repente se ve. Se palpa porque está viva. Para alguien que se ha tomado un café aquí no ha sido invisible. El artista anónimo que la ha dibujado en una servilleta le ha demostrado que por muy sola que se sienta, en el mundo siempre hay alguien que la ve, ve su alma, su yo más profundo. La mujer de este dibujo bien podría ser su yo más fuerte. Alguien que hoy empieza su vida, de nuevo, una vez más.

Relato: Desnuda

Me acabo de encontrar conmigo misma. Mirarme al espejo así, desnuda, ha sido como si me pegaran una hostia. Toda desnuda. Soy yo, yo misma. Mañana dejaré de serlo, pero hoy esta soy yo, con esta gran imperfección, la deformación que me ha perseguido los años de adolescencia. Y ya soy mayor de edad. Mañana ya no seré yo, seré otra, porque todo cambiará.

La primera vez que el médico me vio fue como si se riera en mi cara: malformación genética… ¡Qué cabrón! Pensé que era él el que tenía el cerebro deformado. Pero no, quien tenía esa anomalía en el cuerpo era yo y era muy patente: un seno de la talla cien y uno de niña de doce años. “No, esto no se puede operar hasta que no hayan crecido del todo”. “Sí, hasta que no tengas dieciocho años”. Con doce años, seis años es toda una vida: la adolescencia. Toda una vida sin dejar que te metan mano, toda una vida de esconder la vergüenza que te produce no tener uno de los dos pechos, de rellenarlo con calcetines hechos bola, en una época en el que cualquier pequeño defecto puede ser una excusa para hundirte. “Pues no, no te operaremos hasta los dieciocho… ¡anda! ya te puedes ir”.

Mamá y yo nos hicimos un hartazgo de llorar. Parece una bobada, pero no tener pecho es grave… tenerlos pequeños te puede obsesionar… tenerlos grandes te puede acomplejar… pero tener uno grande y uno pequeño, ¡joder!, esto sí que es una buena burla del karma. Y ahora estoy aquí, delante del espejo, y yo mañana ya no seré yo, porque ya no tendré que usar la prótesis que me ha acompañado durante años cuando abandoné los calcetines improvisados y compré un relleno de silicona. Ya no me tendré que preocupar de cuando me metan mano lo hagan en el seno derecho y no en el izquierdo. Ahora podré ponerme camisetas sin necesidad de ropa interior. Ahora tendré unos pecho perfectos, iguales, simétricos.

Mañana tendré pecho, como si fuera una persona normal, como todas las niñas de dieciocho años. Me quitarán grasa de la barriga, la centrifugarán y me la pondrán en el seno. Me he llegado a plantear que me pongan unas buenas tetas, de esas grandes de revista (las dos, ¿eh? no una, las dos, que nunca se caigan, seré la mujer de ochenta años con los pechos más perfectos del mundo). Técnica Coleman. ¡Qué tío, el tal Coleman! ¡un fenómeno! Aprovechar la odiada grasa de tu propio cuerpo para reconstruirte un pecho. Así, en un pim pam borramos todos mis traumas.

En el espejo parece que esto siempre será así, yo siempre tendré un solo seno. Lo acaricio: he llegado a odiarlo tanto que no sé como despedirme de él. Y ¿mi seno grande? Ojalá no tuviera que decirle adiós, pero para que queden igual tendrán que operarme los dos. Me miro a los ojos, y de reojo me giro para verme el perfil, un perfil que jamás volveré a ver: un pezón planito, esa mama ínfima que me recuerda que sigo siendo una niña de doce años. Y ya han pasado seis años. Esta soy yo. Y me miro el perfil y lloro. Lloro porque me parece increíble que un trauma se pueda borrar así, de golpe, con unas cinco horas de operación, una cicatriz, y a cambio de quince mil euros, yo seré normal. Y hoy me pregunto ¿qué significa ser normal? ¿seguiré siendo yo, mañana? ¿los mismos ojos de color miel? ¿la misma sonrisa? ¿la misma nariz de tulipán? ¿qué cambiará mañana? Mañana tendré pecho, dos, iguales, simétricos. Tendré tetas postizas de barbie, seré un cuerpo falso. ¿Seguiré siendo yo misma después de esta noche?

Entonces me pongo el pijama, para esconder todo lo que he tenido que esconder durante estos años. Acabo de decidir que a partir de mañana dormiré desnuda. Porque sí. Porque puedo. Porque no hay nada que esconder.
Mañana seré normal.

Un café en Viena

Gira a la derecha y entra en Schwarzspanierstrasse, camina unos metros y entra en su local. No ha podido evitar colocar el montón de cartas que reposaban en la repisa de la entrada, ¿por qué nunca nada está en su sitio? En serio, ¿le es tan complicado al camarero ordenar las cosas como Dios manda? ¿Es que tiene mucho más trabajo que servir cafés y ensaladas? Mientras reordena el montoncito le lanza una mirada asesina que hace que el pobre chico se ponga a limpiar mesas compulsivamente, como si el trapo con desinfectante le fuera a salvar de una tormenta que se avecina bastante convulsa.

Pero él tiene demasiado de que preocuparse, pasa el dedo por la madera y, una vez comprobado que el nivel de polvo está bajo mínimos, se dirige a la cocina con un tic nervioso en el ojo. Al entrar, la cocinera se pone rígida: ni un fallo, ni un atisbo de imperfección le está permitido. Entonces él pone la bolsa de tela sobre el mármol y, como aún no se han puesto de moda y son un objeto de los hipsters y los ecologistas sin remedio, ella le felicita por haberse pasado a la tela y dejar el plástico. Él murmura algo mientras busca en el fondo de la bolsa, lo saca y le pide que le cocine algo delicioso con ello.

Aún le tiemblan las manos, desde que ha salido del supermercado el objeto le ha estado acusando de incívico y deshonesto. Pero una vez se ha dado cuenta, ya no podía tirar marcha atrás. Así que ha decidido encargar a la cocinera de su cafetería que le cocine algo con lo que pueda disfrutar.

Se sienta en la mesa que da a la calle. Al ver los cubiertos no puede evitar sacar la cinta métrica y colocarlos exactamente a un centímetro y medio de separación. Sonríe con satisfacción: sabe que el camarero le mira de reojo esperando el momento de la bronca. Pero hoy está demasiado preocupado para eso. Lo que ha pasado hoy debería darle una pista de que algo no va bien, algo desentona en su vida, como un acorde de piano con una tecla disonante. Mira a través del ventanal y ve una pequeña mota de polvo. Hace una seña al camarero para que le preste el trapo con desinfectante y limpia minuciosamente hasta que no hay rastro alguno de suciedad en su campo visual del cristal.

Ahora ya todo parece perfecto, se puede relajar mirando por la ventana. En el fondo, la localización le gusta. Cuando dejó Madrid, sus ruidos y suciedad, jamás pensó que acabaría poniendo una cafetería/bar/restaurante de estudiantes en la calle Schwarzspanier de Viena. El local se llama “El mundo”, así en español, para intentar sentirse como en casa cuando va a trabajar. Nunca ha sido un sitio del todo definido. Le gusta que sea así, porque aporta el único punto de desorganización que no se permite tener en el resto de su vida. Todavía le sigue sorprendiendo el éxito al que le ha llevado el caos de no saber si es un sitio de desayunos, comidas o cafés. A estos estudiantes vieneses de clase alta les encanta: creen que por venir a un sitio que parece medio bohemio, ellos se contagian un poco de esa proletariedad de la que tanto carecen.

En su campo visual aparece la placa en la que se lee el nombre de la calle. ¿En serio nadie en el ayuntamiento se ha dado cuenta que esta placa tiene una grieta? No, claro que no, está plagado de funcionarios incompetentes. Cuarenta y cuatro veces ha llamado para que alguien le explique si el nombre de la calle se refiere a Beethoven o a la iglesia. Porque él sinceramente escogió la calle porque le pareció sublime que Viena, la ciudad de Mozart, tuviera un guiño tan soberbio a Beethoven (a quién llamaban español negro, o sea, schwarzspanier). Pero resultó que encontró por internet que la calle no se llamaba así por él, sino por la iglesia benedictina de la esquina (o lo que queda de ella). Le pareció un insulto.

¿Por qué tarda tanto en hacerle la comida? No se pueden hacer tantas cosas con lo que le ha dado. ¡Incompetente, se podría espabilar un poco!

Cada vez que llamaba al ayuntamiento por el tema de Beethoven, la recepcionista se lo sacaba de encima con una educación mal disimulada, pero es que a él le parece importante. Si alguien tuvo las agallas de nombrar una calle en honor a Beethoven en la ciudad que adora Mozart, lo mínimo que pueden hacer es honrar esa osadía, pero no: en los registros consta como que se nombró por una iglesia benedictina. ¡Qué vulgar!

A ver si aparece esta inútil. Con el tiempo que ha necesitado más le vale que sea de estrella michelin. La emoción no le deja respirar; con el mal rato que ha pasado, espera que por lo menos esté delicioso.

En la cola del supermercado suele ponerse nervioso en España, aquí en cambio la gente es ordenada y respeta su espacio vital, nadie empieza a poner las cosas en la cinta corredera si él no ha acabado de colocar la compra en bolsas. Para él es un ritual: despliega cuatro bolsas de tela y va ordenando minuciosamente los productos según si son verduras o fruta, carne o pescado, comestibles que no necesitan nevera y resto de cosas. Hoy por alguna razón que desconoce en vez de cuatro, había cinco bolsas. Un pequeño despiste al que no está acostumbrado. Con una mueca, ha dejado la que no necesitaba en el carrito mientras hacía su pequeño ritual. Cuando ha terminado ha cogido el carro y ha salido del supermercado. Lo ha aparcado y ha recogido las bolsas. Entonces se le ha helado la sangre. No se lo podía creer: ahí se le había quedado, sin pagar, exportado desde Murcia, con un color intenso, perfecto, un ejemplar de tamaño extragrande. Un sudor frío le ha recorrido la frente: ha robado. ¿se considera robar si lo ha hecho inconscientemente? Seguramente ante un tribunal sí. No le exime del delito el hecho de no saber que lo ha cometido.

Levanta la vista y, por fin, la cocinera sale triunfal con el plato. Por su sonrisa, más le vale que sea el plato más elaborado que ha cocinado hasta hoy. Al ponérselo delante, él no ha podido evitar una cara que ella ha interpretado como asco, pero en realidad él no quería esconder que era de decepción. ¡Schnitzel! Acompañado de su pequeño e insignificante delito. El schnitzel es un poco como Viena: muy de aparentar y poca sustancia. Que el plato más famoso de la ciudad sea un triste escalope empanado le deprime, aunque lo llamen escalope a la vienesa, que es como para darle importancia. Por no mencionar que lo que lo acompaña, debería ser algo excepcional, no unas simples tiras a la plancha que encima están chamuscadas por las puntas. Su delito reducido a cuatro tristes trozos de verdura.

Se pone una tira en boca, lo saborea, hay un punto entre dulzón y amargo que no recordaba tan intenso, lo mastica poco a poco y de repente nota la desagradable sensación de algo parecido a un plástico. Lo escupe sin hacer ruido, hurga entre el verde intenso y encuentra la razón de su disgusto: una piel. ¿Tan difícil era quitar la piel antes de servirlo? Esto le ha acabado de hundir en el malestar. Por lo menos, ya que ha cometido un delito imperdonable, la cocinera se lo podría haber preparado con cariño. Pues no, seguro que se lo ha hecho adrede.

Corta un trozo de escalope y se lo pone en la boca. Lo mastica y le da una arcada: demasiado seco. Esto es imperdonable. Tira los cubiertos desordenados y mira otra vez la terrible grieta en la placa de la calle.

Hoy se ha equivocado y ha cogido una bolsa de más. Nadie le ha hecho caso en el ayuntamiento al quejarse del nombre de la calle en su llamada número cuarenta y cinco. Respira asqueado. Echa de menos la carne empanada de su madre y no este plato con pretensiones decepcionantes.

Si su madre estuviera viva, la hubiera llamado. Le hubiera dicho algo así como “hoy he robado un pimiento importado de Murcia. Mamá, creo que es hora de volver a casa”. Y al pensarlo se da cuenta que Viena ya no tiene nada que ofrecerle. Después de tanto tiempo, es el momento de dejar esta calle de Beethoven clandestina. Antes de poner un anuncio para traspasar el local, escribirá un artículo en Viquipedia por si algún día alguien busca también el nombre de Schwarzspanierstrasse. Que el mundo sepa que “El mundo” estuvo allí por ser el único trozo de ciudad que no se le dedica a Mozart.

Impulsos

Uñas hechas por Miriam estètica

“Hoy me he hecho la manicura, me he comprado un coche y he empezado terapia, y nada de esto estaba planeado cuando me he despertado a las 7”
“Ah, !qué guay! ¿has ido a hacerte las uñas? Y al final ¿le has dejado hacerte alguna decoración menos aburrida que tú?» le contesta Gina con tres o cuatro emoticonos (un exceso para su gusto)
“¿Un coche? pero si tu coche no era viejo, ¿qué coche te has comprado?” Contesta Alba en cuatro líneas. Nunca entenderá porque no puede escribir en párrafos: siempre que ella escribe, el móvil suena cuatro o cinco veces innecesariamente.
“¿Terapia? ¿Estás bien? ¿ha pasado algo???????” Mia siempre espera un drama en sus vidas, no puede evitarlo, se aburre soberanamente si no le pone un poco de emoción.
“Mmm… estás fatal de la azotea”, sentencia Cristina al cabo de un rato.

Su día ha empezado como uno cualquiera de vacaciones, con pocos planes y mucha pereza, hasta que desayunado y se ha dado cuenta que se le había roto una uña. Esto sería un dato bastante banal si no fuera porque ayer se gastó una pasta en hacérselas. Se ha cagado en todo y ha llamado al centro de estética para ver si se lo podían arreglar. Total, si no fuera porque jamás deja que le hagan cosas estridentes y con purpurina, no habría nada de raro en eso. Pero al llegar, ha resultado que el color de la uñas de ayer se había acabado y con resignación le ha dicho a la chica que le hiciera lo que le apeteciera. Mal, fatal: ha salido de ahí con unas uñas llenas de purpurina, de un rosa muñeca casi insultante. Cuando la ha visto, su chico la ha mirado con cara de “¿quién eres tú y qué has hecho con mi chica?” y ella no ha podido evitar pensar que este toque discordante en su look en el fondo le pega. De ella dirán que es muchas cosas, pero sobretodo dirán que es seria. Poco seria se puede ser con unas uñas de color rosa chicle y mucho brillibrilli.

Volviendo a casa el coche le ha fallado. Le molesta profundamente que las cosas dejen de funcionar. Cuando algo se estropea, deja de tener su función, se vuelve inútil. Y la inutilidad es casi peor que la incompetencia del mecánico que le ha dicho que la reparación le va a costar más que un coche de segunda mano. “Segunda mano, ¿yo?” Ha pensado indignada. Se ha dado cuenta que en el rostro del mecánico había una sombra de satisfacción sádica al dar la mala noticia mientras le miraba de reojo la purpurina de las uñas. Vale, sí, ¿que pasa? Llevo uñas que no pegan conmigo pero, en serio, ¿por eso debes juzgarme y decirme que me compre un coche de segunda mano? Así que ha llamado a su chico y le ha pedido que la acompañe a mirar coches.

Se ha dado cuenta que el comercial también le miraba las uñas, ¡qué manía de juzgar por la imagen! Quizá por eso él hacía ver que ella no existía y le explicaba a su chico que “este motor es mucho mejor, porque en la subidas le puedes dar gas”. En algún momento la ha mirado a ella y le ha sugerido que tienen un gran stock de coches usados. No ha podido evitar mirar a ese chico prepotente con asco, entonces de dentro le ha salido acercarse a un coche de exposición, mirar el precio de reojo para asegurarse que lo podía pagar, y decir. “me llevaré este, gracias”. A su chico se le ha desencajado la mandíbula al ver el precio, ella sabía de sobra que es el doble de lo que él esperaba, pero no puede con el desprecio. Se ha sentido insultada, le hubiera gustado decirle “mira, la que va a pagar el coche soy yo, así que más vale que me enseñes coches a mí y no a él, machista de mierda”. Pero en vez de esto, simplemente ha comprado un coche sin ni siquiera sentarse en él.

En el coche, después de firmar los papeles, el silencio era tan pesado que se paralizaba en los pulmones. Ella se miraba las uñas como si fueran las culpables de sus malas decisiones, aunque cada vez se convencía de que en realidad llevarlas así le daba personalidad y fuerza. Cuando han llegado a casa, él ni siquiera ha mencionado el hecho que “ir a mirar coches” se había convertido en un rápido “me acabo de comprar un coche” y, como él sabía que esperaba su aprobación una vez ya no había vuelta atrás, le ha susurrado “ te has comprado un cochazo, cariño”. Ella solo le ha respondido con un sonrisa.

Mirándose en el espejo del lavabo, ha sacado el móvil del bolsillo de los tejanos y ha llamado a Marta. Sabe que ella no va a poder ayudarla, porque sería muy raro, se conocen demasiado. Al marcar el numero, Marta lo ha cogido al medio tono. No está acostumbrada a las llamadas, con lo que ha pensado que quizá era importante.
– Marta, necesito que me des el número del mejor terapeuta que trabaje en tu gabinete.

Marta ni siquiera ha preguntado para qué necesitaba un terapeuta, le ha pasado el número tan rápido que le ha dado la sensación que esperaba esta llamada desde hacía tiempo.

Ha marcado el número del chico aún delante del espejo, como si su aspecto fuera importante en una conversación telefónica, ha aguantado la respiración y cuando él ha descolgado simplemente le ha dicho.
– Hoy me he hecho las uñas y me he comprado un coche, ninguna de las dos cosas estaba planeada cuando me he levando, creo que estoy intentando llenar un vacío que no sabia ni que existía, ¿cuándo podemos empezar con la terapia?
Ni por un momento se ha planteado ni presentarse. Ha oído una carcajada al otro lado de la línea.
– Podemos hacer una videoconferencia ahora mismo.
Y cuando ha empezado la sesión ella ha sentido que un enorme peso se le caía de las espaldas, como si la decisión de empezar terapia, fuese algo que llevaba tiempo pensando. Lo que le sorprende es que jamás antes se lo había planteado, ni siquiera sabía que lo necesitaba hasta que ha empezado a hablar y se ha caído tan mal a ella misma que le han dado ganas de darse un par de bofetones. Pero en el fondo sabe que las hostias no lo arreglaran, pero quizá este chico sí que la ayuda a arreglarlo. Él le ha sugerido que deje de controlarlo todo y que la próxima vez se pinte las uñas de un color más extremo.

A mí no me pasará

Al entrar he mirado qué marca de café utilizan porque un buen café depende de tres factores cruciales: la calidad de la máquina, la calidad del café y la maña que tenga quien te lo va a servir. Una vez certificada la marca y la máquina solo queda dejar al destino que el/la camarero/a te lo haga como toca. Me he quedado un segundo observando en la puerta, he visto como la camarera presionaba bien el soporte del filtro y justo antes de encajarlo en la máquina ha cerrado los ojos y ha olido el café. Buena señal, respeta el ritual, así que me he sentado en la mesa de la esquina, la más alejada de la puerta para que no me molesten, y he pedido una taza de café largo (pero no me pongas agua, ¿eh? Hazme un café cargado) y he sacado el e-book. García Márquez se merece el mejor ambiente y el mejor café.

Ella ha llegado tres o cuatro minutos más tarde. Es como diez años mayor que yo. Tiene una presencia inquisitiva, imponente. Ha entrado como si el local fuera suyo. Llevaba un bolso perfectamente combinado con el resto de sus accesorios y un vestido de vuelo de esos que parecen tan caros. Me he preguntado si la ropa interior también se la ha puesto a conjunto. Seguro que sí, parecía una de esas mujeres que lo tiene todo planificado. Se ha parado unos segundos en la puerta y ha mirado a la camarera, que preparaba mi café. Era como si evaluara el local para decidir si el café estaba a su nivel. Me ha parecido una de esas persona que succiona la energía de todo aquel que se cruza en su camino, como si en el mundo la importante solo fuera ella. Se ha sentado en la mesa de al lado y, sin ni siquiera darme los buenos días, ha sacado un libro del bolso y se ha puesto a leer. Seguro que es una snob, he pensado, de estas que leen superventas y escogen un libro por la portada.

Parece una tía arrogante, de esas personas que te hacen sentir ridícula a su lado. Un carácter fuerte. La gente dice que yo también lo tengo, pero ella parece mucho más fuerte que yo. Ha levantado la vista cuando ha entrado otra chica, con los labios rojos, parecía de esas personas que se pasan horas delante el espejo. Al sentarse no se han dado dos besos y daba la sensación que ambas luchaban por consumir la energía de la otra. Me ha recordado mucho a la relación que tengo yo con Sara: una especie de amor-odio, una carrera hacia quién de las dos es la más popular en todo. Pero a diferencia de estas dos chicas, Sara y yo siempre nos damos dos besos al vernos.
–¿Qué lees, Raquel?– ni siquiera le ha dicho hola.
–Un libro sobre el incendio de la biblioteca de Los Ángeles en 1986. Pero me está poniendo un poco triste– ha respondido la tal Raquel con una voz que no cuadraba con su apariencia, una voz dulce y tímida. ¡Qué tema tan turbio y poco comercial! A lo mejor me he equivocado y soy yo la que ha juzgado un libro por su portada
–Eres un poco freak, ¿lo sabes, no? Parece un poco tostón, ¿tiene serie en Netflix?
–Susana, hija, a tu edad ya deberías aprender a tener suficiente concentración para leerte un libro de principio a fin. Sigo sin entender cómo hemos conseguido seguir siendo amigas hasta los 33, no coincidimos en nada, en el cole teníamos más en común.

He sonreído detrás del libro, realmente parecían la noche y el día. La tal Raquel se mueve como si fuera la dueña del sitio, de su vida, como si estuviera por encima del resto de los mortales. En cambio la tal Susana parece un poco más dócil, más preocupada por agradar que por conquistar. Entre ellas hay una tensión invisible constante, como si compitieran por un trofeo inexistente.

–¿No te pasa que a veces lees un libro y te acuerdas de alguien a quien te gustaría recomendárselo?
–No lo sé, Raquel, quizá si leyera algún libro me pasaría pero… no. Supongo que no te habrá hecho pensar en mi, ¿verdad?
–Sabes de sobra que pensaba en Covi, tratándose de un libro sobre una biblioteca. Hace tanto tiempo que no hablamos con ella que no sé, pero de repente me ha dado pena no poder decirle que le encantaría este libro.
–¡Bah! Es ella la que decidió irse, para mi ni siquiera es una amiga ya, es una extraña, no sé qué le contaría ahora si quedáramos con ella, hace más de medio año que se fue, creo que ni siquiera recuerdo su cara.
–¿Cómo puedes decir eso? A Covi la conocíamos desde… ya ni siquiera me acuerdo cuánto tiempo hace.
–¿Y qué? El tiempo no es lo importante, Raquel, lo importante es quién se queda al cabo de los años, quizá tengas mas cosas en común con alguien que acabas de conocer que con alguien que conociste en la adolescencia. La gente evoluciona, tu deberías hacer lo mismo. Olvídate de Covi, ella tiene su vida y tú, la tuya.

Las he mirado de reojo. Susana habla de esta tal Covi con un tono de desprecio sorprendente. ¿Cómo puede ser tan cínica? Si algún día fueron amigas algo de aprecio le debería quedar. Espero que no sea por la edad, me veo un poco reflejada en Raquel, pero a diferencia de ella, para mí mis amigas son imprescindibles.

–El otro día la vi, en la cafetería de antes – Raquel lo ha dicho como si fuera un secreto, como si esperara que la reacción de su amiga fuera un volcán a punto de erupcionar –No hablé con ella, eh… yo… estaba en la terraza y entré para ir al baño y entonces la vi ahí con el ordenador, muy concentrada.
–Pero, a ver, para ir al baño seguro que pasaste cerca de ella,¿no?
–Sí, pero ya te digo, debía estar corrigiendo exámenes, ya sabes como se ponía de seria, podría haber estallado una bomba en la calle y ella no se hubiera ni inmutado.
–Le podrías haber dicho algo, Raquel, tampoco es que nos hiciera nada, no sé, un día simplemente dejó de venir y ya.
–Supongo que no le dije nada porque para mí es como si me hubiera traicionado y si la hubiera saludado, tampoco hubiera sabido qué decirle.
–Seguro que tenías un montón de cosas que decirle, tú y ella teníais una conexión especial, erais muy amigas.
–Pues, no sé, Susana, quizá porque me cuesta aceptar que ahora simplemente tiene otra vida, que nos hemos hecho mayores y lo que teníamos antes ya no le interesa.
–En el fondo te entiendo, yo creo que si me la encontrara también haría ver que no la veo y ya está. Pero en el fondo también la echo mucho de menos.
–Qué mierda hacerse mayor, ¿no? – ha dicho Susana mientras ha hecho un gesto la camarera para pagar.
–Y pensar que a los veinte creímos que después de tantos años de conocernos, seríamos amigas para siempre, que superada la infancia y la adolescencia nada nos podría separar. Y por cierto, yo no me hago mayor, pequeño saltamontes, yo me hago mejor.

Se han ido, y me han dejado un rastro de angustia que no he sabido gestionar. ¿Y si es verdad? ¿Y si hacerse mayor es perder la gente que tengo ahora? Había algo en esa chica, en la segura de si misma, que me ha hecho pensar en mí, como un aire, un presagio. Hay cosas de ella que me han gustado pero otras que me han generado un poco de aversión. No sabría decir si la conociera si me caería bien o mal. Quizás jamás congeniaríamos, porque yo también tengo carácter. La he visto como un reflejo, parecía dolida y triste, muy triste. Yo no sé que haría sin mi mejor amiga, hace tanto que nos conocemos que no concibo que un día simplemente ya no esté aquí.

Al tener este pensamiento me ha dado un pinchazo en el corazón. He dejado el libro y
la he llamado. Jamás le he recomendado Cien años de soledad, ya va siendo hora que se lo lea.

Nosotras tenemos algo especial, una relación diferente.
A nosotras no nos pasará.
A mí no me pasará.

Relatos Confinados: Sonreír en un clic

Abre los ojos y, por un instante, casi olvida qué día es hoy. Se levanta y mira por la ventana. La calle está tan tenebrosamente vacía que a Lidia se le escapa una lágrima.

Alcanza a ver el campanario a lo lejos, dando las horas.

Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

Siempre ha sido madrugadora. Ahora lo es por obligación; si quiere tener un momento para ella, solo le queda dejar de dormir. Él sigue durmiendo, con ese sueño profundo que los hombres no pierden con la paternidad. Mira la cuna y aguanta la respiración; si le despierta ya no tendrá su momento de calma.

Vuelve la vista a través de la ventana, le parece que clarea, o quizá solo son sus ganas de ver luz. Si hoy hubiese sido un día normal, su rutina habría sido distinta. Se habría levantado pronto, silenciosamente para no despertarlos, y se habría tomado el primer café mirando la ventana pero sin llorar. Se habría vestido con ropa cómoda, habría cogido el libro que estaba leyendo y lo habría metido con sigilo en el bolso, sin encender ninguna luz, y habría salido de puntillas, con los zapatos en la mano y cerrando la puerta con una pequeña expresión facial de suspense, asegurándose que ninguno de los dos abría los ojos.

Si hoy hubiese sido un día normal, en la escalera habría respirado tranquila mientras bajaba rápido para llegar al rellano. Habría caminado unos 15 minutos para llegar a esa cafetería donde el café es tan bueno y se habría sentado a leer mientras se tomaba un segundo café, saboreando las páginas sin prisa, con su sabor dulzón de una cucharadita de más de azúcar y el amargo de terminar un libro que le enamoró y se resistía a terminar.

Si hoy hubiese sido un día normal, la ciudad habría despertado poco a poco, con su olor a flores y literatura. De camino a casa, Lidia habría saludado a su librera, que le habría devuelto el saludo con un gesto de felicidad estresada por el gran día. Lidia no alcanza a entender cómo la gente compra libros en Amazon, todo el mundo debería tener una librera (o librero) de confianza, alguien experto en biblioterapia sin haber estudiado, alguien que con solo entrar en la librería pueda decirte, según tu estado de ánimo, qué libro te va a ayudar. Su librera es así: tan especial, observadora, es como su terapeuta emocional, solo que en vez de hacer terapia le vende libros.

Si hoy hubiese sido un día normal, con su saludo de primera hora de la mañana, la librera le habría alargado un paquete, como si de contrabando se tratara. Era su regalo de Sant Jordi, envuelto con una cinta roja y una tarjeta escrita con caligrafía impecable. Su primer libro del día, el primero de varios. Le habría quedado el regalo de su marido, que siempre escogía algo que después pudiera leer él, más que algo que le pudiera gustar a ella. Y luego le quedarían sus autoregalos. Estos no tenían límite, tenía una partida presupuestaria anual especial para el día de Sant Jordi. Los habría comprado con una videollamada a Sara en tiempo real, mientras se enseñaban las portadas y comentaban con falsa modestia lo poco que habían leído en la vida y lo mucho que les quedaba por descubrir. Sara es su otra biblioterapeuta, hace tiempo que los libros de Lidia dejaron de ser solo suyos y pasaron a ser de las dos. Tienen, como a ellas les gusta llamarla, su biblioteca compartida.

Si hubiera sido un día normal, al llegar a casa él le habría dado los buenos días, mientras con una mano le alargaba una rosa recién cortada del rosal y con la otra aguantaba a su bebé que ya no era tan bebé. Le habría dado un beso y le habría dejado la ducha libre para que ella se pudiera preparar para ir a trabajar. Por la tarde, los tres juntos habrían paseado entre las paradas del centro y escogerían, junto con Sara a través de la pantalla, todos los libros que se habrían llevado a casa.

Recuerda su rutina desde la ventana, porque hoy no va a poder hacer nada de eso. Llevan 42 días sin salir de casa. 42 días han dado, con un niño de 2 años y pico, para desarrollar mucha imaginación y leer todos los libros que tenían acumulados. ¡Puto virus! Nadie iba a pensar que el Covid-19, que en diciembre parecía algo tan lejano, un simple virus asiático, iba a joderles el Sant Jordi. Pues sí, se lo jodió. Sin embargo, no piensa dejar que este día deje de ser especial. No habrá paradas de libros ni las conversaciones con la librera, ni con Sara, pero va a tener sí o sí su cena especial.

Él le había dicho que si tanto echaba de menos los libros, se comprará alguno en Amazon. A veces Lidia piensa que no la conoce nada. Jamás había comprado un libro en Amazon y no iba a hacerlo ahora, su librería abrirá en cualquier momento, aunque sea en julio, y entonces los comprará ahí. Sin embargo espera que él no piense lo mismo y tenga un detalle con ella. Lidia va a encargar una cena especial en su restaurante favorito, el restaurante al que hubieran ido si no estuvieran confinados y hartos de verse las caras. Por lo menos espera que él sí que haya comprado un libro por Amazon.

Pero las horas pasan y hoy no hay rastro de la rosa recién cortada, ni ningún signo de un paquete marrón en la puerta. Así que a medida que pasa el día, Lidia pierde la esperanza de que hoy no sea un día distinto a los 42 que han vivido estos días. Está agotada, agotada de jugar con su hijo, agotada de no tener sus momentos, agotada de vivir en el día de la marmota, agotada de teletrabajar, agotada de no tomarse su segundo café. Agotada de estar agotada

Al atardecer él parece haberse olvidado que hoy es hoy. Lidia se arrepiente ahora de haber encargado la cena, que pagará con su tarjeta y no con la de la cuenta conjunta, porque le parece que ya no les queda nada que celebrar.

Entonces pasa lo que lleva todo el día esperando. Suena el timbre y al otro lado del interfono el repartidor le anuncia que tiene un paquete para ella. A Lidia le brillan los ojos y se emociona mientras dice un “gracias, cariño” al que él contesta con una mirada que ella no sabe descifrar.

Al final él sí que compró en Amazon, será un pequeño secreto que le esconderá a su librera para no herir sus sentimientos. Desde el sofá él parece fingir que no sabe qué pasa. Siempre ha sido un mal actor, piensa ella.

Pero al abrir el paquete y descubrir el libro que perdió hace años, antes de conocer a su marido, sabe que no es un mal actor, realmente no ha sido él.

“¿Sabes que Amazon tiene una opción de comprar en un clic? Pues en un clic encontré La niña del vestido rojo, ese libro que dejaste a alguien y que nunca volvió. En un Sant Jordi tan apocalíptico, espero haberte traído una sonrisa en un solo clic. Sé que este es tu primer Amazon, pero ya sabes que situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. No me lo tengas en cuenta, yo a tu librera no se lo voy a contar 😉 Te quiero. Sara”

Ella abraza el libro, como si abrazara el tiempo que está estancado y se da cuenta que aunque no haya sido él, por lo menos ha tenido su Sant Jordi especial.

Entonces llega la cena, con tápers reutilizables y olores familiares. Mientras él pone la mesa, Lidia piensa que es curioso que Amazon haya salvado su día, su primer Amazon le ha regalado una sonrisa con un solo clic.

Fragmento: Todo empieza con un libro de Faulkner

Este es un fragmento de un capítulo de mi novela Volver a empezar que narra la historia de Águeda, una chica que se ve obligada a reconstruir su vida y a enmendar los errores del pasado. La novela aún no la he publicado pero espero que algún día vea la luz 😀

Hay un hombre en una de las mesas que lee Winesburg, Ohaio. Águeda nunca ha oído hablar de este libro y siempre que ve a alguien que lee algo que no conoce, no puede evitar sentir curiosidad. Le mira y concluye que si rebobinara 15 años ese sería el tipo de hombre que se hubiera llevado a la cama un jueves de fiesta. Este era un patrón que se repetía constantemente por aquel entonces: un chico que se quedaba en la barra sin bailar, haciendo ver que aquello de las fiestas universitarias no iba con él, con chaqueta de cuero y semblante superior. Se lo imaginaba bebiendo Ballantine’s con Red Bull, porque en aquella época no estaba de moda aún el gin-tonic con pepino ni ninguna de estas cosas que cuando tenía veinte años le parecían pijadas.

Se lo imaginaba en la barra, con la misma actitud que ahora que está sentado en una terraza de la playa con ademán de “acabo de llegar”. Lee con las piernas cruzadas, ignorando el mundo. Entre el tipo de chico de la uni y este solo debe haber unos treinta años de diferencia.

Ya no quedan hombres que lean en los bares y, aún menos, hombres que lean libros que Águeda no conoce. ¿Qué habría hecho Águeda con veinte años? Le habría provocado sin piedad. ¿Qué hará ahora? Nada, ahora solo es un vago recuerdo de la energía de cuando era jovencita. Sin embargo no puede evitar acercársele, porque la única mesa vacía es la que está a su lado. En realidad la del hombre y la vacía son dos mesas demasiado juntas para decir que están separadas y demasiado separadas para decir que están juntas. Águeda decide que no están juntas y camina hacía él con paso firme y mirada desafiante. Él la ignora detrás del libro. Como en la uni. Normal: un tío demasiado interesante para dirigirte la palabra, Águeda. Pero ella ha jugado mil veces a este juego: en la barra de los locales, en la cafetería de la uni, en el trabajo, en la biblioteca y, en realidad, en cualquier sitio donde hubiera un hombre interesante. Y él es un hombre interesante y, además, ella nunca lo ha intentado en un bar de la playa.

De acuerdo, esta mañana se ha prometido que no caería en los errores del pasado, pero… ¿puede destruir treinta y pico años de historia en cinco días?

En la universidad, Águeda se le habría acercado y le habría invitado a “lo que sea que esté bebiendo este chico que no sabe bailar” y él hubiera rechazado la copa sin apartar la mirada del infinito, que era mucho más interesante que cualquier pija de la Pompeu Fabra. Sin embargo, Águeda no desistía, ponía los codos sobre la barra y decía:
— Pudiendo estar leyendo Faulker y aquí estamos, escuchando Shakira.
Entonces le sonreiría, se mordería el labio (el labio era la clave, nunca fallaba) y le dejaría la copa al lado para ir directa a la cabina del DJ para pedir alguna canción de Shakira. Se pondría a bailar, como si el mundo no existiera, como si solo bailara para él, sin mirarlo. Él tenía el tiempo de una canción para acercarse y preguntarle quién era Faulkner o para decirle que no habían leído nada suyo. Si no lo conocía, dependiendo de su estado etílico, le valdría para una noche.

Sorprendentemente, algunos sabían quién era Faulkner y cuando les preguntaba cuál era su libro favorito y contestaban Sartoris, ella ya se había bajado las bragas. Todo tan simple, tan superficial.

Superficial. Es una palabra que le duele y no quiere que la defina, pero lo piensa mientras mira los dedos de este hombre y se los imagina recorriéndole el cuerpo. Empieza a preocuparle que los hombres cada vez le gustan mayores. ¿Cuántos años puede tener? ¿Casi 50? Tiene un gran polvo, de una noche, y le adivina una V por debajo los tejanos.
Se le escapa una risa; recuerda que la primera vez que le contó a su hermana Nana qué significaba cuando un hombre tenía una V casi se mea de risa. Es esa forma de V que tienen los hombres que están en forma, le dijo, que les recorre el estómago siguiendo el camino hasta el hueso de la cadera, al lado de los abdominales, y que acaba justo encima del pubis. Y Nana no entendía por qué las V eran importantes, pero Águeda estaba demasiado ocupada para explicárselo.

Sí, este chico, este hombre, debe tener una V insultante. Por esto piensa que quizás no ha cambiado tanto desde la uni. Y entonces de fondo suena Shakira, su preferida. El karma y ella empiezan a entenderse: esto es claramente una señal.
—¿Qué tal es el libro? —le pregunta Águeda con una caída de ojos. Mordisco en el labio, esto no puede fallar.
Él levanta la vista y ni se inmuta. De acuerdo, un tío dificil, puede trabajar con esto.
—Como París era una fiesta —le contesta sin levantar la vista de las página.
¿Qué quiere decir con esto? ¿En estilo? París no tiene nada que ver con Ohaio. Debería haber mirado en Amazon la reseña del libro. De haberlo hecho, hubiera descubierto que el autor de Winesburg se había visto influenciado por Hemingway. Él ha cometido el error de subestimarla y dañarle el orgullo
—Tú, ¿qué lees? ¿Megan Maxwell?—le pregunta el hombre fingiendo interés.
Águeda le clava la mirada como para matarle. ¿La está insultando, o qué? ¿Tiene ella pinta de leer Megan Maxwell? ¡Joder! Nicholas Sparks aún, pero ¿Maxwell?
—Casi… Leo a Jean Valjean—si no sabía ni quién era el protagonista de Los miserables no le valdría ni para echar un polvo. Ella lo mira desafiante.
—¡Ahm! 24601, ¿eh?— entona él como un silbido.
Un momento, piensa Águeda, si se sabe de memoria el número de prisionero de Jean Valjean se merece hasta sexo oral. Sonrisa. Mordisco en el labio. Movimiento de cuello a la izquierda. El camarero interrumpe para preguntarle qué quiere.
—Una cerveza, gracias, que sea Estrella Damm —contesta Águeda. Si tiene que vivir en un anuncio de Formentera, como mínimo que sea con nombre propio.
—Yo la invito —dice él marcando territorio— Victor Hugo está bien, pero yo soy más del estilo de Faulkner ¿has leído algo suyo?
¿Está hablando en serio? Acaba de encontrar el único tío en el planeta que usa la misma estrategia que ella para ligar. ¿Está de coña?
—Brutal, Sartoris, ¿verdad? De mis top 10 —le contesta ella simulando que duda.
—Yo prefiero El ruido y la furia.
—No lo he leído—Águeda lo dice con vergüenza fingida, sabiendo que se le ve a la legua cuando miente.
—Te lo puedo dejar, no puedes ir por el mundo sin haber leído la mejor obra de Faulkner— lo dice mientras pide la cuenta.

Ha sido más fácil de lo que esperaba. Se acaba la cerveza mientras él le alarga el casco. Llegan al aparcamiento de la playa y a Águeda le da reparo decir que le dan miedo las motos. Él le explica que ir caminando es un palo, que todo es subida y que después la bajara al coche, pero que ahora no le apetece pasear. Cuando él arranca, ella se da cuenta que se ha olvidado de preguntarle cómo se llama. Pero para ella tampoco es una información esencial ahora mismo.

Relato: Terapia

Imagen de Peggy und Marco Lachmann-Anke por Pixabay

— Ana, ¿cuántas veces has ido a este restaurante? ¿Mil? ¿Cómo puede ser que te equivoques de salida?
— Va, Cris, que si doy otra vuelta te hago una ruta turística.
— Lo sabes que no puedes ir por aquí ¿verdad? Tienes que girar en el cambio de sentido que hay en la próxima salida.
— ¡No me jodas! Bueno, suerte que vamos con tiempo.
— Ana, ¡para!
— ¿Qué?
— ¡Joder! No pares aquí en medio, vuelve a girar la rotonda.
— Pero ¿qué te pasa ahora? —(casi me da un ataque al corazón)
— Había una mujer en ese descampado, parecía que pedía ayuda —(si no te hubieras equivocado de salida, no la habríamos visto; seguro que esto significa algo…)
— Ayudadme, por favor, ¡mi marido! Por favor, explícale al 061 dónde estamos, no consigo que me entiendan para que venga la ambulancia.
— Cálmese, tranquila, déme el teléfono, yo se lo explico. Ana, para el coche detrás del del señor que estamos en medio y provocaremos un accidente — (Joder, ¡Vaya Mercedes! Este coche debe costar como 100.000 euros) — ¿Sí? Hola, perdone, el señor ha parado el coche en la rotonda de la nacional, salida 33. No… Sí… no, no le conozco —(uf, ¿en serio? ¿Cómo voy a saber yo si está teniendo un ataque al corazón? No, no sé la edad del señor)— Ana, pregúntale la edad. ¿40? No, hombre no, la edad de la señora no, la del señor. 49. Si, 49. No… está consciente. Si… le duele el brazo izquierdo. A ver, yo creo que tiene un ataque de ansiedad: hormigueo, le cuesta respirar, corazón a mil, pero claro también podría ser un ataque al corazón no soy médico yo no sabría decirle.
— Si, Cris, parece un ataque de ansiedad— (Señora, ¿se ha planteado hacer alguna cosa útil a parte de llorar?)
— ¡Que todo el mundo se calme!— (A ver si recuerdo alguna técnica de relajación del curso de gestión de estrés, al final va ser verdad y me sirvió para algo. Este señor parece que está muy jodido)— ¿Cómo se llama?… Bien Joaquín, mírame a los ojos levanta la cabeza, muy bien, así— (Si me coges más fuerte la mano se me gangrenarán los dedos, ¡Ai!)— Ana, necesito una bolsa de plástico, tiene las manos agarrotadas— (Señora, siéntese me está poniendo nerviosa)— Venga, Joaquín, respira conmigo: inspira, cuenta hasta tres, espira contando hasta seis. Per-fec-to— (Me cago en todo, ¡mi mano! Me la vas a romper, ¿piensa llegar la ambulancia, ya? Yo no sé cuanto rato podré tenerlo calmado a este hombre, parece de verdad que se está muriendo)— No mires al suelo, mírame a mi, no pienses en lo que te ha pasado, tranquilo.— (¿Qué coño te ha pasado para que tuvieras que parar así de repente y ponerte como te has puesto?)— Señora, aguántele la bolsa que no se le separe de la boca.
— ¡No quiero que ella se me acerque!
— Vale, Joaquín, tranquilo. Ana, aguántale tú la bolsa— (Vete tú a saber lo que le ha hecho su mujer para que lleve este cabreo…)
— Tranquila señora, ya lo hago yo. —(Qué buen rollo se respira en esta familia)— Cris, ya oigo la ambulancia —(Suerte que ya vienen, este hombre está al borde de un ataque al corazón, no tengo tan claro que sea ansiedad)
— Venga, Joaquín, respira conmigo, ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor? ¿No? ¿Dónde te duele ahora?
— Me duele el corazón.
— Es normal, Joaquín, has tenido un ataque de ansiedad, el corazón te va a mil ¿verdad?— (Ana, llévate un ratito a la mujer que me está poniendo nerviosa)
— No, lo tengo roto.
— Joaquín, no llores, mira la ambulancia ya está aquí —(¿En serio esto es por un desamor? Y yo soy la dramática, ¿sabes?)
— Mi amor, la ambulancia ya está aquí, dame la mano que te acompaño.
— ¡Ni se te ocurra tocarme!
—Está bien, Joaquín, ya te ayudamos nosotras. Ana, cógele del brazo— (¡Cuánto amor!)
— Venga mi amor, que ya vamos a ver el doctor, dame la mano.
— ¡Te he dicho que no me toques! A ver si piensas las cosas antes de hacerlas.
— Perdone, señora, antes de irnos, le recomiendo cerrar el coche y quitar los intermitentes. Estamos en un descampado, de hecho no creo que deba dejarlo aquí.
— Está bien. Ana, dile a la señora que coja el coche y yo me subo con Joaquín al la ambulancia — (¿En serio pensaba olvidarse del coche?)
— Es que yo no sé conducir esté coche, es de mi marido y es automático.
— Tranquila, ya se lo traigo yo al CAP, Ana, tú irás detrás y yo conduzco el coche de Joaquín —(Ya he conducido automáticos antes no puede ser tan difícil)— bueno nos vemos en el CAP
— Y ahora, Cris, ¿qué hacemos? ¿Tú sabes conducir esto?
— Fácil, Ana, es automático. Solo hay que poner la palanca a la D y ya está. ¿Dónde está la puta palanca?
— ¿Qué quieres decir con esto de dónde está la palanca?
— Joder pues que los coches automáticos tienen una palanca donde los coches normales tienen a caja de cambios. La R es para marcha atrás y a D para tirar hacía delante. ¿Dónde está la palanca? Y, ahora que lo veo, ¿dónde está el botón de freno de mano?
— Escucha, ¿tu ex no tenia un Mercedes?
— A ver, Ana, ¿crees que llamaré a mi ex, a quien dejé plantado en el altar el día de la boda, para preguntarle como se conduce su coche?
— Yo no conozco mucha gente más que tenga un coche de lujo como este, la verdad, Cris, estamos jodidas, a ver si éstos van a pensar que les hemos robado el coche.
— ¡Espera! Conozco a alguien más que podría saber de coches de estos! Dame mi móvil.
— ¿Conoces a otra persona con un coche así? ¿Soy la única persona que conoces que tiene un coche normalito?
— Tschhhh… ¿Arnau? ¿Cómo estás? Escucha, luego te cuento, pero me tendrías que explicar cómo se conduce tu coche. Si… todo bien… bueno resulta que tengo que mover un coche y no encuentro la palanca de cambios y es el mismo modelo que el tuyo… Aha… o sea las marchas están en el volante… si, ya las veo… hace un ruido raro el coche… hay un aviso que debo sacar el freno de mano… ¡ah! Está donde en mi coche esta lo de abrir el capó, ¡claro! Bueno ya está te dejo ¿eh?…Si, si ya hablaremos. Muchas gracias.
— No quiero empeorar la situación, Cris, pero le podrías haber preguntado como subir el respaldo, te va a ser muy complicado conducir con el respaldo tan inclinado, por cierto ¿quién es Arnau?
— ¡Mierda con el respaldo! Bueno, es igual, no voy a volverlo a llamar por esto. ¿Arnau? Ah! Nada, mi ex de la uni. No preguntes, solo hacía 10 años que no hablaba con él. Anda, ¡nos vamos!
— Vamos, todo tan normal…

— Joaquín, qué bien que ya te hayan atendido, ¿Cómo te encuentras? —(Te ha cambiado la cara, ¿eh?
— Hola, mucho mejor, muchas gracias.
— No llores, hombre, ya ha pasado — (Qué vulnerable que parece un hombre de su edad llorando)
— ¿Le puedes dar tu teléfono a mi mujer?
— Claro Joaquín, no te preocupes, mejórate.
— Dame un abrazo antes de irte.

— Cris, ¿te das cuenta de la suerte que ha tenido este señor de que paráramos nosotras y no dos milenials desentrenados en el arte de la ansiedad?
—Si, Ana. ¿Qué le ha debido pasar?
— ¿En serio me lo preguntas? ¿No tienes ninguna historia de la tuyas en cabeza? Me decepcionas.
— Si, la tengo, pero estaba esperando que me la preguntaras. Ella le ha puesto los cuernos con el jefe de él, se lo ha dicho mientras iban en el coche camino a su segunda residencia de lujo a pie de playa, ¿Qué te pasa? No me mires así, mujer.
— Cris, si algún día quieres ser escritora, haz el favor de inventarte historias menos convencionales. ¿No querrás acabar siendo una E.L. James? O, peor, ¿una Stephenie Meyer?
— Joder, ¡al menos ellas están forradas! Vale pensaré algo mejor. ¿tú crees que llamará?
— Cris, claro que llamará, le has salvado la vida.
— Ana, eres una exagerada, no era un ataque de corazón, era un ataque de ansiedad.

— ¿Si?
— Hola, Cris, soy Joaquín. ¿Te acuerdas de mi? El tío que se moría en la carretera…
— Ostras, Joaquín, claro que me acuerdo de ti, ¿cómo estás?
— Bien… quería agradecerte lo que hiciste por mi el otro día, fuiste una gran terapeuta. ¿Dónde pasas consulta?
— ¿Consulta? No, no, no soy terapeuta. ¡qué va!
— Necesito terapia
— Si, Joaquín, todos necesitamos terapia.

—¿Por qué no le has preguntado qué le había pasado? Ahora nos quedaremos con la incógnita.
— Ana, a veces es mejor imaginar la vida que no que te cuenten lo que pasó de verdad.
— También es verdad, ¿has desarrollado ya una historia mejor? Cuéntamela.