
Blanca, la fisio del suelo pélvico, siempre nos pregunta en las clases de preparación al parto si es importante la manera cómo venimos al mundo. Es una pregunta que parece sencilla, pero en realidad depende mucho de tus propias creencias: si crees que tu carácter se forma según el estado de ánimo de tu madre durante el embarazo o si, por el contrario, piensas que todo esto carece de importancia. Yo creo mucho en las consecuencias de lo que recibes desde que eres un grupo de células hasta que naces. Y mis dos hijas tuvieron muchísima prisa por nacer. Y la mayor ya empieza a demostrar con su genio que la paciencia no es su fuerte. Igual que no esperó a nacer, ya que salió cual tobogán de parque de atracciones, en su día a día le puede la impaciencia.
En el relato de mi primer parto ya te conté que el que dijo que las contracciones eran como dolores de regla seguramente era un hombre, o nunca había parido. Lo suscribo con el segundo. Las contracciones iniciales de parto sí se parecen a un dolor de regla, pero las contracciones jodidas no se le parecen en nada.
Aunque no era primeriza, me costó identificar si estaba o no de parto activo, porque todo fue muy diferente al parto de Arlet. Cloe llevaba dándome por el saco desde el día 3 de enero, con dolores en los riñones continuos y bastante insistentes. Poco me imaginaba el sábado 15 de enero que ese era el día que la pequeña alien había escogido para nacer.
Ese día nos levantamos, como todos los sábados, gracias a mi gremlin de veintidós meses, demasiado pronto. Por suerte después de una semana de no dormir (yo creo que Arlet se olía que en breve su condición de hija única iba a pasar a la historia para siempre), ese día habíamos dormido más de ocho horas. Yo llevaba una semana diciendo que con el cansancio y las pocas horas de sueño no veía capaz de parir. Pues bien, Cloe tuvo la delicadeza de esperar al día que más he descansado en años.
A las 11:40 empecé a notar esos dolorcillos familiares. Ponerte de parto sola es una cosa, ponerte de parto con una pequeña Mowgli purulando a tu alrededor es una cosa muy distinta. A las 12:40 ya había constatado que esos dolorcillos/molestias venían muy seguidos y, como no tenía ninguna intención de parir en el coche dado que mi anterior parto fue relativamente rápido, decidí que Miguel tenía que llevar a Arlet a casa de mi madre, por si las moscas…
Me senté en la pelota y me dispuse a ver lo que sería la primera pasarela nudista atlética de mi hija: Arlet iba corriendo en pelotas por casa y Miguel iba detrás como pollo sin cabeza. Me reí mucho. Me reí porque no me podía creer que mi hija hubiera escogido ese momento para iniciarse al nudismo. Me reí también porque aunque tenía dolores cada dos minutos, no dejaban de ser molestias y si todo el parto era así iba a disfrutarlo de verdad.
“Ay, hija, con mi segundo parto también solo tenía molestias y mira llegué al hospital con medio cuerpo de tu hermana fuera”. Mi madre, siempre tan maja. Dicho esto decidí truncar el lado naturista de Arlet y pedirle a mi madre que viniera ella a vestirla porque la cosa en casa se estaba poniendo intensa. Y la Mowgli, que hacía cinco minutos corría con unos calzoncillos de su padre en la cabeza, riéndose y escapándose, vio a mi madre y se convirtió en un ángel que se vestía sin rechistar.
Besé y abracé a mi hija porque sabía que esa era la última vez que la abrazaba y besaba como hija única, y eso me dio penita y me trajo mucha culpa. Pero al verla irse contenta con mi madre todo pareció cobrar sentido.
Entré en urgencias a las 13:50. Recuerdo decirle a Miguel de camino algo así como “qué guay recordar el viaje en coche ¿no?” Básicamente porque cuando fui al hospital durante el primer parto estaba en un estado dolor/alteración de consciencia que según Miguel no era yo, era un monstruo tenebroso irreconocible. Pues esta vez disfruté del viaje y en mi cabeza iba pensando que Blanca siempre decía que si podía hablar durante las contracciones, es que aún no era hora de ir al hospital. No solo podía hablar, disfruté de ver el mar desde la ventana, de la música de la radio, de la vida en general como si fuera una hippie en plena fiesta de la primavera.
Y cuando entré en la zona de maternidad miré a mi comadrona, Wendy, que me había llevado durante todo el embarazo de una manera respetuosa y empática y le dije “Ves como tenía que parir hoy, estabas tú de guardia.” Llevaba una semana rezando para ponerme de parto los días que ella estaba trabajando porque no contemplaba que me atendiera cualquier otra comadrona. Y ella me sonrió, sabiendo que por mi manera de hablar no estaba ni de lejos a punto de parir.
Cuando la ginecóloga me examinó y me dijo que solo estaba de dos centímetros y el cuello estaba muy verde pensé que eso se lo podría haber dicho yo, que mis dolores de regla solo eran molestias. Pero mencionó que me mandarían a casa y yo pensé que estaban locas. Miré a la comadrona y con la voz más dulce que supe poner le dije: “Mira, Wendy en mi parto anterior ya sabes que tarde solo tres horas de estar de tres centímetros a expulsar a mi hija. Si me mandas a casa me arriesgo a parir en el aparcamiento y yo no estoy preparada para parir sola”. Y ella me tranquilizó y me dijo que nos esperaríamos media hora a ver si avanzábamos y valoraríamos.
Y a la media hora… me estaba cagando en mi marido, en la madre que me parió y en todas las mujeres de la historia… porque eso empezó a doler como yo solo intuía que me dolió el primer parto. Encima la pelota iba haciendo sonidos prehistóricos mientras mi marido… bueno hacía lo que podía, pobre. Porque si me tocaba, le gritaba que ni se acercara a mí; si se alejaba, le decía que quería mimitos y allí saqué todo mi arsenal de bipolaridad, que ¡ríete tú de Dr Jekyll and Mr Hyde!
A las 16:00 la comadrona me sugirió la epidural, porque ya había llegado a ese punto que yo iba repitiendo “no voy a poder, no voy a poder” a cada contracción desgarradora y le dije que sí, pero que me pusieran una dosis que pudiera caminar. Porque esta vez quería intentarlo, quería poder parir sin tener que tumbarme, quería poner en práctica todo lo que aprendí con el embarazo de Arlet y no pude decidir por bloquearme y pedir que me dieran droga dura para elefantes. Y por suerte, esta vez ella me entendió y lo respetó.
Y allí conocí al amor de mi vida: el anestesista. No sé si recuerdas en el relato del parto de Arlet que la anestesista que me tocó fue la persona más desagradable y falta de empatía que me encontré en mi primer parto. Pues en el parto de Cloe mi anestesista fue … increíble. Germán, así se llamaba, me trató con delicadeza y amor, en ningún momento me riñó por tener contracciones y cuando yo decía “no puedo, no puedo” él me contestaba que claro que podía que las mujeres éramos fuertes, valientes y podíamos dar a luz sin ninguna duda. Me enamoré perdidamente de ese hombre. No dudo que los dos anestesistas que me atendieron en mis dos partos hicieran su trabajo correctamente, pero la primera lo hizo de una forma de mierda y éste lo hizo como deben hacerse las cosas: con comprensión, paciencia y mirándome a los ojos.
Luego me pidió que no me moviera en media hora “son las 16:40, a las 17:10 puedes caminar”. Yo le pregunté hasta cuándo podía pedir la dosis elefante y él se rió y me contestó que hasta la bebé asomara la cabeza. Y yo me volví a trasladar al Caribe, en una playa idílica con mi copa de balón y mis rollos súper zen.
Vino la ginecóloga solo para decirme “lo estás haciendo bien” acariciarme el brazo y mirarme a los ojos. Y eso parece una estupidez, pero que la gente te mire y te vea pues se agradece en momentos así.
Entonces aprovechando que mi comadrona/salvadora pasaba por ahí yo, medio con vergüenza, le dije bajito “creo que me he meado” y ella me sonrió. En serio en este punto cuando todo el mundo ya te ha visto el culo con las batas ridículas del hospital y por lo menos dos personas te han puesto la mano en tus partes para decir “jolin esto va rápido”, ya debería haber perdido la vergüenza. Miró por debajo la sábana, se le pusieron los ojos como platos y llamó a la ginecóloga. “No, cariño no te has meado”
17:00 hora local de mi cerebro. La ginecóloga no tuvo tiempo de ponerse la bata y la comadrona me puso la dosis elefante que yo le avisé que me tenía que poner en el expulsivo. Pero… el expulsivo había empezado antes de que acabará la jeringa y duró… tres minutos. Y mi segunda hija se cagó antes de salir, con los ovarios que ya demostró su hermana cagándose en mi útero y no quiso ser menos. Y cuando salió, tan pequeña, tan indefensa, tan feíta y llena de vida, el mundo se paralizó de nuevo. Y el mundo se congeló cuando el cordón dejo de latir y me la tuvieron que quitar de encima porque sospechaban que había engullido su propia mierda. Recuerdo verla alejarse y volver a los dos minutos que a mí me parecieron siglos y volverla a tener encima y volver la vista atrás y verlo a él, a su padre, emocionado y enamorado como la primera vez y saber que, ahora sí, ya estábamos en casa.
El parto que has tenido, sea por cesárea o vaginal, con o sin epidural, largo o corto, no te define como buena o mala madre. Cada nacimiento es único, irrepetible y debería ser precioso (independientemente de cómo tu bebé decida llegar al mundo). Yo no me merezco un premio ni una alabanza por parir de las maneras que he parido. No merezco que me hagan la ola por no haber necesitado episiotomía o fórceps. Este solo es mi relato de parto, mi manera de no olvidar, porque me doy cuenta que con el tiempo es posible que las imágenes de los dos partos se confundan, se desdibujen o transformen. Y esos dos momentos de mi vida, ese momento de ver por primera vez la cara de mis hijas al nacer, son los más intensos y potentes que viviré jamás. Porque no hay nada comparable con dar a luz. Por muy doloroso que sea.
Y no podemos controlar cómo será el parto. Pero sí podemos planear quién nos va acompañar en el proceso: una buena entrenadora que entienda como Thais todo lo que representa un embarazo, una fisio del suelo pélvico que sea como tu hogar como Blanca, y si puedes escoger para parir el día que tu comadrona vitamina está de guardia, entonces haces un pleno. Yo me he rodeado durante el proceso de mujeres increíbles, respetuosas, que te empoderan. Mujeres que son brujas que hace siglos quemaban en la hoguera por ser excepcionales, que curan y te hacen sacar la fuerza de donde no la tienes. Y si consigues que en tu camino te acompañen personas increíbles, ya tienes medio trayecto hecho y solo te queda confiar que tú vas a saber hacerlo, sola, acompañada, con ayuda o sin ella. Y sobre todo, disfrútalo, porque ¿cuántas veces vas a parir en tu vida?