El (segundo) parto

Blanca, la fisio del suelo pélvico, siempre nos pregunta en las clases de preparación al parto si es importante la manera cómo venimos al mundo. Es una pregunta que parece sencilla, pero en realidad depende mucho de tus propias creencias: si crees que tu carácter se forma según el estado de ánimo de tu madre durante el embarazo o si, por el contrario, piensas que todo esto carece de importancia. Yo creo mucho en las consecuencias de lo que recibes desde que eres un grupo de células hasta que naces. Y mis dos hijas tuvieron muchísima prisa por nacer. Y la mayor ya empieza a demostrar con su genio que la paciencia no es su fuerte. Igual que no esperó a nacer, ya que salió cual tobogán de parque de atracciones, en su día a día le puede la impaciencia.

En el relato de mi primer parto ya te conté que el que dijo que las contracciones eran como dolores de regla seguramente era un hombre, o nunca había parido. Lo suscribo con el segundo. Las contracciones iniciales de parto sí se parecen a un dolor de regla, pero las contracciones jodidas no se le parecen en nada.

Aunque no era primeriza, me costó identificar si estaba o no de parto activo, porque todo fue muy diferente al parto de Arlet. Cloe llevaba dándome por el saco desde el día 3 de enero, con dolores en los riñones continuos y bastante insistentes. Poco me imaginaba el sábado 15 de enero que ese era el día que la pequeña alien había escogido para nacer.

Ese día nos levantamos, como todos los sábados, gracias a mi gremlin de veintidós meses, demasiado pronto. Por suerte después de una semana de no dormir (yo creo que Arlet se olía que en breve su condición de hija única iba a pasar a la historia para siempre), ese día habíamos dormido más de ocho horas. Yo llevaba una semana diciendo que con el cansancio y las pocas horas de sueño no veía capaz de parir. Pues bien, Cloe tuvo la delicadeza de esperar al día que más he descansado en años.

A las 11:40 empecé a notar esos dolorcillos familiares. Ponerte de parto sola es una cosa, ponerte de parto con una pequeña Mowgli purulando a tu alrededor es una cosa muy distinta. A las 12:40 ya había constatado que esos dolorcillos/molestias venían muy seguidos y, como no tenía ninguna intención de parir en el coche dado que mi anterior parto fue relativamente rápido, decidí que Miguel tenía que llevar a Arlet a casa de mi madre, por si las moscas…

Me senté en la pelota y me dispuse a ver lo que sería la primera pasarela nudista atlética de mi hija: Arlet iba corriendo en pelotas por casa y Miguel iba detrás como pollo sin cabeza. Me reí mucho. Me reí porque no me podía creer que mi hija hubiera escogido ese momento para iniciarse al nudismo. Me reí también porque aunque tenía dolores cada dos minutos, no dejaban de ser molestias y si todo el parto era así iba a disfrutarlo de verdad.

“Ay, hija, con mi segundo parto también solo tenía molestias y mira llegué al hospital con medio cuerpo de tu hermana fuera”. Mi madre, siempre tan maja. Dicho esto decidí truncar el lado naturista de Arlet y pedirle a mi madre que viniera ella a vestirla porque la cosa en casa se estaba poniendo intensa. Y la Mowgli, que hacía cinco minutos corría con unos calzoncillos de su padre en la cabeza, riéndose y escapándose, vio a mi madre y se convirtió en un ángel que se vestía sin rechistar.

Besé y abracé a mi hija porque sabía que esa era la última vez que la abrazaba y besaba como hija única, y eso me dio penita y me trajo mucha culpa. Pero al verla irse contenta con mi madre todo pareció cobrar sentido.

Entré en urgencias a las 13:50. Recuerdo decirle a Miguel de camino algo así como “qué guay recordar el viaje en coche ¿no?” Básicamente porque cuando fui al hospital durante el primer parto estaba en un estado dolor/alteración de consciencia que según Miguel no era yo, era un monstruo tenebroso irreconocible. Pues esta vez disfruté del viaje y en mi cabeza iba pensando que Blanca siempre decía que si podía hablar durante las contracciones, es que aún no era hora de ir al hospital. No solo podía hablar, disfruté de ver el mar desde la ventana, de la música de la radio, de la vida en general como si fuera una hippie en plena fiesta de la primavera.

Y cuando entré en la zona de maternidad miré a mi comadrona, Wendy, que me había llevado durante todo el embarazo de una manera respetuosa y empática y le dije “Ves como tenía que parir hoy, estabas tú de guardia.” Llevaba una semana rezando para ponerme de parto los días que ella estaba trabajando porque no contemplaba que me atendiera cualquier otra comadrona. Y ella me sonrió, sabiendo que por mi manera de hablar no estaba ni de lejos a punto de parir.

Cuando la ginecóloga me examinó y me dijo que solo estaba de dos centímetros y el cuello estaba muy verde pensé que eso se lo podría haber dicho yo, que mis dolores de regla solo eran molestias. Pero mencionó que me mandarían a casa y yo pensé que estaban locas. Miré a la comadrona y con la voz más dulce que supe poner le dije: “Mira, Wendy en mi parto anterior ya sabes que tarde solo tres horas de estar de tres centímetros a expulsar a mi hija. Si me mandas a casa me arriesgo a parir en el aparcamiento y yo no estoy preparada para parir sola”. Y ella me tranquilizó y me dijo que nos esperaríamos media hora a ver si avanzábamos y valoraríamos.

Y a la media hora… me estaba cagando en mi marido, en la madre que me parió y en todas las mujeres de la historia… porque eso empezó a doler como yo solo intuía que me dolió el primer parto. Encima la pelota iba haciendo sonidos prehistóricos mientras mi marido… bueno hacía lo que podía, pobre. Porque si me tocaba, le gritaba que ni se acercara a mí; si se alejaba, le decía que quería mimitos y allí saqué todo mi arsenal de bipolaridad, que ¡ríete tú de Dr Jekyll and Mr Hyde!

A las 16:00 la comadrona me sugirió la epidural, porque ya había llegado a ese punto que yo iba repitiendo “no voy a poder, no voy a poder” a cada contracción desgarradora y le dije que sí, pero que me pusieran una dosis que pudiera caminar. Porque esta vez quería intentarlo, quería poder parir sin tener que tumbarme, quería poner en práctica todo lo que aprendí con el embarazo de Arlet y no pude decidir por bloquearme y pedir que me dieran droga dura para elefantes. Y por suerte, esta vez ella me entendió y lo respetó.

Y allí conocí al amor de mi vida: el anestesista. No sé si recuerdas en el relato del parto de Arlet que la anestesista que me tocó fue la persona más desagradable y falta de empatía que me encontré en mi primer parto. Pues en el parto de Cloe mi anestesista fue … increíble. Germán, así se llamaba, me trató con delicadeza y amor, en ningún momento me riñó por tener contracciones y cuando yo decía “no puedo, no puedo” él me contestaba que claro que podía que las mujeres éramos fuertes, valientes y podíamos dar a luz sin ninguna duda. Me enamoré perdidamente de ese hombre. No dudo que los dos anestesistas que me atendieron en mis dos partos hicieran su trabajo correctamente, pero la primera lo hizo de una forma de mierda y éste lo hizo como deben hacerse las cosas: con comprensión, paciencia y mirándome a los ojos.

Luego me pidió que no me moviera en media hora “son las 16:40, a las 17:10 puedes caminar”. Yo le pregunté hasta cuándo podía pedir la dosis elefante y él se rió y me contestó que hasta la bebé asomara la cabeza. Y yo me volví a trasladar al Caribe, en una playa idílica con mi copa de balón y mis rollos súper zen.

Vino la ginecóloga solo para decirme “lo estás haciendo bien” acariciarme el brazo y mirarme a los ojos. Y eso parece una estupidez, pero que la gente te mire y te vea pues se agradece en momentos así.

Entonces aprovechando que mi comadrona/salvadora pasaba por ahí yo, medio con vergüenza, le dije bajito “creo que me he meado” y ella me sonrió. En serio en este punto cuando todo el mundo ya te ha visto el culo con las batas ridículas del hospital y por lo menos dos personas te han puesto la mano en tus partes para decir “jolin esto va rápido”, ya debería haber perdido la vergüenza. Miró por debajo la sábana, se le pusieron los ojos como platos y llamó a la ginecóloga. “No, cariño no te has meado”

17:00 hora local de mi cerebro. La ginecóloga no tuvo tiempo de ponerse la bata y la comadrona me puso la dosis elefante que yo le avisé que me tenía que poner en el expulsivo. Pero… el expulsivo había empezado antes de que acabará la jeringa y duró… tres minutos. Y mi segunda hija se cagó antes de salir, con los ovarios que ya demostró su hermana cagándose en mi útero y no quiso ser menos. Y cuando salió, tan pequeña, tan indefensa, tan feíta y llena de vida, el mundo se paralizó de nuevo. Y el mundo se congeló cuando el cordón dejo de latir y me la tuvieron que quitar de encima porque sospechaban que había engullido su propia mierda. Recuerdo verla alejarse y volver a los dos minutos que a mí me parecieron siglos y volverla a tener encima y volver la vista atrás y verlo a él, a su padre, emocionado y enamorado como la primera vez y saber que, ahora sí, ya estábamos en casa.

El parto que has tenido, sea por cesárea o vaginal, con o sin epidural, largo o corto, no te define como buena o mala madre. Cada nacimiento es único, irrepetible y debería ser precioso (independientemente de cómo tu bebé decida llegar al mundo). Yo no me merezco un premio ni una alabanza por parir de las maneras que he parido. No merezco que me hagan la ola por no haber necesitado episiotomía o fórceps. Este solo es mi relato de parto, mi manera de no olvidar, porque me doy cuenta que con el tiempo es posible que las imágenes de los dos partos se confundan, se desdibujen o transformen. Y esos dos momentos de mi vida, ese momento de ver por primera vez la cara de mis hijas al nacer, son los más intensos y potentes que viviré jamás. Porque no hay nada comparable con dar a luz. Por muy doloroso que sea.

Y no podemos controlar cómo será el parto. Pero sí podemos planear quién nos va acompañar en el proceso: una buena entrenadora que entienda como Thais todo lo que representa un embarazo, una fisio del suelo pélvico que sea como tu hogar como Blanca, y si puedes escoger para parir el día que tu comadrona vitamina está de guardia, entonces haces un pleno. Yo me he rodeado durante el proceso de mujeres increíbles, respetuosas, que te empoderan. Mujeres que son brujas que hace siglos quemaban en la hoguera por ser excepcionales, que curan y te hacen sacar la fuerza de donde no la tienes. Y si consigues que en tu camino te acompañen personas increíbles, ya tienes medio trayecto hecho y solo te queda confiar que tú vas a saber hacerlo, sola, acompañada, con ayuda o sin ella. Y sobre todo, disfrútalo, porque ¿cuántas veces vas a parir en tu vida?

Cosas que no deberían darnos miedo

Foto de Blasco Visual Studio

Hoy vengo a hablarte del miedo durante el parto. Ojalá pudiera empezar diciendo algo así como “estos son los miedos más habituales de un parto en situación normal”. Lo que pasa es que, siendo sincera, lo de “situación normal” ahora mismo suena a broma del mal gusto, así que voy hablarte de los miedos en una situación apocalíptica y que nadie debería padecer.

Escribo esto desde lo que creo que es una crisis de fatiga pandémica que se ha agravado después de unas segundas Navidades atípicas, tan atípicas que no ha habido ni comidas familiares, ni sobremesas y, por no haber, no ha habido ni turrones (gracias diabetes gestacional, un detallazo). Escribo diciéndote algo que ya sabes: mi primera hija nació el 12 de marzo de 2020, pasé un posparto pandémico apocalíptico. Sufrí una perdida (temprana, sí, pero una pérdida al fin y al cabo)el 5 de enero de 2021, sola en urgencias sin mi compañero. Y voy a parir mi segunda hija con fecha de parto prevista el 16 de enero de 2022, sí, en plena sexta ola. O sea; tengo un máster en gestar y parir pandemials. Así que lo siento pero me voy a permitir un poquito de “estoy hasta los ovarios” porque todo apunta que no voy a tener nunca una gestación “normal”. No de nueva normalidad, no. A mí esto de la nueva normalidad me parece una patraña que de normal tiene lo que yo te diga. Me refiero a tener un embarazo, un parto y un posparto de la era antes del puto bicho. Creo que jamás tendré esa oportunidad porque de momento no está en mis planes ser trimadre.

Antes de nada quiero decirte que sí, que ya lo sé, que todos estamos viviendo la pandemia cada uno con nuestras mierdas. Que sí, que también lo sé, que la vida sigue. Me harté de oír estas cosas durante el posparto de Arlet, cuando estábamos confinados y parecía que no tenía derecho a quejarme porque “a ver un posparto tampoco es para tanto, que estás confinada como todo el mundo.” “Es que solo te quejas, todos lo estamos pasando mal”. Pues mira, me quejo si me da la gana. Y no, no espero que me den una medalla por ser madre, porque seguramente ya habrás oído eso de “ tienes hijas porque quieres”, pero las madres, como todos tenemos derecho a decir lo que nos apetezca, por mucho que ser madre sea algo que hayamos escogido nosotras. Y un embarazo es una situación ya de por sí incómoda, y ya genera unos miedos (cada futura madre tiene los suyos propios), como para tener que vivir con miedos ampliados por un virus que parece que no nos ha enseñado nada en dos años.

Una futura madre no debería pasar sus tres últimas semanas de embarazo encerrada y aislada del mundo. A ver, que tampoco soy una persona extremadamente sociable, la verdad es que soy de poca gente y bien escogida. Y después de todo esto: de la brutalidad del maternidad, del distanciamiento de la pandemia, del encerramiento físico, pues la verdad es que interactúo aún con menos gente que antes. Pero con unos pocos no significa que no los necesite. Pues con esto de la sexta ola, de las situación extrema y los contagios, hace muchos días que no veo muchas caras diferentes. Tengo mucha suerte que Miguel y Arlet me caen mínimamente bien, pero, en serio, necesito perderles de vista un ratito (y estoy segura que ellos a mí también)

Jamás debería darnos miedo parir solas. Jamás. Pues bien, si das positivo en Covid en el momento del parto, ¿adivinas qué va a pasar? Pues que parirás sin acompañante. Sí, sí, el padre de tu hija o hijo no podrá estar presente. No sé qué pasa si él también es positivo. No tendría mucho sentido que no pudiera estar contigo estando los dos contagiados pero, vamos, no me sorprendería tampoco. En mis peores pesadillas me imagino en una sala fría con un foco en la cara, tumbada y con una matrona vestida de extraterrestre y la oxitocina sinceramente no la veo por ningún lado.

Sí, sé que me pongo en lo peor, pero el parto de por si da miedo. De hecho podría decirte que me da más miedo este segundo parto que el primero. Seguramente porque en el primer parto quedaban aún dos días para que el mundo se volviera una serie mala de zombies. También porque en el primer parto tienes miedo a lo desconocido, en el segundo tienes miedo porque ya sabes lo que es. Quizá como mi primer parto fue tan relativamente fácil, no me acabo de creer que pueda tener tanta suerte y tener uno igual de bueno, pero bueno esto es paranoia normal y aceptable, no viene por la pandemia.

Una embarazada en sus últimas semanas de embarazo no debería preocuparse porque la trasladen de hospital en plena dilatación. Porque resulta que los partos con positivos de Covid se centran en un hospital en mi ciudad. Es una decisión totalmente comprensible, ya que en el sitio que me toca parir no hay la posibilidad de aislar a la parturienta, con lo que todos los partos de mujeres positivas se derivan a otro hospital, a no ser que llegues en expulsivo, que entonces pues obviamente hacen lo que pueden con lo que tienen. Si ya lo sabes cuando te pones de parto, bueno, mira ya vas directamente al otro hospital. Pero… ¿y si no sabes? Estás allí tan ricamente y te dicen “Mira, como solo estas de 4 centímetros y acabas de dar positiva, te vamos a trasladar.” Me imagino el percal, el susto y la angustia y sinceramente me toca la moral.

En las últimas semanas de gestación, no deberías tener que preocuparte por si te toca parir con un equipo médico que no conoces. Porque obviamente si te trasladan de hospital no vas a conocer la gente que te va atender. Y en un parto la confianza con quien te atiende lo es todo (o casi todo que tú también pones lo tuyo). Yo en mi hospital voy tranquila porque conozco el equipo. Vale, no todos me gustan y tengo mis preferidos/as, pero los conozco. Si doy positivo en el momento del parto (o antes del parto y estoy en los diez días de aislamiento… ¡Ah! No.. espera, ahora se ve que solo son siete días) pues, ale, ¡a la aventura!

Y durante las últimas semanas de embarazo deberías recibir todos esos abrazos que necesitas. En cambio ahora toca ir por la vida evitando el contacto con tu propia familia que para ti se han convertido en armas de destrucción masiva andantes. Y encima tienes que lidiar con la incomprensión, con la gente que no entiende que quien va a parir sola y aislada si dieras positiva eres tú y no ellos. Porque es muy fácil opinar desde la barrera. Ahora… vivirlo cada una lo vive como puede.

Y encima me da por pensar no solo en el parto, sino en el posparto. Con Arlet fue fácil gestionarlo: confinamiento, 0 visitas, 0 opiniones no pedidas. Pero con Cloe estaremos en plena ola y a ver cómo le hacemos entender a la gente que el virus sigue ahí, que la bebé es muy pequeñita y que no me apetece nada que se contagie, con lo cual no hace falta que te acerques. Pero sinceramente, ya tengo demasiada comida en mi plato para ocuparme del postre.

Me gustaría mandar un abrazo a todas estas embarazadas que están en la recta final, sufriendo por lo que pasará en los próximos días. A todas y cada una de vosotras: no estáis solas. Tu miedo es tuyo y lo gestionas como mejor sabes. No permitas que nadie te menosprecie y haz lo que creas que es mejor para ti y tu bebé. Si quieres aislarte, hazlo. Si quieres hacer vida normal y abrazar a tus padres, hermanos, sobrinos; hazlo. Lo que hagas, estará bien. Porque a este paso no sé si será peor pillar el puto bicho o acabar todas locas y desquiciadas.

Relato. Suerte

Me quedé sin batería en el móvil. Eso quizá ahora no tendría importancia, pero en 2005 no estábamos acostumbrados a llevar baterías adicionales, ni cargadores de coche. De hecho, en 2005 el móvil no era tan importante. A no ser que condujeras por una ciudad desconocida, por el lado contrario de la carretera, con un móvil conectado a un artilugio que lo convertía en GPS sirviéndose de magia.

Porque en 2005 no alquilábamos coches con GPS. Ni teníamos móviles con pantallas grandes que se conectaban a Google Maps. En 2005 vivíamos en la prehistoria tecnológica. Pero había gente como él que siempre tenía lo último en tecnología. Y obviamente un aparato que se enchufaba a tu móvil y lo convertía en un GPS era lo más.

Y más si querías cruzarte el norte de Inglaterra así a lo loco de este a oeste, sin tener ni idea de inglés, como si la aventura fuera a salvar una relación que estaba acabada desde hacía tiempo.

Pero me quedé sin batería en el móvil. En medio de Manchester, en lo que parecía ser un día de festival porque las calles estaban repletas de gente con camisetas de los equipos de fútbol de la ciudad.

– Mira, hoy es el derbi. Juegan el Manchester United y el Manchester City. ¡Qué suerte hemos tenido!
– ¿Suerte? ¿En qué mundo vives, David? ¿Tú te piensas que, así porque eres tú, vas a encontrar entradas para ver el partido sin tener que donar un riñón para pagarlo? ¿Tú me has oído cuando te he dicho que me he quedado sin batería en el móvil? No tenemos ni puñetera idea de cómo llegar a Durham, nuestro inglés es una mierda y tú eres suficientemente guay para comprar un aparato que convierte el móvil en GPS pero no lo eres para traer un móvil con batería?
– Claro, ahora será mi culpa que te hayas quedado sin batería, ¡no te jode!
– No, tu culpa es no haber alquilado un GPS, como todo el mundo. Se llaman TomTom ¿sabes? Son súper útiles te llevan a los sitios sin necesidad de tecnología de la NASA. Pagando, vamos.
– Claro, María, como te sobra la pasta…
– Si me sobrara la pasta pagaría a alguien para que te acompañara hasta Durham a ver una catedral que me importa una mierda y que tú solo quieres visitar porque ahí se grabaron algunas escenas de Harry Potter. En serio, ¡madura ya!

Llevábamos desde Liverpool discutiendo por tonterías. Era muy consciente que la idea de recorrer todos los escenarios donde se grabaron las pelis de Harry Potter hasta el momento no era la mejor de mis ocurrencias. Primero, que Harry Potter me importaba un pimiento. Segundo, que intentar salvar una relación en un viaje donde el cincuenta por ciento del tiempo teníamos que estar los dos en el coche, solos, conduciendo por el lado contrario, con el único pasatiempo de criticar lo mal que conducía el otro por el puro placer de discutir no era precisamente un plan romántico.

Sabía que el romanticismo murió mucho antes que la batería del móvil. Mucho antes de aterrizar el avión. Es solo que me resistía a aceptarlo. Pero estar allí, un siete de diciembre, congelada, en una ciudad desconocida y lejos del siguiente hotel sin saber cómo llegar y que él se planteara ver un partido de futbol sabiendo que el deporte me aburría soberanamente, pues eso sí que para mí era el fin.

Decidí no discutir. Salvé como pude el tráfico alrededor de estadio y aparqué. Intenté contener las ganas de estrangularle. Tenía la esperanza de que acabaríamos rápido: haríamos la cola en las taquillas y si con suerte quien nos atendía entendía nuestro inglés de rebajas, nos diría que no había entradas y nos iríamos por donde habíamos venido. Lo peor que podría pasar era que nos ofrecieran unas entradas astronómicamente caras y David se planteara gastarse el presupuesto de lo que nos quedaba de viaje en un simple partido.

Estaba enfadada porque él parecía no entender, por puro egoísmo, que lo único que me apetecía era llegar al hostal en Durham y dormir, olvidarme de los quilómetros de ese día y despertar al día siguiente pensando que esa relación aún se podía salvar. Todos los días ponía el contador de mi paciencia a cero, pero de eso él no se daba cuenta.

David estaba de buen humor mientras esperaba en la cola. Hablaba como si no nos hubiéramos quedado sin batería, como si no hubiéramos tardado una hora en aparcar, como si tuviera alguna esperanza de ver el partido. Hablaba de Cristiano Ronaldo como la estrella del Manchester United, de cómo el estadio Old Trafford era según su punto de vista uno de los estadios más bonitos de Inglaterra. Y, a cada pausa, se me iba agriando la cara y se me iba hinchando la vena del cuello, hasta tal punto que tuve que quitarme la bufanda para no ahogarme.

Era imposible ser borde con la chica que nos atendió; su sonrisa emanaba un optimismo casi insultante, dadas las circunstancias. David empezó a hablar a trompicones y cuando llevaba media frase, la chica de la taquilla levantó la vista y dijo:
– Quillo, ¿tú también eres del sur, no? Me puedes hablar en castellano, que soy de Cádiz.

Me explotó una carcajada en la boca. Tanto pavonearse de su inglés de mierda y cualquiera con tres frases adivinaba su origen. La chica me miró con complicidad y volvió a dirigirse a David.

– Un mal día para intentar conseguir entradas, además hace un frío de mil demonios. La mayoría de entradas que quedan, que son pocas, son carísimas.

Suspiré tranquila. Por fin ya podríamos irnos y empezar a discutir sobre lo realmente importante: el móvil no encendía y no sabíamos cómo llegar a nuestro destino.

– Aunque, siendo paisanos como sois, creo que hay un par de entradas que os podrían gustar. ¿qué os parece si os las dejo por treinta libras?

Y la odié, con todas mis fuerzas. No solo porque se acababa de esfumar la esperanza de no tener que malgastar más de tres horas de mi vida viendo un partido que no me importaba, sino que encima esa chica me había engañado con esa cara de mojigata.

David pagó sin pensar, cogió las entradas y me agarró de la mano para buscar el acceso al palco. Empezamos a caminar entre la multitud, dando vueltas por los bajos del estadio y a cada puerta que descartábamos, empezábamos a pensar que la chica nos había vendido unas entradas que no existían, ya que todas las entradas eran letras y en nuestros tiques especificaba claramente el número “22”.

A la segunda vuelta agotadora, yo había perdido la esperanza de poder volver a casa sin mencionar lo gilipollas que era David y lo fácil que era engañarle, pero él no admitiría tal cosa, así que se acercó a un chico de seguridad y le tendió las entradas.

El chico se puso recto enseguida, hizo una reverencia y nos escoltó hasta una entrada que era diferente al resto. “Private VIP lounge”. Una azafata nos acompañó a un ascensor que nos llevó al último piso lleno de salas privadas enmoquetadas y mesas con cubertería victoriana. Yo no daba crédito, pero David estaba eufórico.

– ¡Qué maja la chica! Nos ha dado entradas VIP.
– En serio, tío, tú naciste con la puta flor en el culo. No solo ha coincidido que hemos llegado a Manchester el día de derbi, que encima te has encontrado con la única vendedora de entradas que tenía dos invitaciones VIP y nos las ha vendido por un precio de mierda. Yo de verdad que alucino. Ya si nos dan de comer, ni me lo creeré.

La azafata se paró ante una puerta y abrió solemnemente, nos presentó nuestro camarero personal y nos deseó una buena velada, no sin antes sugerir una copa de champán y las gambas.

Me espachurré en el sofá, pedí un café con leche, saqué la libreta y tiré el móvil en la mesa. Por decimocuarta vez en los últimos cinco días, abrí la libreta, leí las lista de la columna “razones para dejarle”, giré la página y levanté la vista para observarlo. Y allí estaba él, como un niño chico, emocionado, amorrado al cristal. Y aunque la lista en la columna de “razones para NO dejarle” seguía vacía, me contagió la emoción de la suerte. Y una vez más, me quedé.

Más de dos

foto de Blasco Visual Studio

Es cosa de dos. Y debería seguir siendo solo cosa de dos, pero nos empeñamos en hacer de la búsqueda del embarazo, la gestación y la crianza algo que parece ser de interés público. Y esto durante el embarazo de Arlet me sorprendió, pero con el embarazo de Cloe no me apetece ni siquiera ser políticamente correcta.

Empezamos por lo que creo que ya te he mencionado alguna vez. Esa temible pregunta de “Y vosotros, ¿cuándo os animáis?”. ¿Te pregunto yo a ti si hoy has follado? ¿Sabes por qué cosas pasamos mi pareja y yo? Quizá nunca nos planteamos tener hijos hasta que en nuestro alrededor empezó la fiebre por la realización personal a través de la crianza.

O quizá el embarazo es eso que deseamos con todas nuestras fuerzas, que llevamos intentando desde hace dos años. Quizá estamos por un proceso económicamente y anímicamente devastador de reproducción asistida. Quizá nada nos está funcionando. Y no necesito que tú nos preguntes cuándo nos animaremos, porque precisamente animados no estamos.

Y obviamente cuando tengáis uno no será suficiente. Necesitáis oír eso de “¿cuándo vais a buscar la parejita?” Aunque llevéis meses sin dormir. Aunque la maternidad/paternidad os encanté pero os consuma hasta la última gota de energía que quedaba. ¿Te has planteado que quizá no queramos más hijos? Hasta podríamos contestarte que no, que hemos tenido mucha suerte teniendo una niña, que no queremos tentar la suerte porque nos gustan las niñas y si tenemos un niño quizá nos arrepintamos de la decisión de volver a ser padres. Porque a preguntas estúpidas solo se puede responder con actitudes desafiantes.

Y dirás, bueno cuando ya me quede embarazada porque nos toca por edad, y ya tengamos un segundo, podríamos pasar por la fase de “¿queréis otro? ¡Estáis locos!”. Pero no es un “estás loca” en plan amiga en una conversación de lavabo de discoteca (era antes del Covid) sino una expresión de desaprobación total. Bien, pues cuando lleguéis al punto que todo el mundo ya haya pasado por dar su opinión al respecto de cuándo es el momento adecuado para tener un bebé y ya hayáis superado la cantidad que esté socialmente aceptada (que variará según la moda del momento), entonces os llegará que la gente opine sobre el embarazo.

Porque la gente opinará sobre el embarazo. Ya te conté en la última entrada de maternidad la manía persecutoria que tiene todo el mundo con preguntar el peso que has cogido. Pero es que si solo fuera el peso, quizá sería soportable. Resulta que todo el mundo sabe más que tú de embarazos. Aunque ya hayas pasado por uno. Por no hablar que tu cuerpo se ha convertido en dominio público: cualquiera tiene el derecho de ponerte la mano en la barriga y acariciártela. Te conozca o no. A mí a estas alturas que me lo haga la gente que me conoce ya no me provoca un sentimiento asesino interno de arrancarles la mano. Pero que me lo haga la gente que no conozco en cualquier situación posible, saca lo peor de mí. Lo peor de lo peor.

Deberías caminar más. Tienes la barriga enorme para la semana que estás, fijo que no llegas a la fecha prevista. Deberías estar contenta, estás embarazada es el momento más bonito de tu vida. Ay, si es que solo te quejas. ¿Tú estás segura que solo llevas un bebé? ¿Seguro que estás de X semanas? Es que tienes la barriga tan pequeña que no lo parece. La barriga está muy baja, seguro que te toca esta semana (a ver, señora random en la cola de la carnicería, me quedan cinco semanas, déjeme en paz).

Opiniones hay muchas, sobre todo relacionadas con el tamaño de tu barriga, o la posición. Pocas veces (hablo siempre en genérico y cuando se trata de la gente desconocida que cree que es aceptable hablarte de estas cosas sin ni siquiera saber tu nombre) te preguntan cómo estás realmente. Porque en serio ¿tú sabes si yo tengo algún trauma relacionado con mi peso o con mi cuerpo? ¿Y si resultara que tengo desde pequeña un complejo con mi barriga y estás haciendo volver los fantasmas que me están costando mucha pasta en terapia?

Estar embarazada no es la panacea. Hay veces que sí, pero también hay veces que no. Mi hermana una vez me dijo que echaba de menos su barriguita. A mí casi me da un derrame. Somos la noche y el día. Para mí la gestación es un trámite incómodo. La primera vez que tuve a Arlet encima fue catártico, pero el embarazo fue un engorro. El embarazo de Cloe está siendo una castaña muy grande: físicamente, pero sobre todo anímicamente. No necesito que nadie me diga o puntualice que el tamaño de mi barriga es de un tipo, o que no llegaré a enero.

Y por último, están las opiniones de crianza. Estas ya son especialmente molestas. La gente olvida que las decisiones de cómo criar a nuestras hijas solo son de mi marido y mías (¡bah! ¿Para qué mentirte? La mayoría de decisiones yo las propongo y Miguel las acepta a no ser que sea algo que choque con sus principios). En cualquier caso, si nadie te ha pedido la opinión, yo prefiero no saberlo.

Sí, sé leer. Me he informado, sé que dar pecho es lo mejor. Pero a lo mejor no puedo darlo. Sí, sé que el colecho es lo más, pero a mí me gusta dormir en diagonal y preferí durante el primer año que Arlet durmiera en su moisés (y sí, más tarde en su cuna en su habitación, sola). Pero es que Arlet era una niña trampa, dormía del tirón y se despertaba relativamente poco. Pero aunque hubiera sido una niña habitual, quizá hubiera tomado la misma decisión.

Sí, a nuestra hija le damos de comer lo que nos da la gana. A trozos. No le damos triturados porque nos gusta la idea de que exista la posibilidad de que se atragante. Y si nos pide repetir, le damos. Y si un día no quiere comer, no la obligamos. Fantaseamos con la idea de que tenga una relación sana con la comida, entendemos que es una niña y por lo tanto hay cosas que le gustan, hay cosas que no y hay días que no le apetece algo y no la obligamos. Y por todo eso siempre puede haber gente que opine, gente que diga que come poco o demasiado (y a mí me gustaría que alguien me dijera la fuente fiable en la que se define “poco” o “demasiado”). Gente que incluso insinúe que si no le das tal mierda de comer (galletas, Bollycaos, lo que se te ocurra), tu hija será super infeliz.

Que sí, que todos somos mucho mejores padres/madres antes de tener el primer hijo. Porque la teoría nos la sabemos todos. Pero si me das tu opinión (que seguramente no te haya pedido porque no la necesito) lo más probable es que no me salga la vena simpática (que te juro que la tengo). De hecho tienes bastantes números que mi contestación sea más bien poco agradable o incluso maleducada.

Así que si estáis hartos de las opiniones de los demás, lo mejor que podéis hacer es quitaros el filtro de lo que está socialmente bien responder y hacer lo que hace la gente con vosotros: decir las cosas sin pensar, porque si ellos pueden hacerlo ¿qué os impide a vosotros contestar cómo os dé la gana? Porque al final todo este tema solo es cosa de dos, aunque el mundo se empeñe en hacerte creer lo contrario.

Mademoiselle Coco y la pasión por el número 5. Michelle Marly.

Siempre me han fascinado las biografías. Me encanta descubrir aspectos poco conocidos de personajes famosos, especialmente cuando se relatan relacionados con momentos históricos importantes. En Mademoiselle Coco encontrarás la historia fascinante de cómo Chanel elaboró su perfume más mítico.

Este libro nos muestra una mujer fuerte y empoderada (sí, esa palabra que está tan de moda) independiente y trabajadora, que vive la vida como debería ser vivida: con pasión y sin tapujos, aprovechando cada oportunidad para ser feliz y conseguir el éxito. Una mujer con las ideas claras, que marcó un antes y un después en la moda y que se hizo famosa por crear un perfume que trasciende generaciones y que aún hoy en día sigue siendo actual y fresco y adecuado para cualquier ocasión.

Chanel n. 5 nació como un perfume para regalar a las clientes en navidad y acabó siendo un icono de todos los tiempos y en este libro se describe, como hilo conductor de la novela, toda su creación. Pero la fabricación de este perfume solo es una excusa para profundizar en una mujer única que hizo historia.

Quizá para mi gusto en algunos puntos un poco demasiada extensa, la novela profundiza en la cara más personal de Coco, en aspectos relacionales y románticos. Me gusta su libertad y su manera de gestionar la parte emocional. Marcada por la muerte de su amante, su vida gira entorno al recuerdo de un hombre y los sueños que construyó con él.

Me apasiona del personaje cómo se toma su relación con los hombres: de manera independiente y sin ataduras, sin depender de ellos. Sorprende la naturalidad con la que se toma el hecho de tener como amante un hombre casado, de no supeditar su éxito al apoyo masculino.

Una novela para pasar un fin de semana de invierno descubriendo poco a poco la psicología de un personaje realmente único.

Relato: Paralelo

Me marché a pie sin decirle nada. Cerré la puerta con cuidado mientras le oía silbar en la bañera. Imaginé su cuerpo desnudo arrugado como una patata vieja, un cuerpo que para mí acababa de perder cualquier atracción. Nerviosa, esperé el ascensor deseando que no hubiera oído el sonido de las bisagras al irme.

Era imposible que me hubiera oído. Él tenía su propio concierto desafinado montado mientras el agua de la bañera hacía espuma cubriéndole poco a poco. Calculé que no saldría de allí en por lo menos unos cincuenta minutos más. ¿Era ese tiempo suficiente para desaparecer para siempre de su vida? Yo seguía viviendo en la misma casa, él podría encontrarme. Y de repente me di cuenta: no me daba miedo que no me encontrara, lo que realmente me aterraba era que no me buscara. Desde fuera podía parecer que que él no intentara buscarme era el mejor de los finales que podría darle a esta historia. Pero yo jamás fui de buenos finales.

Me devolví la mirada en el espejo del ascensor y reviví los mensajes que había leído.

“¿Nos vemos mañana, mi amor?”
“Claro mi vida kedamos pa comer en casa de mi madre? Haber si mañana dormimos juntos”.

Y subí mentalmente la conversación, día tras día. Y cuanto más recordaba, más increíble me parecía que todo esto hubiera empezado dos años antes de conocerle. O sea: en realidad yo era la otra. Y no ella. En el espejo no me parecía que yo tuviera pinta de ser la amante. De hecho, si me hubieran preguntado jamás hubiera accedido a serlo. Yo siempre fui la única. La hija única, la princesa de papá, la reina de la casa, y la novia que merecía toda su atención.

Me ardía el cerebro. Literal, y no solo por sus faltas de ortografía a las que ya debería estar acostumbrada. La niebla que había empezado al ver un mensaje de casualidad, se convirtió en fuego, en humo que me invadía los pulmones, en un cosquilleo en la frente, en un sudor frío. Un tembleque de manos que no permitía sostener un móvil ajeno. Una visión borrosa, como si fuera una pesadilla. Y un momento de lucidez que derivó en una escapada desesperada y silenciosa. Después de cuatro años de relación jamás pensé que terminaría así. Sin un adiós, aprovechando que él se daba un baño de espuma en la misma habitación del hotel a la que volvíamos una y otra vez.

Y allí descendiendo los cinco pisos en ascensor, tuve que decirle adiós sin palabras. Porque yo me quería más que eso. Porque yo merecía más que eso. Y porque no huía. La huida solo se justifica cuando antes has hecho algo malo.

Descalza en la recepción, con el pelo enredado supe que en realidad eso era lo mejor que podría haber hecho. Pagaría toda una fortuna solo por verle salir del baño, con restos de espuma en el pelo, sin entender nada, en la soledad de una cama deshecha que aún olía a sexo. Hubiera suplicado por ser invisible, por verle esa mirada de perro tristón al darse cuenta que me había marchado. Y nada sería mejor recompensa al ver en la pantalla del móvil su nombre. Y todos esos mensajes que escribiría pidiendo explicaciones, hasta que viera que los mensajes que él no había llegado a ver ya estaban marcados como leídos.

Y quizá su inteligencia le permitiría sacar conclusiones. Deduciría que lo había descubierto. Se desesperaría. Lloraría. Se vestiría rápido, quizá bajaría descalzo como yo. Me buscaría donde mi coche ya no seguiría aparcado. Pediría un taxi. Llamaría a mi timbre y yo jamás le abriría la puerta.

Pero si todo eso ocurría, también significaba que yo jamás tendría una explicación. Y antes de cruzar la puerta de salida del hotel recibí el mensaje que había imaginado durante la huida. Demasiado pronto: debería haberlo recibido en casa. Me preguntaba cómo de rastrero sería pidiendo perdón, con qué faltas de ortografía se disculparía, cuál sería su estrategia para hacerme volver.

“como te atrebes a mirarme el mobil?????”

¿Y eso era todo? Ni una disculpa, ni un arrepentimiento, ni un ápice de intención de hacerse el mártir. Cuatro años, y ¿no merecía ni siquiera un uso correcto de la uve o la be? Eso, ni de lejos era lo que yo había imaginado.

Delante puerta de cristal respiré profundamente y cerré los ojos.

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Y en abrir los ojos por un momento he imaginado que ese día hace cinco años crucé la puerta para no volver. Una vez más el orgullo me jugó una mala pasada, no pude marcharme así, yo merecía algo más que una mierda de mensaje.

Antes de firmar el papel que me divorcia de él definitivamente, le perdono a mi yo del pasado haber caminado sobre sus pasos y vuelto a subir al quinto piso. Le perdono haber entrado en esa habitación, haber perdonado aunque él no lo hubiera pedido. Le perdono haberse quedado, por quererse poco a ella misma. Le perdono estos cinco años de prórroga y los dos hijos de un matrimonio que jamás tuvo que celebrarse.

Y ahora cinco años más tarde, por fin, estoy preparada para salir de este hotel, esta vez sí, sola y con zapatos.

Asylum Road. olivia Sudjic

Hasta el 2020, había leído pocos libros que tuvieran alguna relación con el conflicto en los Balcanes. Pero este año descubrí Atrapa la liebre y me fascinó y hoy te recomiendo Asylum road, un libro que nos habla de las consecuencias psicológicas de la guerra. Ambos se centran en el después de la guerra, las consecuencias en mujeres que no deberían haber vivido nada de eso en su infancia. Pero Asylum road va mucho más allá de vivencias; se adentra en lo profundo de las secuelas de haber sufrido un conflicto bélico y un exilio.

Al principio cuesta mucho entender el personaje principal, yo creo que incluso llega un momento que puede llegar a caerte mal por esa imposibilidad de reacción, de ver las cosas como si fuera todo a través de un cristal, sin reaccionar. La protagonista parece que tiene horchata en las venas más que sangre. Tiene cosas de esas que dices pero…¿cómo puedes ser tan pánfila?

Pero en algún momento indefinido de la historia consigues conectar, y desde ese momento no puedes dejar de leer. Asylum road te atrapa por su oscuridad y crudeza, por sus recuerdos y sus descripciones. Al inicio lento, como un sueño que desaparece en la memoria y a medida que avanza la historia se construye un final totalmente inesperado que no puede más que dejarte con un sabor de boca de esos que es difícil tener con novelas que al principio prometían tan poco.

Sin duda una lectura muy recomendable.

El peso del embarazo

Cuando te quedas embarazada y a todo el mundo le preocupa tu peso… eso sí que es un tema sobre el que deberíamos reflexionar todos. Porque es muy agotador. ¿En qué momento se considera socialmente correcto opinar libremente sobre un cuerpo ajeno? ¿Tú vas por la vida opinando impunemente sobre los demás en su cara? Estoy segura que no. Entonces, ¿por qué coño cuando hablamos con una embarazada una de las preguntas que hacemos se refiere al peso?

Me ha costado muchos días escribir sobre la maternidad. Era muy difícil para mí hablar de algo sin poder contarte que vuelvo a estar embarazada. Cualquier cosa que escribía no sonaba a mí porque la censuraba esperando que pasará el temido primer trimestre y pudiera por fin cagarme en todo (de nuevo) libremente.

Me han felicitado por mi peso. Creo que no me había pasado en la vida, te lo juro. He cambiado de comadrona. En este segundo embrazo tengo demasiadas cosas en la cabeza como para lidiar con una persona que me llegó a decir cosas como “uy, esta niña es muy grande van a tener que cortarte para que salga”. Sí, sí, existen profesionales de este tipo, del tipo que cuando te subes a la báscula te dicen, “¿pero has visto esto?” Sí, lo he visto. También vi todos mis fantasmas adolescentes volar por encima de mi cabeza a cada gramo que subía, a cada bronca.

Durante mi primer embrazo comí súper bien e hice deporte hasta la semana 38. Te aseguro que independientemente de los quilos que ganara, que no eran una consecuencia de hacerlo mal ni de ponerme hasta el culo de pasteles, estaba sanísima. Tuve un posparto fácil (físicamente hablando, obviemos la pandemia). En este segundo embrazo me esta costando un poco más, para empezar empiezo con cinco quilos de más. Me subo a la báscula y antes que la comadrona me dijera algo ya le recordé que mi hija había nacido hace un año y ella me contestó “ está claro, aún estás en posparto, ¿qué esperas? Es lo más normal del mundo.” ¿Por qué ni conocí en mi primer embarazo a este amor de mujer?

He llegado a oír cosas como “ bueno ya he perdido los X quilos que gané porque lo hice muy bien y, claro, así es fácil” dicho por alguien que había parido un mes antes. Porque lo había hecho bien. ¿Bien según quién? Según unas tablas que dicen que deberías engordar nueve quilos. Claro, porque todos los cuerpos son iguales y deben regirse por la misma tabla. A mí, lo siento, me enerva de sobremanera oír a madres hablar así a otras madres. A ese tipo de comentarios lo que me sale preguntar es “Ah ¿sí?, qué bien ¿y te has recuperado igual de la vagina?” Porque claro, puedes haber perdido todo el peso pero es que a lo mejor tu suelo pélvico se va cayendo por el camino, porque para ti lo importante es el peso, pero para mi lo importante es que no se me caiga el útero cuando salte con mi hija en una cama elástica. Mira tú, cada uno tiene sus preocupaciones, lo mío con el suelo pélvico es una obsesión.

¿Sabes si esa madre la que estás preguntando cuánto ha engordado ha pasado un buen embarazo? No, no tienes ni puta idea. No sabes si tuvo crisis de ansiedad o si psicológicamente estaba hecha una mierda. No lo sabes. Pero te preocupa su peso. ¿Cuánto ganaste en el embarazo? ¿Y a ti que te importa? ¿Cuántos quilos llevas en este embarazo? Pero a ver… ¿te pregunto yo, no sé, si has engordado este verano?

Focalizamos en el peso y nos olvidamos del resto. Nos obsesionamos con eso y descuidamos nuestra psique. Y lo peor es que el peso es algo que tienes que justificar al médico, a la comadrona, que bueno hasta ahí, pues mira, lo puedo medio entender. Pero en serio ¿también necesitas justificarlo con el resto del mundo? ¿No es suficiente mierda tener que vivir con náuseas, mareos, una barriga que te choca en todos lados y encima aguantar el inicio de las rabietas de tu hija mayor, que en realidad no es mayor, como para que encima te pregunten por el peso?

Pero es que no es solo durante el embarazo, en el posparto también, la gente te mira y te dice con sus dos ovarios o cojones, “Uy, aún te queda por perder” o “Ala pero si te has quedado igual que antes” o “ te has quedado chupada de dar pecho, tomate un potaje y engorda” o lo que sea.

Y si en vez de eso practicamos más el preguntar a alguien que está embarazada o acabada de parir un sencillo “¿cómo estás?”. Porque te aseguro que poca gente se acuerda de hacer esta pregunta y de quedarse a escuchar la respuesta.

El tranvía a la memoria

Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.

Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.

En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.

Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.

Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.

Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.

Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.

Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.

Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.

–Sois catalanas, ¿verdad?

A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto.
–Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.

Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?

Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.

–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado
–Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen?
–Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá.
–Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.

Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.

Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.

–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…

Valiente. Increíble.
Mi abuelo fue un héroe.

La mitad evanescente. Brit Bennet

La mitad evanescente de Britt Bennet es una mezcla de La casa de los espíritus de Allende, sin todas esas descripciones que a mi gusto sobran un poco, y Sartoris de Faulkner, sin esa oscuridad que te horroriza y a la vez te engancha. El libro que te traigo hoy se merece estar entre los diez mejores libros que he leído en lo que va de año. Es sin duda un diamante en bruto que merece la pena descubrir.

A ver, no es la panacea, no te quiero engañar, pero es un grito reivindicativo a autores emergentes. ¿Sabes que Britt Bennet nació en 1990? Si te acaba de pasar como a mí la primera vez que entrevisté una niña de 1996 y me paré a pensar “ pero un momento los del 96 ya tienen edad de trabajar?”, no te culpo. El tiempo pasa. Da rabia. Es lo que hay.

Pues sí, alguien que nació en 1990 ha escrito lo que yo llamaría una obra imprescindible. La mitad evanescente es como un Cien años de soledad modernizado. Bueno, vale, quizá me he pasado. Cien años de soledad no es comparable con nada. Pero tienen un aire.

Esta es la historia de una familia. Me ayudó mucho dibujar un árbol genealógico al empezar el libro porque a veces me pierdo entre abuelos y nietos, pero luego la historia fluye sola. La mitad evanescente nos cuenta el relato de dos gemelas que rehuyen de sus orígenes y se encuentran, inevitablemente, después de unos años. Es la historia entre la aceptación y el rechazo de lo que nos hace ser cómo somos. Es un homenaje a los secretos familiares (yo de paso les aconsejaría un poco de terapia sistémica) y al descubrimiento de uno mismo. Es sin duda un libro que puedes leer en pocos días y que cuando acaba dices “pues mira, cien páginas más no me hubieran importado”.

A este libro no le sobra nada: el amor en todas sus facetas, el miedo de ser descubierto, la alegría de reencontrar algo perdido. La mitad evanescente es un viaje a los orígenes, a la America profunda desconocida y un reencuentro con sentimientos universales.

Este es un libro ideal para llevarse de vacaciones, para perderse y adentrarse entre sus líneas, léelo tumbado/a en el playa, en el chiringuito mientras disfrutas de una cervecita o perdido/a en el bosque escuchando los pájaros. Estoy segura que no te defraudará.