
Querida mamá desconocida:
Cuando te he visto entrar, desprendías vitalidad y alegría. Venirte a hacer las uñas para ti ha sido como un día de fiesta. Por lo que he oído llevas seis meses sin poder hacer nada. La razón, según parece, es esa preciosidad de bebé que llevas en el carrito que según tus propias palabras “es muy intensa”.
La intensa, como tú la llamas, es una bebé que no te deja ni un segundo de descanso. A mí me ha dado envidia que hayas aprendido a hacerte la raya de los ojos tan perfecta como la llevabas con una bebé que no debe darte tregua ni cuando estás en la baño. Quizá porque algunas tenéis la suerte de ir monas incluso ante la adversidad. Ojalá yo fuera así.
Mientras yo estaba decidiendo de qué color pintármelas esta vez, tú ya te has tenido que levantar mientras te quitaban el esmalte, coger a tu hija y cambiarla de brazo unas diez veces. Has demostrado una gran habilidad y equilibrio retorcida cual contorsionista haciendo tres cosas a la vez: dejar que te quitaran el esmalte, sacarte la teta y aguantar a tu hija.
Te has empezado a poner nerviosa y sonriendo has dicho que al final te tendrías que ir tu tan preciada manicura. Sé que los has dicho como en broma, pero que en el fondo no estabas para nada convencida de que tu hija no rompiera a llorar en cualquier momento.
Y al final ha pasado. Se ha puesto a llorar con la primera capa de pintura. La niña en el carrito parecía un gremlin mojado. Conozco bien esta sensación, el agobio cuando ya no sabes qué hacer para calmarla. A mí me pasa de madrugada, cuando pienso que es un milagro que mis vecino no se hayan mudado a otro país mientras a Arlet le salen los dientes.
Y, como también era bastante probable, te has puesto a llorar. Desesperada, te has levantado con la primera capa a medio a hacer y has dicho que te ibas. Yo sé que lo hacías por nosotras. Tú ya estás más que acostumbrada al llanto de tu hija, pero te morías de vergüenza por molestar a las que estábamos allí.
En el local había las dos chicas que atienden, una señora que esperaba, tú y yo. Mi primer instinto cuando has roto a llorar ha sido levantarme y ofrecerte coger a tu bebé para que pudieras terminar tu manicura (eso en tiempos de Covid seguro que es delito). Te he visto tan devastada que hubiera renunciado a la mía (parece frívolo decir esto, pero igual que tú, yo estaba desesperada por tener mi momento de mimos y cuidados) solo para que dejaras de llorar y se te quitará la idea de irte de la cabeza.
La señora que estaba esperando se ha levantado decidida mientras tú sollozabas, te ha hecho sentar y te ha dicho tajantemente que no te ibas a ningún lado, que ella iba a calmarla y que tú terminaras con tus uñas. A eso yo sí que le llamo sororidad, empatía y solidaridad. Tanto esa señora (que seguro que alguna vez fue una madre desesperada) como yo podemos entender tus lágrimas más que nadie. Solo alguien que le ha suplicado a un bebé que no te entiende que se calle para no molestar al resto del restaurante sabe de lo que hablo. Solo alguien que ha tenido que pararse en medio de la calle en pleno berrinche para acunar a su bebé puede llegar a entenderlo.
Lo triste de todo esto es que te querías ir de ahí no por ti, sino por nosotras, y eso me da que reflexionar para un rato. Te voy a decir algo: todas las madres merecemos llevar las uñas bonitas. Todas y cada una de nosotras merecemos un masaje y una copa de vino. Todas sin excepción necesitamos un momento para nosotras.
Así que quiero decirte que hoy he pensado en ti todo el día. Se me partió el corazón al verte sufrir aunque no te conozca de nada, pero empatizo con tu posparto, tu tristeza, tu desahogo. No importa cuánto peso puedas llevar en tus espaldas, cuánta carga necesites soltar, no olvides que todas nos merecemos una manicura.
Te envío un abrazo fuerte, mamá desconocida, pero no uno cualquiera, uno de tribu, de esos que te hacen sentir menos sola, de esos que secan lágrimas, de esos de coger tu bebé solo para que tú te puedas tomar el café mientras siga caliente.
Besos.