El tranvía a la memoria

Me senté a esperarle en un banco frente mi admirada glorieta del parque. Nunca pensé que podría llegar a estar en esta situación. Allí sola, delante de la iglesia Votiv. Tantos años investigando, tantas preguntas sin contestar y resulta que las respuestas las iba a encontrar en este parque en Viena, nada más ni nada menos que en el parque de Sigmund Freud. Seguro que eso tenía algún significado oculto.

Jürgen era un vienés de esos de acento marcado y mirada de Danubio. Se escondía bajo un sombrero típico de señor de antaño y tenía la energía que a mí, a mis veintitantos, me faltaba. Al verlo bajar del tranvía con un pequeño salto no pude evitar sonreír. No parecía que tuviera más de noventa años. Se acercó a la glorieta con pasos optimistas y una sonrisa inquieta. Si no nos lleváramos unos setenta años, cualquiera hubiera podido pensar que esto era una cita.

En el fondo, lo era. Me regaló un ramo de lirios y me hizo una reverencia como si yo fuera de la realeza. Me sentí un poco como Sisí ante tanta galantería. Eso para mí era una cita. Una sin intención sexual, claro está, pero una cita, al fin y al cabo. Puedo decir que había quedado con mi pasado. El pasado que nadie sabía, que hasta mis propios padres desconocían.

Yo jamás hubiera pensado que al volver del día de esquí en Unterberg, el destino me hubiera preparado esa inexplicable experiencia. Por más que lo pienso, es que ni queriendo hubiera podido imaginar un situación tan peculiar.

Con Anna siempre teníamos la mala costumbre de reírnos de la gente en el tranvía. Lo hacíamos en catalán y sin reparos. Con nuestro acento marcado de pueblo, exagerado para sentirnos más em casa. Nos metíamos con los abrigos de pieles de las señoras que jamás se depilaban el bigote. Nos mofábamos de ese color de piel de horchata de la gente de la ciudad. Nos burlábamos a carcajada limpia de la cara de amargada que llevaba la señora de la segunda fila. Criticábamos hasta la saciedad el atuendo de cada una de las personas que se cruzaban con nuestra mirada.

Ese día estábamos exhaustas: habíamos pasado el día bajando por pistas de esquí imposibles y no teníamos ni fuerzas para criticar. Nos dejamos caer en el banco del tranvía como si nos hubiera pasado por encima una elefante en tacones.

Entonces entró esa señora y ni Anna ni yo pudimos contenernos: ¡llevaba plumas de pavo real en el sombrero! Era demencial. Anna tuvo que soltar unas de sus groserías a lo que le respondí con una bobada aún más grande. Las dos nos dimos cuenta que el señor que teníamos sentado delante nos miraba divertido detrás de sus gafas colocadas al borde de la nariz.

Seguimos hablando, en catalán, ajenas a todo el vagón, bajo la atenta mirada de ese anciano curioso. Tenia los rasgos muy marcados, esos mofletes sonrojados del frío y el pelo peinado a lo Ken de Barbie. Se podría decir que a ese anciano solo le faltaba en peto verde para convertirse en un muñeco de reloj de cuco tirolés.

Era imposible que con esas pintas el señor fuera catalán. Era austríaco, más austríaco que la tarta Sacher. Pero seguía mirándonos como si nos entendiera, aunque estaba claro que si hubiera tenido idea de cómo estábamos dejando de bien la señora de las plumas, seguramente no le hubiera hecho ninguna gracia. Lo nuestro nunca fue la educación. Y entonces para nuestro asombro se puso a hablar con nosotros.

–Sois catalanas, ¿verdad?

A Anna se le desencajó la mandíbula y yo me atraganté con mi propia saliva: el señor lo había dicho en un catalán perfecto.
–Disculpad mis modales, señoritas– lo dijo levantando el ala del sombrero con una reverencia– mi nombre es Jürgen Wiessbahn. Combatiente en la XI brigada internacional en a batalla del Ebro. Pasé mucho tiempo en Cataluña.

Y por un momento llegué a pensar que eso era una cámara oculta. Era casi imposible haber encontrado el único vienés que hablaba mejor catalán que yo. Pero no solo eso, había encontrado por casualidad el único vienés que podría haber conocido a mi abuelo en la batalla del Ebro. De la misma brigada ni más ni menos. Las posibilidades eran remotas, pero ¿qué posibilidades habían de encontrar al discípulo de Pompeu Fabra de vuelta a casa?

Y resultó que no solo se conocían, sino que fueron íntimos durante la guerra y el trayecto hasta mi parada de tranvía no fue suficiente para saciar mi curiosidad.

–Mamá, no te vas a creer lo que me ha pasado
–Bet, en serio, es imposible que ese Jürgen sea el Jürgen del que hablaba en sus cartas tu abuelo, ¿no ves que todos los vieneses se llaman Jürgen?
–Claro, y también es vidente porque sabía cómo se llamaba la abuela María Teresa e incluso sabía el nombre de papá.
–Pues sí, hija, te doy la razón, lo que te ha pasado hoy es increíble. Quizá él te podrá contar más cosas de las que nosotros sabemos.

Cualquier cosa sería más de lo que sabemos de él, solo recordado por esa fotografía de domingo, dos días antes de irse al frente, sonriendo cogido de la mano de Maria Teresa embarazada. Y volvió siendo otro, alguien que hablaba poco y sonreía menos. Alguien que jamás nos contó lo que vivió.

Y por un momento antes de que Jürgen empezara a hablar, pensé que estaba traicionando su memoria, porque si él jamás nos quiso contar lo que pasó, ¿quién era yo para indagar en el pasado? Había pasado años intentando averiguar más sobre él y ahora tenía la oportunidad. El miedo a la verdad quizá me paralizaría. Pero mi padre me dio permiso para preguntar lo que se me antojara y en el fondo, tampoco le hacía ningún daño a nadie.

–Elviro y yo nos conocimos en la glorieta de la plaza del pueblo antes de que la batalla empezara, pasamos muchas noches hablando de vosotros. Tu abuelo era un hombre increíblemente valiente…

Valiente. Increíble.
Mi abuelo fue un héroe.

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