Soledad desconocida

Artista desconocido

Para Alba, los días tristes siempre han ido acompañados de lluvia. Sería un insulto a la tristeza que se pusiera a lucir el sol mientras en su interior se libra una batalla contra la melancolía más profunda. Tiene un punto literario que llueva: es como si el agua purificara todo lo que le sobra. Pero hoy no sobra nada, todo está vacío.

Quizá porque mamá ya no está, vivir le cuesta mucho más. El día que murió, llovía. No era una gran tormenta, porque mamá no era de aspavientos: le gustaba ser discreta incluso para la muerte, con sus gotas imperceptibles que empapan poco a poco.

Alba lo supo antes que nadie se lo dijera, no porque fuera medio bruja, que también, sino porque el destino le había enviado tantas señales que se podría haber topado con su difunta madre en medio del paso de zebra, donde un coche estuvo a punto de atropellarla. En ese momento miró al cielo y la vio, con su media sonrisa y su ropa moderna. Alba sabía que su madre era tan original que había escogido para despedirse el momento en que ella cayó al suelo antes de insultar al imbécil del conductor que casi la arrolla sin piedad. Cuando entró en el hospital, el alma de mamá hacía rato que ya no estaba, se había disuelto entre las gotas que resbalaban al otro lado de la ventana y volaba libre.

Se sintió vacía, vacía y mojada, porque el paraguas era un objeto inexistente en sus vidas. A las dos les gustaba mojarse, sobre todo bajo las tormentas de verano, pero ese día de febrero distaba mucho de ser una de esas danzas que bailaban juntas entre charcos.

Se quedó sola. Mamá se fue y aunque estaba segura que su fantasma no dejaría de incordiarla, porque eso era lo que hacía mamá, ya no podría volverla a abrazar.

Pero eso ya no importan mucho. Porque hoy llueve igual que ese día, pero hoy mamá no ha muerto, hace mucho que ya no está y la echa tanto de menos, que por una vez no le vale su imaginación y necesita sentirla. Ha salido de casa con el libro y el móvil tan rápido, tan indignada, que ni siquiera se ha dado cuenta que lleva el cabello de recién levantada y ha cogido el abrigo sin importarle si su ropa va combinada. Lleva las últimas botas que ella le regaló, pero ni siquiera lo ha hecho intencionadamente, como para sentirla más cerca, porque la intención hubiera significado que está dispuesta a pensar y hoy no es un día para eso.

Ha entrado en la cafetería mojada hasta el alma. La humedad en contraste con el calor del interior del local le ha provocado una sensación de bienestar que hacía años que no sentía. Ha pedido un café con leche sin azúcar y ha dejado el móvil encima de la mesa. Le gustaría pensar que él llamará, pero sabe que la última palabra, en su casa, es la última del día. Ya lo decía mamá que este chico no le convenía, pero las madres nunca tienen razón por definición, hasta que ya no están y no les puedes decir “vale, sí, tenías razón” para que se retiren en forma de fantasma para decirles que una vez más no se equivocaban.

¿Qué más da? La razón es algo que ha buscado toda la vida y hoy tener razón ha sido como aceptar que la vida no se puede dominar y eso, para Alba, es el fin: la constatación física de que se ha hecho mayor y se siente vieja. Mamá se ha sentado sin permiso a su derecha, lo ha hecho como si pudiera irrumpir cuando quisiera en su mente, sin la necesidad ni siquiera de llamar a la puerta.

– Ahora no, mamá.
– No vengo a decirte que yo tenía razón, para que lo sepas. Solo vengo a hacerte compañía.
– Mamá, yo ya no puedo más, me siento… ¡uf! Es que hacerse mayor debería ser algo más, no sé, menos decepcionante.
– ¿A qué te refieres?
– Ya sabes a qué me refiero, yo tendría que haber hecho grandes cosas, mamá, tenía futuro, era lista.
– Bueno siempre destacaste por tu inteligencia, no por ser lista, hija, claro está.
– Si has venido a decirme que soy tonta, más vale que te largues un rato al más allá. No tengo tiempo para ti.
– Perdona, sigue, decías que eras inteligente, perdona… lista.
– Pues eso, que lo tenía todo, mamá, y ¿sabes a qué se ha reducido mi vida? A cantar canciones de cuna mientras mi marido hace estas cosas horribles.
– Ay, hija, es que tu marido es poco original hasta para eso. Dices, no sé, se podría haber tirado a la niñera, o a la frutera, pero es que incluso con la secretaria hubiera sido un poco más original, pero es que… ¿A estas alturas aún te sorprendes? Vale, deja de mirarme así… perdona.
– Que no, mamá, que no, que yo no firmé con la vida para esto, que yo firmé para hacer algo importante, ¿sabes? Que no me mires así, que sí, que cuatro niños son lo más importante, pero me refería una aportación menos orgánica al mundo, algo que realmente útil, algo que no me hiciera sentir invisible. Y haz el favor de apagar este cigarro, ¡no se puede fumar en las cafeterías! Ni siquiera se podía fumar cuando no estabas muerta. Y no, deja de insultarme con la mirada, que te conozco.
– A ver, ¿tú te crees que alguien le va a decir a un fantasma que no puede fumar? Sería la monda que el camarero se acercara y le hablara a un silla vacía en plan “Señora, apague ese cigarrillo, ¿quiere algo para beber?”. Soy invisible para él.
– Ya pero es que tú eres invisible porque estás muerta, ¡joder! Que yo no lo estoy y tengo menos presencia que tú. Estoy harta, mamá. La rutina no es para mí. No tengo tiempo para pensar en nada, mi vida gira entorno a mi marido y a mis hijos y yo creo que debería ocuparme con algo más.
– Sí, podrías dedicarte a hacer un nuevo calendario de Adviento, claro está, ja, ja, ja.
– No, si es que encima te cachondeas. Como él. Vaya panda de capullos estáis hechos. Mamá, el calendario de Adviento era para que se comieran una chocolatina al día, no para que aprendieran que si no se comen el chocolate rápido, alguien se lo comerá por ellos,
– Hubiera pagado por saber qué te ha contestado tu marido a eso.
– ¿No estabas ahí? Pero ¿tú tienes más cosas que hacer que estar todo el día incordiándome?
– Te sorprenderías de todo lo que ofrece el más allá, es un parque de atracciones eterno.
– Bah… es igual, pues nada, yo le he dicho precisamente esto: que no quería que los niños aprendieran que deben comerse todas las chocolatinas en un día porque, si no lo hacen, se levantaran al día siguiente y su padre les habrá dejado sin ellas. Y ¿sabes qué me ha contestado su padre? Que le parecía increíble que estuviéramos teniendo esta conversación, que les compra otro calendario y punto.
– Claro, práctico, típico de él: soluciones rápidas. Apuesto que en el sexo también es de soluciones rápidas, ¿qué? ¡No me mires así! Cuando estaba viva te daba vergüenza que te preguntara estas cosas, pero esta ausencia de cuerpo es como liberadora: no tengo que pensar lo que digo, sale solo.
– Eres terrible, mamá. Pues no, no tiene sentido que les compre un puñetero calendario de Adviento nuevo, eso sería confundirlos.
– Mmm…claro, los niños se confundirían, ¿cómo no se le habrá ocurrido a él?
– Y entonces va y me dice que los niños ni siquiera saben lo que es el Adviento. ¡Aún peor! Que ni siquiera saben contar, que les compre una tableta de chocolate y… ¡fin de la historia!
– Bueno,… Aryan sí sabe contar ¿no? La última vez que lo comprobé, tenía edad para eso.
– Mamá, ese no es el punto. El punto es que su padre se ha comido el puñetero calendario por la noche y encima me dice que lo ha hecho porque los niños no saben contar y que ni siquiera saben lo que es Navidad.
– Pues no sé, hija, yo creo que les ha hecho un favor, el chocolate que hay en esos calendarios es bastante asqueroso.
– Era chocolate suizo, no podía estar malo. En serio, si no vas a ayudar vete un ratito a dar una vuelta por el cielo.
– Alba, no te agobies. No quieres comprarles otro calendario, vale, no entiendo. Pero el calendario es solo un símbolo, tu no estás enfadada por el calendario, ni por el chocolate, ni siquiera porque tu marido sea un neandental. Estás enfadada contigo misma por haber escogido mal, por sentir que la vida se te resbala entre los dedos y no puedes hacer nada. Pues en una cosa sí tienes razón: la vida pasa. Y si no quieres seguir gruñendo todo el día, toma un decisión, deja a tu marido, busca lo que te apasiona de verdad y ve a por ello. Tus hijos siempre serán el centro de atención, en el más allá eso no cambia, siempre serás madre, pero no puedes dejar de ser tú.

Dicho esto, mamá se ha levantado y ha desaparecido como si nunca hubiera estado aquí. Alba ha resoplado. El café se le ha quedado frio. Quizá mamá tenga razón. Busca en lo que tiene algo que no va a encontrar. Revuelve en el bolso y saca Anna Karenina. Desaparecerá durante un rato, se volverá invisible una vez más. Al fin y al cabo, eso es lo que mejor se le da.

Después de dos horas inmersa entre líneas recuerda que sigue en la cafetería, levanta la mano para la cuenta y el camarero se le acerca con un papel que no se parece nada a un tique.

– Han dejado esto para ti. Siento decirte que el artista anónimo ya se ha ido.

Alba lo mira extrañada y desdobla el papel. Se ve reflejada en trazos un lápiz sin punta. A través de las pupilas le parece que cualquiera que no la conociera, pensaría que está tranquila, que disfruta de un café sin preocupaciones.

Y de repente se ve. Se palpa porque está viva. Para alguien que se ha tomado un café aquí no ha sido invisible. El artista anónimo que la ha dibujado en una servilleta le ha demostrado que por muy sola que se sienta, en el mundo siempre hay alguien que la ve, ve su alma, su yo más profundo. La mujer de este dibujo bien podría ser su yo más fuerte. Alguien que hoy empieza su vida, de nuevo, una vez más.

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